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Allegra, sacudiendo la cabeza.

      Alexander se asomó al exterior. Y no le gustó nada lo que vio.

      La casa estaba rodeaba por docenas de extrañas criaturas que avanzaban hacia ellos bajo la lluvia torrencial. Eran seres andrajosos, de piel pardusca, dientes y garras afilados y ojillos que relucían como ascuas.

      —Trasgos –murmuró Alexander, con un escalofrío. Allegra asintió.

      —No me enorgullece decir que son parte de la gran familia de los feéricos –murmuró–. La magia que poseen es limitada, pero son temibles cuando atacan en grandes grupos, porque eso los hace más fuertes. Normalmente las hadas y los silfos mayores podemos controlarlos, pero estos sirven ahora a una hechicera poderosa, y no tengo dominio sobre ellos.

      —¿Una hechicera poderosa? –repitió Alexander en voz baja.

      Allegra señaló una figura que se erguía más allá, en el jardín, detrás del círculo de trasgos. La lluvia calaba sus finas ropas, que se pegaban a su cuerpo, revelando las formas de su esbelta figura. Su cabello aceitunado caía por su espalda como un pesado manto, chorreando agua. Pero a ella no parecía importarle. Había alzado las manos hacia la casa, y su rostro mostraba una mueca de sombría determinación. Alexander casi pudo sentir la intensa irritación que mostraban sus enormes pupilas negras.

      —Gerde –murmuró Allegra–. Una traidora a nuestra raza. Una de las más poderosas magas feéricas, que ha abandonado la resistencia contra Ashran y se ha unido a él.

      En aquel momento, el trasgo más adelantado llegó a menos de tres metros de la puerta trasera de la mansión; se oyó entonces algo parecido a un estallido, y la criatura lanzó un alarido de dolor y retrocedió, chamuscada.

      —Las defensas de la casa todavía funcionan –murmuró Allegra–, pero no sé por cuánto tiempo.

      No había acabado de decirlo cuando se oyó la voz de Gerde, un grito agudo y autoritario, y todos los trasgos atacaron a la vez. Docenas de espirales de energía brotaron de sus dedos ganchudos y se unieron en un rizo todavía mayor, resplandeciente.

      Alexander reaccionó deprisa, agarró a Allegra del brazo y la apartó de la ventana. Algo chocó contra la mansión con increíble violencia y la sacudió hasta los cimientos. Las paredes temblaron. Pero la casa resistió.

      Jack, que se había quedado en el sofá, abrazando a Victoria, alzó la cabeza, preocupado.

      —¿Qué está pasando?

      —Nos atacan, chico –dijo Alexander, muy serio, desenvainando a Sumlaris–. Saca tu espada y vamos a destrozar a unos cuantos bichos verdes.

      Jack asintió y se levantó, ayudando a Victoria a incorporarse.

      —Victoria –le dijo–, ¿estás bien? Gerde está aquí. Tenemos que defender la casa.

      Victoria alzó la cabeza y se aferró a la mirada de los ojos verdes de Jack como a una tabla salvadora. Sobreponiéndose, trató de olvidarse del sufrimiento de Christian y asintió.

      —Vamos a salir fuera –decidió Alexander–. Lucharemos mejor al aire libre y defenderemos las puertas.

      —¡Vale! –aceptó Jack, decidido, y corrió hacia la puerta del jardín.

      —Yo cubriré la entrada principal –le dijo Alexander a Allegra–. ¿Qué vas a hacer tú?

      —Seguir sosteniendo la magia de la mansión desde dentro –respondió ella–. Pero, si la barrera cayese, saldría a luchar con vosotros.

      Alexander asintió y, sin una palabra más, corrió hacia la puerta principal.

      Victoria fue a seguirlo, pero vaciló un momento y se acercó a Allegra. Las dos se miraron un momento. La muchacha observaba a la hechicera como si la viera por vez primera.

      —Pase lo que pase –dijo entonces–, tú siempre serás mi abuela.

      Y, antes de que Allegra pudiera contestar, Victoria la abrazó con fuerza.

