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σα τυγχάνειν,

      σχεδόν τι μώρῳ μωρίαν ὀφλισκάνω.

      Eli,

      Cuando me preguntaste si quería escribir este prólogo estábamos en los mensajes directos del Twitter que es el barrio donde un día —no recuerdo la forma— una dio con la otra. No conozco casi ningún lugar en el que te instalas. Jamás he ido a tu casa de Alcalá, ni a tu habitación en París —la imagino diminuta— ni a la biblioteca de un sitio en no sé qué parte de Extremadura donde hiciste el tránsito tan complejo de niña a neomujercita (te hiciste mayor muy pronto, como las moras agraces, conjeturo mientras tomo como mías aquellas palabras de Herta Müller «yo siempre fui vieja»). Es extraño estar en la vivencia, en los propósitos —en definitiva: en el lenguaje— de alguien sin haber visitado ninguna de sus casas. Hemos nacido a la orilla de un milenio donde tanta gente ha interpuesto su esperanza para evitar una tal fractura de mundo y, de repente, ya no existe siquiera la prórroga del relato (los posmodernos nos lloran, como fallados de sí, cuando se entiende por prórroga aquello que se cede antes de que el partido —el simulacro de la batalla— termine). Parecía que estábamos destinadas a ello, que alcanzaríamos los textos de Preciado con otra sensibilidad, una religiosamente revelada o más o menos así se rezó: «a partir del 2000 el sentir será otro». Y, sin embargo, qué cosas, las cuestiones fundamentales siguen siendo las mismas o lo que es peor, siguen sucediéndose desde la misma fase modálica. Se cercena la forma y, sin embargo, sigue todo siendo tan mismo. Esto también debe ser la nostalgia.

      Me preguntaste si iba a escribir este prólogo y no me lo pensé, antes de responder sabía que lo enviaría tarde. Vivíamos lejos cuando empezaste a dar entrevistas (realmente ya las habías concedido desde tiempo atrás, hace poco acabé un reportaje donde una Eli muy joven hablaba de su pansexualidad, quizá otra muestra de lo fragmentario en el sujeto). Llegas/bas a los sitios a través de la forma, esto es importante. Sabes desde hace mucho que el dispositivo tan solo estalla en su interior, que la física de la explosión se dirige desde un centro hasta un margen donde la onda termina por desaparecer. Conoces lo terrorista de habitar el espacio temporalmente cedido. He visto en una misma noche a tu cabeza transitar del estallido entusiasta al detenimiento —es en la mirada que se pierde más allá de lo hablado— en la tristeza más absoluta, la que nunca se comparte. Quería decirte en este prólogo, Eli, que siento de corazón las veces que no puedes fundir tu lenguaje en la precisión del Otro. Que ese centro, sobre el que todo gravita, de repente hoy causa el inicio del que puede ser el tercer conflicto mundial. ¿Pero tú has visto cuántos centros coexisten en el hecho de llamar mundial a algo porque participan economías relevantes? ¿Cuánto dinero genera la sangre derramada en el campo de batalla? Es decir, ¿cuál es el cociente exacto cadáver/ billete para hacernos creer que realmente merece la pena? Tiene que hacerlo, ¡dinero, digo, tiene que hacer dinero! si no, qué llevaría a la utopía exterminadora. He empleado la palabra correcta: «utopía», y no distopía porque está claro que todo el deseo se vuelca sobre la guerra. Pienso en el Atemschaukel que presenció Oskar Pastior en los campos de concentración de los Urales. Cómo el hálito exterminador se llevaba los cuerpos que cargaban, sin palabras, su hambre y su frío. En los límites del relato siempre ha quedado —no sabemos bien por qué— la poesía. Evidentemente no todas las poesías pero sí, Eli, en las que nosotras nos reconocimos. Me he dado cuenta cómo formalmente los medios han querido elaborarte para su cadena de producción cultural —te lo confesé hartas de vino—, confrontándote en la fiesta de Caballo de Troya todas las posibles trampas, todos los posibles gestos que deberíamos preguntarnos si realmente nos podemos permitir. El mismo día que me he dado cuenta que no conozco tu deathname, escribo sobre la fetichización mediática de lo trans que sufre/sufrirá tu cuerpo. Un cuerpo que no conozco de otro modo: su totalidad, su plenitud siempre fue ser ése. Y aunque suceda el hambre de las bocas editoriales y periodísticas por contener lo que consideran la excepción de tu forma, sigo sin saber cómo te llamabas antes de. Siquiera pienso con sinceridad que haya habido un antes de ti, Eli. Te construyo en mi memoria y no obtengo otra cosa que tu contemporaneidad acelerada. No puedo alcanzarte desde la exclusiva. A veces pienso, cuando te he visto —también imaginado— con la mirada perdida en un punto ajeno al after mientras un hombre no para de hablar sobre «lo mierdas que son tal grupo indie y lo bien que suena tal cosa y lo mal que se prepara la carne en Suecia», que para ti nunca fue una singularidad aquello del tránsito, quisiera reconocer la diferencia de la no neurotipia que impone la ficción carcelaria de la conciencia cada vez que, quizá, quisieras hablar con alguien sobre el fuego.

      Pero no tenemos el fuego

      abrimos las manos

      ponemos el cuerpo frente al dispositivo de

      la porra la polla la puta lo poco que

      nos queda para conocer el primer fuego, Eli

      el que hizo un bisonte sobre la gruta

      y permitió la historia velada en la boca del que cruzó

      la melodía

      tanto cruzó la muy loca que todo

      todo lo heredaría la que encerradaen Tordesillas

      «y la encierran en su cámara que no tiene luz ninguna»

      que no tiene ninguna luz[Catalina de Austria

      imagina que toda luz se extingue]

      nadie imagina

      el fuego o el fuego

      ha consumido todo y ya no

      pero cuando «es de noche

      en esta viva fuente que deseo»

      entonces el aljibe desde donde gamitan

      todos nuestrxs amantes

      porque sí gamitan y gorjean y fulguran y aúllan

      y ojalá que

      pero las piradas no

      pero no

      no tenemos el fuego

      si pudieran vernos ardereternamente

      si Teresa de Jesús hubiera dicho:

      justo esto es masturbarsemientras escribía aquello de

      «así como en el cielo hay muchas moradas»

      cuántas veces quiebra el lenguajeSanta Teresa se

      en la barricada hay un tropiezosoba el santo coño

      también el lenguaje se fractura ya ves

      mal en

      tendido

      en el suelo un cuerpo sin nombre

      es Asterión su casa que como todo eco

      todo eco todo ecoes cualquier

      sonido

      y no queda otro sonido

      que la ecolaliaes Asterión

      el que desconoce

      su nombre propio

      pues no queda la referencia

      la categoría necesaria para desear verlo

      todo —repito— verlo todo

      arder.

      Hace falta algo más poderoso que la esperanza o la barricada para transgredir la línea del relato. Hace falta del deseo por reunirse, por encontrar la cooficialidad de la neoperformance —una de cuerpo no dado, no representado, no captable—, para entender que todo el mundo repite «fuego» pero nadie habla sobre el mismo fuego. El Estado de excepción que impones, el de las demandas que oculta el acudir a la mani de la mano, no escribir sobre lo escrito, no conceder pausa; en fin, bien me recuerda a aquella noche aceleracionista apilada en su contradicción de ser lo de siempre bajo la posibilidad de mostrarnos

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