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la otra mano de Victoria jugueteaba nerviosamente con la Lágrima de Unicornio, el colgante que Shail le había regalado dos años atrás, antes de morir.

      —Todos los chicos que te quieren te hacen regalos –comentó, sonriendo–. Yo aún no te he dado nada... como símbolo de mi cariño –añadió, un poco cortado.

      Victoria lo miró y sonrió.

      —Hay algo que puedes darme y que me hará muy feliz –dijo en voz baja.

      —¿El qué?

      Ella se sonrojó un poco, pero no bajó la mirada cuando le pidió:

      —Regálame un beso.

      Jack creyó que el corazón se le iba a salir del pecho. Por un instante sintió pánico, porque nunca había besado a ninguna chica, y tuvo miedo de hacerlo mal. Pero Victoria seguía mirándolo, y Jack había soñado demasiadas veces con aquel momento como para dejarlo escapar ahora.

      Tragó saliva, cogió suavemente el rostro de Victoria con las manos y le hizo alzar la cabeza. Seguía perdido en su mirada, y le sorprendió descubrir que los ojos de ella rebosaban un amor tan intenso como el que él sentía en aquellos momentos. Que a ella también le costaba respirar, que se había ruborizado, que su corazón latía a mil por hora, igual que el de él.

      Quiso decir algo, pero no encontró las palabras apropiadas. Temblando como un flan, se inclinó hacia ella para darle el regalo que le había pedido.

      Fue un beso un poco torpe, pero muy dulce, y Victoria supo, en ese instante y sin lugar a dudas que, por extraño que pudiera parecer, era cierto, estaba enamorada de él, igual que lo estaba de Christian, o quizá de manera un poco distinta, pero no con menos intensidad. Se dejó llevar por el fuego del cariño de Jack, que no era enigmático y electrizante, como el de Christian, pero que la envolvía como un manto protector que le daba calor y seguridad. Y Victoria intuyó que, aunque Christian había sido el primero en besarla, semanas atrás, en Seattle... de alguna manera, el beso de Jack era otro primer beso para ella.

      Alexander llegó en aquel momento, buscando a Jack, pero los vio juntos y se detuvo en seco en la puerta; y dio media vuelta y se apartó de la entrada, antes de que lo vieran. Una vez en el pasillo, lejos del campo de visión de los chicos, echó una mirada hacia atrás por encima del hombro, sacudió la cabeza, sonrió y se alejó de puntillas.

      XI

      «DIME QUIÉN ERES...»

      K

      IRTASH –dijo Ashran.

      El joven no se movió, no dijo nada. Tampoco levantó la mirada. Permaneció allí, con la cabeza baja y una rodilla hincada en tierra, inclinado ante su señor.

      —He oído cosas sobre ti –prosiguió el Nigromante–. Cosas que no me han gustado nada pero que, por otro lado, sé que son ciertas.

      Se volvió hacia él y lo miró, y Christian sintió un escalofrío.

      —Sabías quién era ella –dijo Ashran, y no era una pregunta–. Lo supiste desde el principio.

      —Lo supe desde la primera vez que la miré a los ojos –murmuró Christian, sin alzar la mirada–. Hace dos años.

      Percibió la ira de su padre, a pesar de que este no la manifestaba abiertamente.

      —No me lo dijiste. ¿Eres consciente de lo que significa eso?

      —Soy consciente, mi señor.

      El Nigromante cruzó los brazos ante el pecho.

      —Por mucho menos de esto cualquier otro estaría ya muerto, Kirtash. Pero a ti te concederé la oportunidad de explicarte. Y espero, por tu bien, que sea una buena explicación.

      —No deseo matarla.

      —¿A pesar de saber lo que sabes acerca de ella?

      —O quizá precisamente por eso.

      Christian alzó la cabeza y sostuvo la mirada de Ashran, sereno y seguro de sí mismo, cuando añadió:

      —No deseo que muera. Y la protegeré con mi vida, si es necesario.