      —Siento haberte ocultado todo esto... –murmuró el hada–. Pero era necesario...

      —Lo sé, abuela –la tranquilizó Victoria; hizo un nuevo gesto de dolor cuando, en lo más profundo de su ser, Christian gritó otra vez, en plena agonía–. Christian... –musitó, desolada.

      —Lo sé, Victoria –susurró Allegra.

      Victoria abrió la boca para decir algo, pero oyó que Jack la llamaba desde el jardín. Titubeó un momento.

      —Ve con él –la animó Allegra–. También te necesita. Tal vez no puedas ayudar a Christian ahora... pero sí puedes echarle una mano a Jack.

      Victoria asintió, con una sonrisa, y salió corriendo en pos de su amigo.

      En aquel momento, un nuevo ataque convulsionó los cimientos de la mansión, y Allegra frunció el ceño, irritada.

      —Oh, no, Gerde –murmuró–. No entrarás en mi casa. Ni lo sueñes.

      —Tu nombre, hijo –insistió Ashran, irritado.

      —Chris... tian –jadeó el muchacho.

      El sufrimiento volvió. Christian apenas tenía ya fuerzas para gritar, y su cuerpo, roto de dolor, destrozado por dentro, se retorció sobre las baldosas de piedra.

      —Eres obstinado, muchacho –dijo el Nigromante–. Pero doblegaré tu voluntad, no me cabe duda.

      Hubo una nueva descarga de dolor, más violenta y salvaje que las anteriores, y Christian dejó escapar un alarido.

      Pero no cedió. Una parte de su ser estaba con Victoria y, aunque ella se hallara lejos, en un universo remoto, sentía su calor, su luz, que lo guiaba como una estrella en la más oscura de las noches, y sabía que no estaba solo. Y eso le daba fuerzas. Logró incorporarse un momento para mirar a Ashran a los ojos, respirando con dificultad. El Nigromante aguardó a que hablara.

      Christian sabía que sería castigado por su osadía, pero alzó la cabeza para decir, con sus últimas fuerzas, pero con orgullo y coraje:

      —Me llamo... Christian. Ashran entornó los ojos.

      —Como quieras, hijo. Tendrá que ser por las malas.

      No tardó en escucharse un nuevo alarido de agonía que sacudió la Torre de Drackwen hasta sus cimientos.

      En el jardín, Jack y Victoria peleaban bajo una lluvia torrencial. La espada de Jack ardía como el corazón del sol, y ni siquiera la lluvia lograba apagar su llama. Había visto a Gerde un poco más allá e intentaba avanzar hacia ella, pero la horda de trasgos parecía dispuesta a defender a su señora con la vida; el muchacho tenía que detenerse constantemente a pelear contra aquellas desagradables criaturas, que lo atacaban con hondas, puñales, picos, espadas cortas y, por supuesto, con su magia que, aunque tosca, era agresiva y resultaba efectiva.

      Victoria, en cambio, tenía muchos problemas. Su corazón seguía sangrando y se veía incapaz de concentrarse en la pelea. El sufrimiento de Christian era cada vez más intenso, y casi le parecía escuchar en su alma sus gritos de dolor. Veía a los trasgos a través de un velo de lágrimas, y todo aquello le parecía demasiado fantástico, demasiado irreal, como si se tratase de un sueño. Lo único que le parecía auténtico y verdadero era el tormento de Christian, que, en alguna lejana estrella, estaba pagando muy caro su amor por ella.

      Entonces, algo la golpeó por la espalda y la hizo caer sobre el suelo embarrado. Jadeó de dolor y trató de recuperar el báculo, que había caído un poco más lejos. Algo la levantó con brusquedad y casi le cortó la respiración.

      Alzó la cabeza y vio los ojos negros de Gerde fijos en ella.

      —¿Y eres tú la criatura por la que Kirtash se ha tomado tantas molestias? –dijo el hada, con voz cantarina, pero con un leve tono irritado–. Vaya cosa. Y pensar que nos ha traicionado por ti...

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