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inclinación de cabeza, ella cogió a mi hermano en brazos y después mi mano.

      —Vamos a subir a la habitación —nos anunció con tranquilidad.

      —¿Vamos a jugar? —le preguntó inocente Arcadiy.

      —Sí. —Sonrió ella.

      La miré con temor cuando vi de soslayo que mi padre descolgaba de debajo de la encimera de la cocina una pistola. Hizo un leve gesto mirando a mi madre para indicarle que se diera prisa en marcharse, o eso quise entender. Oí que un coche cerraba la puerta en la misma entrada de mi casa. Después, unos golpes resonaron en la madera, como si del cartero se tratase. Giré mi rostro hacia esa dirección a la vez que mi padre nos empujaba escaleras arriba.

      —¡Rápido! —nos apremió.

      Noté mi pulso acelerarse, mi respiración elevarse, y unas ganas terribles de llorar resurgieron en mí cuando pequeñas gotas empezaron a caer por mi rostro. Mi padre, con la pistola en la mano, sin importarle que lo viéramos portando un arma, pasó su dedo pulgar por mis mejillas y sonrió.

      —Te quiero, mi pequeña princesa. Sé fuerte, lucha y no te rindas hasta que le des el último aliento a la vida.

      Mi llanto se acrecentó y mi hermano me siguió.

      Corrí escaleras arriba. Cuando me faltaban cuatro escalones para llegar a la planta, giré mi rostro hacia atrás al escuchar un terrible golpe, forcejeos y disparos.

      —¡Micaela, no te detengas!

      Mi madre intentó subir otro escalón más, pero alguien la apresó desde atrás, haciendo que cayera escaleras abajo con mi hermano en brazos.

      —¡Mamá! —grité desgarrada.

      —¡Corre! —me ordenó desesperada.

      Un hombre la abofeteó frente a mis ojos. Segundos después, sacó un arma y le disparó en la cabeza. Las rodillas me fallaron cuando encontré a mi hermano de pie, con su habitual peluche de un elefante azul en la mano, llorando y sin poder controlar ninguna de sus emociones. Su voz salía rota, y todo él temblaba como una hoja. El alma se me rompió en mil pedazos.

      Decidí infundirme de valor, o por lo menos de todo el que pude. Me puse de pie, pero al intentar bajar los escalones, un hombre alto y fornido se colocó delante de mí. Vi que se llevaban a mi hermano en brazos mientras gritaba llamando a nuestros padres.

      —¡Arcadiy! ¡Arcadiy! —bramé a voces.

      El hombre avanzó hacia mí con una sonrisa que no supe descifrar, ya que solo podía verle la boca y los ojos. Me asusté, y no pude evitar tropezar con el siguiente escalón, lo que hizo que cayera hacia atrás. Arrastré mi cuerpo por los pocos peldaños que me quedaban; y seguí haciéndolo, incapaz de ponerme de pie. Mis uñas se clavaron en la madera blanca del suelo y comenzaron a arrancarse a trozos, creando grandes heridas en mis dedos.

      Él sonreía. Yo no podía creer lo que mis ojos estaban viendo, pero más impactada me quedé cuando aquel hombre que casi me alcanzaba se quitó el pasamontañas negro que cubría su rostro. Mis ojos se abrieron en su máxima extensión y solté una exclamación que él oyó.

      —Hola, pequeña.

      Su rasgada voz me hizo temblar. Las lágrimas corrían por mis mejillas como ríos sin poder controlarlas. Y es que con doce años era imposible que supiera hacer mucho más en una situación como la que estaba viviendo.

      Llegó hasta mí, cogió mi cabello y, ejerciendo una gran presión, tiró de mí escaleras abajo. Sentí todos y cada uno de los golpes que me provocaban los escalones clavarse en lo más profundo de mi ser, pero lo que más me dolió fue ver a las dos personas a las que más amaba en el suelo, laxos y sin un ápice de vida. Me di cuenta de que la pequeña mano de mi madre estaba unida a la de mi padre. Hasta en su último aliento evitaron estar separados.

