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él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le llamara una sirena. “¿Qué quiere usted, tío?” y venía hacia él ejecutando algún paso complicado de baile.

      Además de este sobrino, el monstruo era poseedor de un perro que debía vivir en la misma infelicidad, aunque tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto, vigoroso, que respondía por el nombre de Muley, en recuerdo sin duda de algún moro infeliz sacrificado por su amo. El Muley, como Gasparito, vivía en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso, juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.

      Con estas partes no es milagro que todos los chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos daban para merendar. El nos ofrecía muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres, diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con nosotros algunas veces (en provincias y en aquel tiempo entre los niños no existían clases sociales) un pobrecito hospiciano, llamado Andrés, que nada podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de Muley estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier diputado de la mayoría!

      ¿Adivinaba el Muley que aquel niño desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que nosotros? Lo ignoro; pero así parecía.

      Por su parte, Andresito había llegado a concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de improviso el Muley, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se entretenía con él largo rato, como si tuviese que comunicarle algún secreto. La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.

      Pero estas entrevistas rápidas y llenas de zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado, ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.

      Por eso, una tarde, con osadía increíble, se llevó a presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de dicha. El Muley parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún no se había ido del paseo ni advirtió la desertación de su perro.

      Repitiéronse una tarde y otras tales escapatorias. La amistad de Andresito y Muley se iba consolidando. Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el Muley. Si la ocasión se presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.

      Pero aún no estaba contento el hospiciano. En su mente germinó la idea de llevarse el Muley a dormir con él a la Inclusa. Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores al lado del cuarto de éste en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo al perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado! No había sentido en su vida otras caricias que las del Muley. Los maestros primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde anterior. Se despojó de la camisa:

      –Mira, Muley—dijo en voz baja mostrándole el cardenal.

      El perro, más compasivo que el hombre, lamió su carne amoratada.

      Luego que abrieron las puertas, lo soltó. El Muley corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche y la siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito era feliz al borde de una sima.

      Una tarde, hallándose todos en apretado grupo jugando a los botones, oímos detrás dos formidables estampidos.

      –¡Alto! ¡Alto!

      Todas las cabezas se volvieron como movidas por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel Toledano.

      –¿Quién de vosotros es el pilluelo que secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?

      Silencio sepulcral en la asamblea. El terror nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.

      Otra vez sonó la trompeta del juicio final.

      –¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el bandido? ¿Quién es el miserable?…

      El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno en pos de otro. El Muley, que le acompañaba, nos miraba también con los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de inquietud.

      Entonces Andresito, más pálido que la cera, adelantó un paso, y dijo:

      –No culpe a nadie, señor. Yo he sido.

      –¿Cómo?

      –Que he sido yo—repitió el chico en voz más alta.

      –¡Hola! ¡Has sido tú!—dijo el coronel sonriendo ferozmente—. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?

      Andresito permaneció mudo.

      –¿No sabes de quién es?—volvió a preguntar a grandes gritos.

      –Sí, señor.

      –¿Cómo?… Habla más alto.

      Y se ponía la mano en la oreja para reforzar su pabellón.

      –Que sí señor.

      –¿De quién es, vamos a ver?

      –Del señor Polifemo.

      Cerré los ojos. Creo que mis compañeros debieron hacer otro tanto. Cuando los abrí, pensé que Andresillo estaría ya borrado del libro de los vivos. No fué así, por fortuna. El coronel le miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.

      –¿Y por qué te lo llevas?

      –Porque es mi amigo y me quiere—dijo el niño con voz firme.

      El coronel volvió a mirarle fijamente.

      –Está bien—dijo al cabo—. ¡Pues cuidado con que otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las orejas.

      Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero antes de dar un paso, se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio duro, y dijo volviéndose:

      –Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado con que vuelvas a secuestrar el perro! ¡Cuidado!

      Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos ocurriósele volver la cabeza. Andresito había dejado caer la moneda al suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió rápidamente.

      –¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo mío.

      –Porque le quiero mucho… porque es el único que me quiere en el mundo—gimió Andrés.

      –¿Pues de quién eres hijo?—preguntó el coronel sorprendido.

      –Soy de la Inclusa.

      –¿Cómo?—gritó Polifemo.

      –Soy hospiciano.

      Entonces vimos al coronel demudarse. Abalanzóse al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas con su pañuelo, le abrazó, le besó, repitiendo con agitación:

      –¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de lo que te he dicho… Llévate el perro cuando se te antoje… Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes?… Todo el tiempo que quieras…

      Y después que le hubo serenado con estas y otras razones, proferidas con un registro de

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