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sacudir la cabeza. “No. Si hubiera algún problema de ese tipo, Ned nunca me lo contó y yo no me enteré. Pero repito… les puedo decir con la mayor certeza que no tenía enemigos según mi conocimiento.”

      “Quizá sepa si—” comenzó a decir Ellington.

      Sin embargo, Levins levantó la mano, como si quisiera rechazar el comentario. “Lo siento mucho,” dijo. “La verdad es que me siento bastante triste por la pérdida de mi buen amigo, y tengo a muchos miembros de la iglesia llorando dentro de mi casa. Estaré encantado de responder a las preguntas que tengan en los próximos días, pero, en este momento, necesito volver con Dios y con mi congregación.”

      “Desde luego,” dijo Mackenzie. “Le entiendo, y lamento mucho su pérdida.”

      Levins consiguió esbozar una sonrisa cuando se puso de nuevo en pie. Había lágrimas recientes corriendo por sus mejillas. “Lo dije en serio,” susurró, haciendo lo que podía por no derrumbarse delante de ellos. “Denme un día más o menos. Si hay algo más que tienen que preguntar, díganmelo. Me gustaría colaborar para llevar a quienquiera que haya hecho esto ante la justicia.”

      Dicho esto, regresó de nuevo al interior de la casa. Mackenzie y Ellington regresaron a su coche mientras el sol tomaba su posición natural en el cielo. Era difícil de creer que solo fueran las 8:11 de la mañana.

      “¿Y ahora qué?” preguntó Mackenzie. “¿Alguna idea?”

      “Bueno, llevo levantado casi cuatro horas y todavía no he tomado café. Ese parece un buen lugar por el que empezar.”

      ***

      Veinte minutos después, Mackenzie y Ellington estaban sentados frente a frente en una pequeña cafetería. Mientras tomaban su café, repasaron los documentos sobre el padre Costas que habían conseguido en el despacho de McGrath y los archivos digitales sobre el reverendo Tuttle que habían enviado por email al teléfono de Mackenzie.

      Además de examinar las fotografías, no había mucho que estudiar. Incluso en el caso del padre Costas, en el que había papeleo de acompañamiento, no había gran cosa que decir. Habían acabado con su vida con la herida de cuchillo en su pulmón o con una incisión profunda en su nuca que había profundizado lo suficiente como para revelar destellos blanquecinos de su médula espinal.

      “Así que, según este informe,” dijo Mackenzie, “las heridas infligidas en el cuerpo del padre Costas probablemente fueron las que le mataron. Seguramente estaba ya muerto cuando le crucificaron.”

      “¿Y eso significa algo?” preguntó Ellington.

      “Creo que hay muchas posibilidades. Está claro que hay algún tipo de ángulo religioso en todo esto. El mero concepto de la crucifixión apoya esa idea. No obstante, hay una gran diferencia entre utilizar el acto de la crucifixión como mensaje y utilizar la imagen de la crucifixión.”

      “Creo que te entiendo,” dijo Ellington, “pero puedes continuar con la explicación.”

      “Para los cristianos, la imagen de la crucifixión sería simplemente un tipo de descripción. Si ese fuera el caso, los cadáveres hubieran estado prácticamente libres de heridas. Piensa en ello… la cristiandad al completo sería bastante diferente si Cristo hubiera estado ya muerto cuando le clavaron en la cruz.”

      “Entonces, ¿piensas que el asesino solo está crucificando a estos hombres para hacer una exhibición?”

      “Demasiado pronto para decirlo,” dijo Mackenzie. Se detuvo el tiempo suficiente como para darle un trago delicioso a su café. “Sin embargo, me inclino por pensar que no. Ambos hombres eran clérigos… líderes de una iglesia en una forma u otra. Exhibirles maniatados como a la figura cristiana que está en el centro de sus iglesias es un signo demasiado claro. Hay algún tipo de motivo detrás de todo ello.”

      “Te acabas de referir a Jesucristo como a una figura cristiana. Pensé que creías en Dios.”