      Un torrente de hipidos se apoderó de mí sin permitirme dejar de llorar. Miré con verdadero miedo al hombre, quien, una vez en el salón, me empujó contra el sofá. Tres personas más se acercaron a mí con rostros divertidos.

      —¿Qué vamos a hacer con ella? —le preguntó uno de los encapuchados.

      En ese momento, caí en la cuenta de que Arcadiy no estaba en ningún rincón.

      —Mucho me temo que ella no correrá la misma suerte. Es mayor, ya ha visto demasiado —anunció otro de los hombres.

      Se acuclilló para ponerse frente a mí, haciendo que el miedo sacudiera todo mi cuerpo. Posó su dedo índice sobre mis muslos, ya que mi pijama estaba remangado hasta la cintura prácticamente.

      —Aunque sí es cierto que… —tras una pausa, prosiguió—: vamos a divertirnos un buen rato.

      Oí cómo todos se carcajeaban a mi costa. Yo lloraba desconsolada y sin saber cuál sería mi final. Lo que estaba claro era que no iban a dejarme vivir.

      Ese día me dejaron muerta en vida.

      Me robaron mi inocencia, me golpearon hasta la saciedad, me humillaron de mil maneras y, lo peor de todo, se llevaron lo que más quería. Sentí cómo la vida se escapaba de mis manos cuando la puerta de la que era mi casa quedaba abierta de par en par mientras aquellos malditos demonios salían sin un ápice de compasión, pensando que ya estaba agonizando. No conseguía moverme. Notaba cómo los parpados me pesaban cada vez más y cómo el frío comenzaba a apoderarse de mi cuerpo. Las pocas lágrimas que me quedaban resbalaron por mis pálidas mejillas hasta perderse en la moqueta burdeos. Contemplé a mis padres por última vez. Antes de cerrar los ojos, me juré una sola cosa: no moriría en aquel instante; lucharía, tal y como mi padre me había dicho minutos antes de su muerte. Y la lucha no sería en vano, no.

      Sabía quiénes eran las personas que habían entrado en mi casa, y aunque las agujas del reloj fueran las únicas que pondrían a cada persona en su sitio a su debido tiempo, supe que todos y cada uno de ellos recordarían mi nombre hasta soltar su último aliento. Porque para poder seguir con sus miserables vidas, primero tendrían que matar a la Reina.

      En el punto de mira

      Jack Williams

      Era increíble. La gente alardeaba de su vida sin ser consciente de quién o quiénes podrían estar vigilándolos en ese mismo instante.

      Sentado en una terraza, me permití escuchar y ver cómo las personas éramos tan sumamente imbéciles de hablar de nuestra vida a todas horas: por la calle, en redes sociales, mediante mensajes… Y qué cierto era que nadie sabía quién se escondía detrás de aquellas enormes tecnologías, pues, si nos poníamos a pensar, cualquiera con un poco de inteligencia podría meterse incluso en nuestra cabeza.

      —¿Sí? —respondí cuando pulsé mi teléfono tras vibrar sobre la mesa.

      —¿Dónde estás?

      —¿Dónde estás tú, Fox? —le pregunté con chulería.

      Riley Fox, la única persona a la que consideraba amiga después de catorce largos años a mi lado, el único que, hasta el momento, no me había fallado.

      —En quince minutos saldrá por la 33, justo en el Empire State.

      —Perfecto, estoy en el restaurante de enfrente. Hablamos.

      Colgué el teléfono y me levanté de mi silla, dejando una cuantiosa cantidad para pagar un simple café. Vi que varias miradas lascivas caían sobre mí y me permití sonreír de medio lado, sabedor del efecto que causaba desde hacía bastante tiempo en las féminas. Aunque bien era cierto que en mi mente no estaba el amor para siempre ni de lejos, los buenos ratos no estaban prohibidos para nadie, o por aquel entonces pensaba de esa forma.

      Llegué a mi coche y saqué todo lo necesario para lo que estaba por venir. Minutos después, giré la esquina que separaba la puerta de acceso de la azotea, pegándome a la pared para ocultarme. Bajé mi rifle y lo cargué en un abrir y cerrar

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