      Ashran entrecerró los ojos.

      —¿Sabes lo que estás diciendo, muchacho? Me has traicionado...

      —No me he unido a la Resistencia –explicó Christian con suavidad–. Sigo sirviéndote, mi señor. Esperaba poder suplicarte que perdonaras a Victoria, que me permitieras conservarla a mi lado... pero quería ofrecerte a cambio algo tan valioso como la vida de ella, o incluso más.

      Ashran comprendió.

      —¿Puedes ofrecerme ese... algo... ahora mismo, Kirtash?

      —Sé dónde se encuentra –respondió el muchacho–. Sé que tarde o temprano podré poner su cuerpo sin vida a tus pies, mi señor.

      —Te refieres al guerrero de la espada de fuego, ¿verdad? ¿Es él el que buscamos?

      —Sí, mi señor. La próxima vez lo mataré y, cuando lo haga... la muerte de Victoria ya no será necesaria.

      —Victoria –repitió Ashran; dio la espalda a Christian para asomarse al ventanal–. Ahora entiendo muchas cosas, muchacho. Muchas cosas.

      »Entiendo tus motivos, y sé que no me mientes. Solo por eso te perdonaré la vida esta vez. Pero te has convertido en un ser débil, sacudido por tus emociones humanas; ahora no eres más que un títere de esa criatura, que te maneja a su antojo. ¿Serías capaz de dar tu vida por ella? Sí, Kirtash, no me cabe duda. Pero así... no me sirves.

      Christian entornó los ojos, tratando de adivinar cuál era el castigo que el Nigromante tenía reservado para él. Fuera cual fuese, estaba preparado para afrontarlo. Aunque le costara la vida. Pero algo en el tono de voz de Ashran sugería que podía ser peor que eso. Mucho peor.

      Sintió de pronto su presencia tras él, pero no se movió.

      —Kirtash –susurró Ashran, mientras deslizaba sus largos dedos por la nuca del muchacho–. Hijo mío, te he hecho como eres. Te he convertido en el hombre más poderoso de Idhún, después de mí. Eres el heredero del mundo que hemos conquistado para ti. He hecho todo eso por ti y, sin embargo, tú me ocultas una información de vital importancia, un secreto que puede dar al traste con todo aquello por lo que he trabajado durante media vida. ¿Por qué? ¿Por un... sentimiento?

      Los dedos de Ashran se cerraron sobre el cabello de Kirtash. El Nigromante tiró del pelo del joven para hacerle levantar la cabeza y mirarlo a los ojos.

      —Eres patéticamente humano, hijo. Lo leo en tu mirada. Esto es lo que esa criatura ha hecho contigo... ¿y aún osas suplicarme por su vida?

      La voz de Ashran era peligrosa y amenazadora, y sus ojos relampagueaban con una furia tan terrible como la ira de un dios. Pero Christian no apartó la mirada, ni tampoco le tembló la voz cuando dijo:

      —La amo, padre.

      El rostro de Ashran se contrajo en una mueca de cólera. Arrojó a su hijo sobre las frías baldosas de piedra. Christian no se quejó, pero tampoco se movió.

      —No mereces llamarme «padre» –siseó Ashran.

      Se inclinó junto a él, lo agarró por el cuello del jersey y tiró de él hasta incorporarlo y hacerle quedar, de nuevo, de rodillas sobre el suelo.

      —Pero no todo está perdido todavía –le susurró al oído–. Aún puedes volver a ser mi guerrero más poderoso, el más leal a mi causa... lo que has sido siempre, Kirtash.

      El joven sintió que el poder de Ashran lo asfixiaba lentamente; a pesar de todo, consiguió decir, a duras penas:

      —No voy a hacer nada que pueda perjudicar a Victoria.

      Ashran esbozó una sonrisa siniestra.

      —Claro que vas a hacerlo. Ya lo verás.

      Sus

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