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soporto el ruido! ¡Lleva cuidado! —gritó, presa del sufrimiento.

      McKintock estaba empapado en sudor. No encontró otra solución que ponerse a cuatro patas y avanzar así, de rodillas, hacia la voz.

      Tanteando, se dio cuenta de que el objeto que había caído era una pesada estatua de ébano que representaba un guerrero africano armado con una lanza. Esperaba que no se hubiera roto; le disgustaría causar pérdidas a Cynthia.

      —Ya estoy casi. —Avanzó un poco más y llegó a su destino—. Aquí estoy. Querida, ¿qué tal estás? —le preguntó acurrucándose cerca del sillón sobre el que Cynthia estaba tumbada.

      —Mmm, estoy mal —respondió ella, con una voz quejumbrosa—. Me siento mal, tan mal...

      Él buscó su mano y se la cogió con delicadeza.

      —Lo siento. Si lo hubiera sabido... si hubiera imaginado... lo siento —se sentía mal como no se había sentido quizá nunca en toda su vida. Al menos, no por una situación similar—. Pero ¿desde cuándo estás así? Nunca te he visto en este estado.

      —Habla en voz baja, por favor —le suplicó Cynthia con una voz débil.

      —Oh, perdona —susurró McKintock—. Perdóname, querida. Entonces, ¿qué te pasa?

      —Me pasa que me duele la cabeza, ¿no lo ves? —respondió ella, irritada. Se sentía mal, era evidente, y sus reacciones no eran normales.

      McKintock prefirió quedarse en silencio durante un rato para que ella se calmase.

      Estuvo así unos cinco minutos, y después, en voz baja, intentó comunicarse.

      —¿Puedes decirme algo?

      —En cuanto he vuelto del trabajo me ha venido este dolor de cabeza —le respondió con dificultad, susurrando—. No sé ni qué hora es...

      —Son las ocho —la informó McKintock, después de mirar su reloj con cuadrante fosforescente.

      —Entonces hace dos horas que estoy así.

      —¿Has comido?

      —No. Cuando estoy así no puedo comer. Tendría náuseas y vomitaría todo. También me duele mucho el estómago. Tengo migrañas. Ese es mi problema. Como el de muchas mujeres.

      A McKintock se le encogía el corazón. Había llegado allí en el peor momento posible, la había molestado y la había hecho sufrir todavía más con todo el jaleo que había montado, y ahora no tenía ni idea de qué hacer para ayudarla.

      —¿Qué puedo hacer por ti, para que te encuentres mejor? —osó—. ¿Has tomado algo? No sé, una pastilla, un analgésico... algo que te ayude en estos casos.

      Cynthia tragó y después tosió fuertemente, sujetándose el estómago con una mano.

      —Sí, he tomado la única medicina que normalmente me hace algún efecto, pero la he vomitado enseguida, así que es como si no hubiera tomado nada. —Tosió otra vez, como si tuviera náuseas de nuevo—. Y no puedo tomar ninguna otra cosa. ¡No menciones más la posibilidad de que trague algo! —concluyó, lamentándose y algo nerviosa.

      —No, no, está bien —consintió McKintock, consternado. Acurrucado allí, con uno de sus mejores trajes arrugado y por el suelo como un trapo, se dio cuenta de que tenía hambre. Había pensado cenar con ella, pero esto era imposible en vista de la situación. ¿Qué podía hacer? Intentó negociar un compromiso.

      —Escucha, si te cojo del brazo y te llevo despacio a la cama, ¿te ayudaría? Cierro la puerta de tu habitación y así estás a oscuras y sin ruidos que te molesten, estás tranquila y seguramente más cómoda que en el sillón. ¿Qué te parece? —concluyó persuasivo, en voz baja.

      —Mmm, bien —aceptó Cynthia con un susurro—. Pero ¿por qué no quieres estar conmigo? —le preguntó.

      —Eh..., no es que no quiera estar contigo. De hecho, he venido para verte. Lo que pasa es que llego directamente de la universidad y no he comido, y quería ir a la cocina y...