      “Así es,” dijo Mackenzie. “Pero no con la fuerza y la convicción que tenía alguien como Ned Tuttle. Y cuando hablamos de historias bíblicas—la serpiente que habla, el arca, el golpe a golpe de la crucifixión—creo que hay que echar la fe a un lado y apoyarme en algo que se parece más a la fe ciega. Y no me siento cómoda con eso.”

      “Guau,” dijo Ellington con una sonrisa. “Eso es profundo. Yo… prefiero simplemente decir que no lo sé por toda respuesta. Por tanto, respecto al motivo que has mencionado, ¿cómo lo descubrimos?” preguntó Ellington.

      “Buena pregunta. Planeo empezar con la familia del padre Costas. No hay gran cosa en los informes que pueda servirnos de algo. Además, creo—”

      Le interrumpió el sonido del teléfono de Ellington. Él lo respondió con rapidez y frunció el ceño al mirar la pantalla. “Es McGrath,” dijo antes de responder.

      Mackenzie escuchó la parte de Ellington en la conversación, incapaz de comprender de qué estaba hablando. Después de menos de un minuto, Ellington concluyó la llamada y se metió el teléfono de nuevo al bolsillo.

      “En fin,” dijo. “Parece que irás a visitar a la familia de Costas por tu cuenta. McGrath necesita que regrese a la oficina. Alguna tarea relativa a un caso sobre el que ha sido de lo más discreto.”

      “Lo que seguramente quiere decir que es trabajo aburrido,” dijo Mackenzie. “Qué suertudo.”

      “Aun así, resulta extraño que me saque de aquí tan deprisa cuando todavía no tenemos pistas. Debe de significar que tiene una confianza inmensa en ti de repente.”

      “¿Y tú no?”

      “Ya sabes lo que quiero decir,” dijo Ellington, sonriendo.

      Mackenzie le dio otro trago a su café, un tanto decepcionada al descubrir que ya estaba vacía. Tiró la taza a la basura y reunió los archivos y su teléfono, lista para dirigirse a su primera parada. Pero primero, se dirigió al mostrador para pedir otro café.

      Parecía que iba a ser un día muy largo. Y sin Ellington para mantenerla despierta, sin duda alguna iba a necesitar café.

      Claro que, por otra parte, los días largos solían acabar con pistas—y productividad. Y si Mackenzie se salía con la suya, encontraría al asesino antes de que tuviera el tiempo suficiente para planear otro asesinato.

      CAPÍTULO CUATRO

      Después de dejar a Ellington en el aparcamiento subterráneo de las oficinas del FBI (y de un beso rápido pero apasionado antes de que se marchara), Mackenzie se puso en camino hacia la Iglesia Católica del Sagrado Corazón. No esperaba encontrar gran cosa, así que no se sintió decepcionada cuando se encontró precisamente con eso.

      Habían sustituido el portón de entrada, pero tenía el aspecto de una réplica exacta del que ya había visto en las fotos de la escena del crimen. Ascendió por las escaleras, que eran mucho más lujosas y ornamentadas que las que había en Cornerstone, hasta el nuevo portal. Entonces se dio la vuelta y observó la calle. No pudo evitar preguntarse si había algún tipo de simbolismo en el hecho de que hubieran clavado a los hombres en el portal principal.

      Quizá se supone que están mirando hacia algo en particular, pensó Mackenzie. No obstante, lo único que veía eran coches aparcados, unos cuantos peatones, y señales de tráfico.

      Miró a sus pies y a lo largo de los bordes del marco del portón. Había pequeñas formas amasadas que podían ser cualquier cosa. No obstante, ya había visto este color con anterioridad—el color de la sangre una vez se secaba en el hormigón pálido.

      Volvió a mirar hacia las escaleras e intentó imaginarse a un hombre subiendo un cadáver por ellas. Sin duda alguna, sería todo un esfuerzo. Por supuesto, no sabía si Costas ya estaba muerto cuando le habían clavado en el portón, aunque parecía ser la probabilidad que estaban manejando.

      Mientras estaba de pie junto

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