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una silla de debajo de la mesa, la giró noventa grados, después, emitiendo una serie de gemidos intermitentes, se deprimió. «Era lo que nos faltaba»

      Apoyó un codo sobre el plano pulido de la mesa y dejó que la vista se perdiese más allá de la ventana que había enfrente. Notó que los vidrios estaban realmente sucios y que el de la derecha tenía una grieta que lo atravesaba a lo largo.

      De repente, alzó los ojos hacia su ordenador, después de esbozar una sonrisa sardónica, dijo. «Se me acaba de ocurrir una idea»

      Â«Lo sabía. Conozco esa mirada»

      Â«Ve a por el botiquín y déjame darle una ojeada al chichón que tienes en la cabeza»

      Â«En realidad me preocupa más mi pobre muñeca. No me gustaría que estuviese rota.»

      Â«No te preocupes. Te la arreglo yo. De pequeño quería ser veterinario»

      Poco después de una hora, de cantidades ingentes de analgésicos y de distintas pomadas distribuidas por todas partes, los dos compinches se habían casi recuperado.

      El flaco, después de mirarse en el espejo que estaba colgado de la pared que había al lado de la puerta de entrada, dijo con aire complacido. «Ya estamos listos» y se metió en el dormitorio. Salió de él al poco rato con dos uniformes militares americanos perfectamente planchados.

      Â«Â¿Dónde los has conseguido?» preguntó asombrado el gordito.

      Â«Forman parte del equipo de emergencia que he traído. Nunca se sabe»

      Â«Estás mal de la cabeza» comentó el tipo gordo mientras movía la cabeza. «¿Qué deberíamos hacer?»

      Â«Este es el plan» dijo satisfecho el flaco mientras lanzaba hacia su compañero el uniforme de talla XXL. «Tú serás el general Richard Wright, responsable de una secretísima agencia gubernativa de la que nadie conoce su existencia.»

      Â«Obvio, si es tan secreta. ¿Y tú?»

      Â«Yo seré tu brazo derecho. Coronel Oliver Morris, para servirle, señor»

      Â«Por lo tanto soy tu superior. Me gusta»

      Â«No te acostumbres, ¿vale?» dijo el flaco mientras mostraba su dedo índice levantado. «Estos son nuestros documentos con las respectivas tarjetas identificativas.»

      Â«Â¡Cáspita! Parecen auténticas»

      Â«La cosa no acaba aquí, viejo amigo» y le mostró un folio con membrete firmado por el coronel Jack Hudson. «Esta es la petición oficial para la entrega del prisionero que deberá ser transferido a un lugar seguro»

      Â«Â¿Dónde demonios la has conseguido?»

      Â«La he impreso antes, mientras estaba en la ducha. ¿Qué habías creído, que sólo tú sabes manejar el ordenador?»

      Â«Me has dejado estupefacto. Es incluso mejor que el original»

      Â«Nos introduciremos en la base militar y haremos que nos entreguen el general. Si ponen objeciones podremos decirles que llamen directamente al coronel Hudson. No creo que en el espacio exterior funcione el teléfono móvil» y los dos dejaron escapar una sonora risotada.

      Aproximadamente una hora después, mientras el sol se había ya escondido tras otra duna, un jeep militar, con un coronel y un general en su interior vestidos a la perfección, se paró en la barrera de la entrada de la base aérea de Imam Ali o Camp Adder como la habían rebautizado los americanos durante la guerra de Irak. De la garita blindada salieron dos militares armados hasta los dientes y se dirigieron corriendo hacia el vehículo. Otros dos, que estaban un poco más lejos, no perdían de vista a los pasajeros.

      Â«Buenas tardes, coronel» dijo el soldado que estaba más cerca, después de hacer el saludo militar. «¿Podría ver sus documentos, y también los del general, por favor?»

      El coronel alto y delgado que estaba sentado en el puesto del conductor no dijo una palabra. Sacó del bolsillo interior de la chaqueta un sobre amarillo y se lo dio. El militar se entretuvo un rato en la lectura y apuntó un par de veces con la linterna eléctrica hacia el rostro de ambos. El general notó perfectamente la gota de sudor que, desde el chichón que tenía en la frente, comenzó a descender lentamente sobre la nariz para después caer sobre el tercer botón de la chaqueta, tiesa hasta más no poder debido al potente empuje de la enorme panza que había debajo.

      Â«Coronel Morris y general White» dijo el militar, apuntando de nuevo con la linterna al rostro del coronel.

      Â«Â¡Wright, general Wright!» respondió en un tono realmente irritado el flaco coronel. «¿Qué ocurre sargento, no sabe leer?»

      El sargento, que había pronunciado a propósito de forma equivocada el nombre del general, sonrió y dijo «Haré que les acompañen. Sigan a aquellos dos hombres» y con una señal ordenó a los dos soldados de conducirles hasta la prisión.

      El coronel movió lentamente el jeep. No había recorrido ni diez metros cuando sintió gritar a sus espaldas. «Señor, ¡pare!»

      A los dos ocupantes del jeep se les heló la sangre en las venas. Quedaron inmóviles durante un instante que pareció infinito, hasta que la voz continuó hablando «Han olvidado recoger sus documentos.»

      El corpulento general soltó un suspiro de alivio tan grande que todos los botones de su uniforme estuvieron a punto de salirse.

      Â«Gracias sargento» dijo el delgado alargando la mano hacia el soldado. «Creo que estoy envejeciendo más rápido de lo que pensaba»

      Se pusieron de nuevo en marcha y siguieron a los dos soldados que, marchando a paso ligero, los condujeron rápidamente a la entrada de una construcción baja y de aspecto descuidado. El soldado más joven llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta. Poco después, un hombretón negro, completamente calvo, con los galones de sargento y una cara de hombre duro, apareció en la entrada y se puso firme. Hizo el saludo militar y dijo «General, coronel. Por favor, entren»

      Los dos oficiales respondieron al saludo e, intentando ignorar los dolores que estaban reapareciendo, se metieron dentro de la habitación

      Â«Sargento» dijo resueltamente el flaco. «Tenemos aquí una orden escrita por el coronel Hudson que nos autoriza a llevarnos al general Campbell» y le entregó el sobre amarillo.

      El gordo sargento lo abrió y se paró un instante a leer el contenido. Después, fijando sus oscuros y penetrantes ojos en los del coronel, sentenció «Tengo que verificarlo»

      Â«Por favor, hágalo» replicó tranquilamente el oficial.

      El hombretón negro sacó de un cajón del escritorio un folio y lo confrontó con cuidado con aquel que tenía en la mano. Miró de nuevo al coronel y, sin dejar traspasar ninguna emoción, añadió «La firma coincide. ¿Alguna objeción si lo llamo?»

      Â«Es su deber hacerlo. Pero hágalo deprisa, por favor. Hemos perdido ya mucho tiempo» replicó el flaco coronel fingiendo que estaba a punto de perder la paciencia.

      Sin mostrar ningún temor el sargento metió lentamente una mano en el bolsillo del uniforme y extrajo de él su teléfono móvil. Tecleó un número y quedó esperando.

      Los dos oficiales retuvieron la respiración hasta que el militar, después de pulsar la tecla del aparato, comentó lacónicamente «Está fuera de cobertura»

      Â«Bien,

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