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Dio varias vueltas y volvió a sentarse. Al apoyar la cabeza en el respaldo de la butaca, su mirada fue a posarse sobre una campanilla, una campanilla fuera de uso que colgaba en el cuarto y, con algún propósito ahora olvidado, comunicaba con un aposento situado en el piso más alto del edificio. Con gran sorpresa y con un miedo extraño, inexplicable, cuando la estaba mirando vio que la campanilla comenzaba a oscilar. Al principio se balanceaba tan poco que apenas hacía ruido, pero pronto repicó fuerte, y también lo hicieron todas las demás campanillas de la casa.

      La cosa debió durar medio minuto, tal vez un minuto, pero pareció una hora. Las campanillas enmudecieron igual que habían sonado: a la vez. Luego siguió un ruido estridente que venía de muy abajo, como si una persona estuviese arrastrando una pesada cadena sobre los barriles de la bodega del vinatero. Entonces Scrooge recordó hacer oído que en las casas embrujadas los fantasmas arrastraban cadenas.

      La puerta de la bodega se abrió de repente con un estruendo, y Scrooge oyó aquel ruido con más claridad en los pisos de abajo; luego, subiendo por las escaleras y, seguidamente, aproximándose directamente hacia su puerta.

      –¡Siguen siendo tonterías! —dijo Scrooge—. ¡No me lo puedo creer!

      No obstante, se le demudó el color cuando, sin pausa, aquello atravesó la pesada puerta y se quedó en la habitación ante sus ojos. Cuando estaba entrando, las mortecinas llamas saltaron como si exclamasen: «¡Le conocemos! ¡Es el fantasma de Marley!» y volvieron a decaer.

      El mismo rostro, el mismísimo Marley como siempre, con su coleta, chaleco, calzas y botas; las borlas de las botas tiesas y erectas, al igual que la coleta, los faldones de la levita y los caballos. La cadena que arrastraba la ceñía por medio cuerpo; era larga y se le enroscaba como una cola; estaba hecha (Scrooge la observó atentamente) con arquillas para dinero, llaves, candados, libros de contabilidad, escrituras de compraventa y pesadas talegas de acero. Su cuerpo era tan transparente que al observarlo y mirar a través de su chaleco, Scrooge podía ver los dos botones de la espalda de la levita.

      Scrooge había oído decir frecuentemente que Marley no tenía entrañas, pero nunca se lo había creído hasta ahora.

      No, ni siquiera ahora se lo creía. Aunque miraba al fantasma de arriba abajo y la veía de pie ante él; aunque percibía el escalofriante influjo de sus ojos, mortalmente fríos; aunque observó incluso la textura del paño doblado que le enmarcaba la cara, desde la barbilla hasta la cabeza, envoltura que no había notado antes…, aún seguía incrédulo y luchaba contra sus propios sentidos.

      –¿Qué significa esto? —dijo Scrooge, caústico y frío como nunca—. ¿Qué se le ha perdido aquí?

      –¡Mucho! —Era la voz de Marley, sin la menor duda.

      –¿Quién eres tú?

      –Pregúntame quién fui.

      –Pues ¿quién fuiste? —dijo Scrooge alzando la voz—. Eres puntilloso… como sombra —iba a decir «para ser una sombra», pero le pareció más apropiado lo otro.

      –En vida yo fui tu socio: Jacob Marley.

      –¿Puedes… puedes sentarte? —preguntó Scrooge, mirándole dubitativamente.

      –Sí puedo.

      –Entonces, hazlo.

      Scrooge había formulado la pregunta porque no sabía si un fantasma tan transparente podía estar en condiciones de tomar asiento; presentía que, en caso de que le resultara imposible, tal vez se haría necesaria una explicación embarazosa. Pero el fantasma se sentó al otro lado de la chimenea como si estuviera acostumbrado.

      –Tú no crees en mí —observó el fantasma.

      –No, yo no —dijo Scrooge.

      –¿Qué otra demostración quieres de mi existencia, además de la de tus sentidos?

      –No lo sé —dijo Scrooge.

      –¿Por qué dudas de tus sentidos?

