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a quitarles el pan de la mesa. Muy bonitos los versos, pero «aquello no era teatro». Resultaba demasiado poeta para la escena.

      En ese tiempo encontró a María Teresa. Fue en casa de una de las parientas de su madre; en el té de una condesa que figuraba entre las veneradas «tías» del marido de Lola. Iba a estas reuniones Fernando cuando de cinco a siete de la tarde no encontraba mejor distracción a su aburrimiento. Sabía de antemano lo que le preguntarían sus ilustres parientas, viejas pretenciosas de pelo teñido y dentadura semejante a un juego de dominó. «Pero grandísimo perdido, ¿cuándo te casas?…» Y si él se resignaba a asistir a estas reuniones, era justamente para no casarse, para aprovechar el tedio de alguna señora que se trasladaba humillada de un salón a otro sin encontrar compañía, iniciando con ella pláticas sentimentales que terminaban a veces en algo más positivo.

      En la pieza donde estaba instalado el buffet encontró a María Teresa. Acababa de llegar de París, donde vivía largas temporadas. Una rápida aparición en Madrid, y luego a huir otra vez. La molestaban y la hacían reír a un tiempo la curiosidad malsana y la altivez miedosa de sus amigas. Fingían sorpresa al verla, la abrazaban, admiraban su traje, hacían elogios de su hermosura, le pedían datos sobre las últimas modas, y escapaban, procurando no tropezarse con ella otra vez.

      Ojeda la conocía vagamente. Su marido había sido de «la carrera», un antiguo plenipotenciario que actualmente vegetaba retirado en una ciudad de provincia. Años antes la había visto en una comida en la Embajada de España en París, cuando ella estaba recién casada e iba con su marido a ocupar la Legación española en una corte de la Europa septentrional. Fernando la había deseado con su ávida admiración juvenil. ¡Qué mujer!… Pero ella, orgullosa de su belleza y de su nuevo rango, apenas se fijó en el modesto secretario de una Legación americana, de paso en París. Sólo tenía sonrisas para los personajes importantes que la rodeaban, y un gesto de agradecimiento para aquel viudo rico y viejo que, contrariando a sus hijos, la había hecho su esposa. Procedente de una familia de militares pobres y gloriosos, veíase convertida de pronto, por el entusiasmo casi senil de su marido, en una gran señora diplomática, rodeada de todas las comodidades de la riqueza, sin tener ya que sufrir el tormento de una mediocridad con la que habían pugnado desde la niñez sus gustos de mujer elegante.

      Luego, Fernando no la vio más. ¡Pero había oído tantas cosas de ella!… Los hijos del marido se encargaban de propalarlas, y todas las amigas de María Teresa las repetían con la secreta fruición de demoler a una compañera que inspira envidia. ¡Quién podría conocer la verdad! Lo cierto fue que el viejo marido, dimitiendo de pronto su plenipotencia, se vino a vivir a España, unas veces en Madrid, evitando el contacto con sus hijos, a los que guardaba cierto rencor, otras en provincias, dedicándose, según decían, a grandes empresas agrícolas. Ella permaneció en París, y de tarde en tarde escapaba a la Península para ver a su marido, restableciéndose entre los dos por breves días cierto simulacro de reconciliación; pero en realidad—según las amigas—, estos viajes eran únicamente para procurarse dinero.

      Los ojos de María Teresa parecieron atraerle, y los dos se saludaron como antiguos conocidos. Ella le felicitó sonriente y maternal por sus versos, que indudablemente no había leído, y por su drama, que no conocería nunca. Casi era un grande hombre. ¡Cómo podía imaginárselo así cuando le había visto por primera vez en París!…

      –Además, me han dicho que es usted un grandísimo «golfo».

      Ojeda se inclinó sonriente, con exagerada cortesía.

      –Y usted también, según dicen, parece un poco «golfa».

      Dudó ella un momento con el ceño fruncido, no sabiendo si enfadarse por estas palabras, y al fin acabó por lanzar el gorjeo de su risa.

      –Venga usted y nos sentaremos en aquel rincón. Con usted es imposible enfadarse. ¡Qué tipo tan interesante! Vamos a burlarnos un poco de toda esta gente… Nosotros hemos visto otras cosas.

