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Ya no estaba en el balcón.

      Pues yo no me voy sin verla, me dije, y pian pianito, comencé a pasear la calle sin perder de vista la casa, con la misma frescura que un cadete de Estado Mayor. Después de todo, aquí nadie me conoce—me iba repitiendo a cada instante, a fin de comunicarme alientos para seguir paseando—. Además, yo no tengo nada que hacer ahora; y lo mismo da vagar por un lado que por otro.

      Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez por delante del balcón apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento de sorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reir y se ocultó de nuevo.

      ¡Pero, qué necios somos los hombres y qué inocentes cuando se trata de estos asuntos! ¿Querrá usted creer que entonces no sospeché siquiera que la niña había estado presenciando, sin perder uno solo, todos mis movimientos?

      Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fuí a casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese casualidad o premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por el mismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de bruces sobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas así que pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase por delante de la casa. Como usted puede suponer, esto, lejos de hacerme desistir, me animó a quedarme petrificado en la esquina de la primer bocacalle, en contemplación extática. No pasaron cuatro minutos sin que viese asomar una naricita nacarada, que se retiró al momento velozmente, volvió a asomarse a los dos minutos y volvió a retirarse, asomóse al minuto otra vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de tales maniobras, se asomó por entero y me miró fijamente por un buen rato, cual si tratase de demostrar que no me tenía miedo alguno. Entonces se generalizó por entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado, por lo que a mí respecta, de una multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles mortíferos, que debieron causar notables estragos en el enemigo. Este a la media hora oyó sin duda en la sala el toque de “alto el fuego”, y se retiró cerrando el balcón. No necesitaré decirle que por más que me sintiese avergonzado de aquella aventura, seguí dando vueltas a la misma hora por la calle, y que el tiroteo era cada vez más intenso y animado. A los tres o cuatro días me decidí a arrancar una hoja de la cartera y a escribir estas palabras: Me gusta usted muchísimo. Envolví una moneda de dos cuartos en la hoja, y aprovechando la ocasión de no pasar nadie, después de hacerle seña de que se retirase, la arrojé al balcón. Al día siguiente, cuando pasé por allí, vi caer una bolita de papel que me apresuré a recoger y desdoblar. Decía así, en una letra inglesa, crecida, hecha con mucho cuidado y el papel rayado para no torcer: Tan bien ustez me gusta a mí no crea que juego con muñecas era de mi ermanita.

      Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no dejó de causarme sensación dulce y amable, que muy pronto hizo sitio a otra melancólica, al recordar que me estaban prohibidas para siempre tales aventuras. Aquel día mi chiquita no salió al balcón, sin duda avergonzada de su condescendencia; pero al siguiente la hallé dispuesta y aparejada al combate de miradas, señas y sonrisas, que ya no escasearon por ambas partes. Una hora o más duraba todas las tardes este juego, hasta que se oía llamar y se retiraba apresuradamente. Le pregunté por señas si salía de paseo, y me contestó que sí: y en efecto, un día aguardé en la calle hasta las cuatro y la vi salir en compañía de una señora, que debía de ser su mamá, y de dos hermanitos. Seguíles al Retiro, aunque a respetable distancia, porque me hubiera causado mucha vergüenza el que la mamá se enterase. La chiquilla, con menos prudencia, volvía a cada instante la cabeza y me dirigía sonrisas, que me tenían en continuo sobresalto. Al fin volvimos a casa en paz. A todo esto, yo no sabía cómo se llamaba, y a fin de averiguarlo escribí la pregunta en otra hoja de la cartera: ¿Cómo se llama usted? La chica contestó en la misma letra inglesa y crecida, con el papel rayado: Me llamo Teresa no crea ustez por Dios que juego con muñecas.

      Diez o doce días se transcurrieron de esta suerte. Teresa me parecía cada día más linda, y lo era en efecto, porque según he averiguado en el curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que hermosee tanto a la mujer como el amor. Le pregunté repetidas veces si podía hablar con ella, y siempre me contestó que era de todo punto imposible: si la mamá llegaba a saber algo ¡adiós balcón! Empecé a sospechar que me iba enamorando y esto me traía inquieto. No podía pensar en aquella niña sin sentir profunda melancolía, como si personificase mi juventud, mis ensueños de oro, todas mis ilusiones, que para siempre estaban separados de mí por barrera infranqueable. Al mismo tiempo me acosaban los remordimientos. ¡Cuál sería el dolor de mi pobre mujer si llegase a averiguar que su marido andaba por la corte enamorando chiquillas! Un día recibí carta suya, participándome que tenía a mi hijo menor un poco indispuesto, y rogándome que procurase arreglar los negocios y volviese pronto a casa. La noticia me produjo el disgusto que usted puede suponer; porque siempre he delirado por mis hijos. Y como si aquello fuese castigo providencial o por lo menos advertencia saludable, después de grave y prolongada meditación, en que me eché en cara, sin piedad, mi conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y resolví obedecer a mi esposa inmediatamente. Para llevar a cabo este propósito, lo primero que se me ocurrió fué no acordarme más de Teresa, ni pasar siquiera por su calle, aunque fuese camino obligado: después, abreviar cuanto pudiese los asuntos. Según mis cálculos quedaría libre a los cinco o seis días.

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