      –Porque —dijo Scrooge— cualquier cosa les afecta. Un ligero desarreglo intestinal les hace tramposos. Puede que tú seas un trocito de carne indigestada, o un chorrito de mostaza, una migaja de queso, un fragmento de patata medio cruda. ¡Hay en ti más salsa de carne que carne de tumba, seas quien seas!

      Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes y en modo alguno se sentía gracioso entonces. La verdad es que intentaba estar ingenioso para distraerse y dominar el terror que le invadía; la voz del espectro le removía hasta la médula de los huesos.

      Scrooge presentía que iba a desmoronarse si seguía sentado en silencio, sin apartar la mirada de aquellos ojos inmóviles, vítreos. También había algo muy espantoso en el halo infernal que envolvía al espectro. Scrooge no podía verlo, pero se notaba claramente, pues aunque el fantasma estaba sentado en perfecta inmovilidad, su cabello, faldones y borlas seguían agitándose como por el vapor caliente de un horno.

      –¿Ves este palillo de dientes? —dijo Scrooge volviendo con rapidez a la carga por el motivo ya señalado y deseando apartar de sí, aunque fuera tan solo un segundo, la petrificada mirada de la aparición.

      –Lo veo —replicó el fantasma.

      –No lo estás mirando —dijo Scrooge.

      –Pero lo veo —dijo el fantasma— de todos modos.

      –¡Bueno! —prosiguió Scrooge—. Solo tengo que tragármelo y el resto de mis días me veré perseguido por una legión de diablos, todos de mi propia creación. ¡Tonterías! Eso es lo que yo digo, ¡tonterías!

      En ese momento el espíritu lanzó un espeluznante quejido y sacudió la cadena con un ruido tan lúgubre y aterrador que Scrooge tuvo que agarrarse a los brazos del sillón para no caer desvanecido. Pero el espanto fue todavía mayor cuando al quitar el fantasma la venda que enmarcaba su rostro, como si dentro de la casa le sofocara el calor, ¡se le desmoronó la mandíbula inferior sobre el pecho!

      Scrooge cayó de rodillas y, con manos entrelazadas, imploró ante él:

      –¡Piedad! —exclamó—. Horrenda aparición, ¿por qué me atormentas?

      –¡Materialista! —replicó el fantasma—. ¿Crees o no crees en mí?

      –Sí, sí —dijo Scrooge—. Por fuerza. Pero ¿por qué los espíritus deambulan por la tierra y por qué tienen que aparecerse a mí?

      –Está ordenado para cada uno de los hombres que el espíritu que habita en él se acerque a sus congéneres humanos y se mueva con ellos a lo largo y a lo ancho; y si ese espíritu no lo hace en vida, será condenado a hacerlo tras la muerte. Quedará sentenciado a vagar por el mundo, ¡ay de mí!, y ser testigo de situaciones en las que ahora no puede participar, aunque en vida debió haberlo hecho para procurar felicidad.

      El espectro volvió a lanzar otro alarido, sacudió la cadena y se retorció con desesperación sus manos espectrales.

      –Estás encadenado —dijo Scrooge tembloroso—. Cuéntame por qué.

      –Arrastro la cadena que en vida me forjé —repuso el fantasma—. Yo la hice, eslabón a eslabón, yarda a yarda; por mi propia voluntad me la ceñí y por mi propia voluntad la llevo. ¿Te resulta extraño el modelo?

      Scrooge cada vez temblaba más.

      –¿O ya conoces —prosiguió el fantasma— el peso y la longitud de la apretada espiral que tú mismo arrastras? Hace siete Navidades ya era tan pesada y tan larga como ésta. Desde entonces, has trabajado en ella aún más. ¡Tienes una cadena impresionante!

      Scrooge miró de reojo a su alrededor como si esperase encontrarse rodeado por cincuenta o sesenta brazas de cadenas, pero no vio nada.

      –Jacob —dijo implorante—. Querido Jacob Marley, cuéntame más. Dime algo tranquilizador, Jacob.

      –No puedo —contestó el fantasma—. Eso tiene que venir de otras regiones, Ebenezer Scrooge, y son otros ministros quienes lo aplican a otra clase de personas. Tampoco

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