      Pasaron la tarde hablando de los países que llevaban visitados, de las gentes de «la carrera» que habían conocido, interrumpiendo estos recuerdos para reír a dúo de los que pasaban por el comedor y comunicarse sus maledicencias. Al hablar se miraban de frente con una fijeza curiosa, como extrañados de no haberse conocido antes, adivinando cada uno con rápida clarividencia lo que pensaba el otro; pensamientos que se desarrollaban fuera del curso de sus palabras. Al día siguiente sintieron la necesidad de verse… y al otro… y al otro. Ella se preocupaba de la vida de su vida; le acosaba con preguntas para conocerla con todos sus detalles; la hacían reír mucho sus relatos de aventuras en los bajos fondos de Madrid.

      –Quisiera ver eso; conocer sus bohemios, sus cantaoras. Lléveme con usted, Fernandito; sea usted bueno. Yo conozco algo de París, pero lo de aquí es indudablemente más interesante, más típico… Debe oler a puchero.

      Estos deseos caprichosos desaparecieron de golpe después de la caída… si es que hubo caída. Fueron el uno del otro casi sin saber cómo, por impulso natural y fácil, sin enterarse ciertamente de cuál de los dos apuntó el primer intento y cuándo se inició la realización. Ella no se tomó el trabajo de fingir la más leve resistencia, de coquetear con negativas sonrientes acompañadas de ojos aprobadores.

      –Desde que te vi, adiviné que esto iba a ser… y ha sido. Tú pensarás lo que quieras; tal vez me crees más fácil de lo que soy. Pero contigo, ¡para qué fingimientos!…

      Como Teri se marchaba a París, él se fue también, y empezó lo que llamaba Fernando la mejor época de su existencia: una vida de concentración egoísta, una vida a dos, de ceguera y olvido para todo lo que estaba más allá de ellos, cortada por frecuentes viajes emprendidos al azar de una lectura o de un recuerdo histórico. «¡Qué hermoso besarnos entre las columnas del Partenón!» Y emprendían un viaje a Grecia. «¡Qué delicia ver el desierto, los dos juntitos, desde lo alto de las Pirámides!» Y salían para Egipto. Y así fueron a contemplar, tomados del talle y con las cabezas juntas, el sol de media noche en Noruega, el Kremlin cubierto de nieve, las palmeras del oasis de Biskra y las azules corrientes del Bósforo, sin contar otras excursiones más vulgares en busca del canal veneciano la colina toscana o el lago suizo como fondo decorativo de un amor que ansiaba abarcar todo el viejo mundo en su insolente felicidad. Pronto notó Ojeda una transformación en el carácter de Teri. Perdía por momentos su alegre inconsciencia de pájaro loco. Era más grave en sus palabras; mostraba una mesura conservadora en sus juicios sobre el amor. Ella, que al principio le incitaba a narrar las aventuras de su pasado, riendo gozosa cuanto más incontables eran, palidecía ahora con un gesto de protesta.

      –No quiero oírte—decía tapándose los oídos—. ¡Calla, por Dios! Me repugnas cuando recuerdo esas cosas… Acabaré por no quererte.

      En sus viajes la acometían repentinos celos cada vez que Fernando miraba a una viajera de buena presencia. Luego fue él quien se sorprendió, preguntando con sorda irritación para desentrañar los misterios del pasado. ¿Qué existencia había sido la de Teri antes de que ellos se conociesen? ¿Por qué murmuraban tanto de su vida en aquella corte septentrional? ¿Por qué se había separado de su marido?… Debía hablar sin miedo; él lo aceptaba todo por adelantado: no había sido en su tiempo.

      Pero Teri movía la cabeza negativamente, con una tenacidad reflexiva en el gesto y unos ojos de misterio, como mujer que sabe que en amor las confesiones francas no se olvidan ni se perdonan.

      –Todo mentiras… calumnias. Nada tengo que contarte. Olvida eso; no te atormentes… No hubo nada; y aunque algo hubiese… ¡yo no te conocía entonces, no te conocía!

      Y con esta exclamación cerraba y justificaba todo su pasado.

      Ella miraba a Fernando como algo propio que le pertenecía para siempre. Más de una vez había protestado en los hoteles de la facilidad con que daban alojamiento a ciertas aventureras, con grave peligro de la paz matrimonial. A fuerza de titularse «Madame Ojeda» había olvidado su verdadera situación, y se indignaba, con todo el fervor que inspira el derecho de propiedad, sólo al pensar que alguna mujer pudiera arrebatarle «su marido».

      Cuando fatigados de tantos viajes recalaban en Madrid y vivían separados por algún tiempo, él en casa de su hermana, ella con una

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