      —¡Aaah! ¡No hables de comer! ¡Te lo había dicho! —y tosió otra vez como si estuviera a punto de vomitar.

      —Perdona, perdona, pero... ¿cómo te lo podía explicar, si no contándote la situación y... —Se calló de golpe, contrito, y esperó a que le pasase el ataque de tos. Un poco después se calmó, y entonces McKintock, sin decir nada más, la cogió por el brazo y, en la oscuridad a la que ahora ya se había adaptado, la llevó a su habitación. La ayudó delicadamente a tumbarse en la cama y la tapó con una manta que cogió del armario. Ella musitó un «mmm...» y se apoyó una mano en la frente. McKintock le acarició la mano y salió, cerrando la puerta sin hacer ruido.

      La luz del pasillo le deslumbró en cuanto la encendió. Sus pupilas se habían dilatado al máximo durante todo ese tiempo en la oscuridad, y ahora una cantidad exagerada de luz había alcanzado sus retinas antes de que las pupilas recibieran la orden de reducirse y pudieran obedecerla. Parpadeó un par de veces y rápidamente volvió a ver con toda normalidad. Lo primero que hizo fue ir a recoger la estatua que se había caído. Comprobó su estado y se quedó aliviado al ver que estaba perfectamente íntegra. La apoyó delicadamente en el estante que la albergaba y finalmente pudo ir a la cocina. Cerró la puerta para aislar todavía más los ruidos eventuales que pudieran llegar a la habitación, y después con movimientos lentos y silenciosos abrió varios cajones y puso la mesa.

      Tenía muchísima hambre.

      Abrió la nevera y buscó una cerveza. Afortunadamente había un par de botellas, una de su marca preferida y otra que gustaba a Cynthia. Cogió su preferida y se sirvió rápidamente un generoso vaso del que bebió abundantemente. Se sintió refrescado al instante. Entonces se quitó la chaqueta y la apoyó en el respaldo de la silla. Volvió a abrir la nevera para buscar algo que comer. No había mucho. Cynthia comía poco para mantenerse en forma, y lo que comía era normalmente comida sana, con poca grasa y más bien vegetariano.

      Al parecer compraba el tipo de comida que le gustaba a él solo cuando habían programado una visita. Con un cierto desconsuelo cogió una bandeja de quesos variados, otra con verduras a la plancha y una botellita con salsa tártara. Cogió una bolsa de colines sin grasa de la despensa y se sentó a comer.

      Se sirvió generosamente. Con el hambre que tenía, la pobreza del surtido pasaba a un segundo plano. Regando todo con la cerveza, en todo caso, al final se sintió satisfecho. En realidad, él tampoco comía en abundancia, pero no renegaba de platos seguramente más calóricos de los que formaban parte de la dieta de Cynthia.

      «Mañana tendré que hacerle la compra», se dijo. No quería que ella se encontrara sin nada que comer la noche siguiente. Sabía que comía fuera a mediodía, pero necesitaría algo para cenar. Al día siguiente, antes de volver a Manchester, pasaría por un supermercado cercano y le compraría quesos, verdura e incluso algún capricho que sabía que le gustaba pero que intentaba evitar por las calorías que contenía.

      Se quedó un momento más en la mesa. Después fue a la ventana y se quedó mirando fuera con los brazos cruzados. Desde allí podía ver Park Road, por la cual aún transcurría algo de tráfico. Al fondo estaba la bahía, negra e invisible, punteada por las luces de algunas naves de línea y los cargos amarrados. Era una ciudad bonita, Liverpool, con su verde, su línea urbanística y su puerto. Situada en el estuario del río Mersey, que desembocaba en el mar de Irlanda, había sido fundada en el siglo XIII. Durante mucho tiempo había sido protagonista del tráfico marítimo a nivel mundial, y ahora el turismo constituía una parte importante de su economía. A McKintock le gustaba pasear por los muelles junto a Cynthia cuando podía pasar tiempo con ella. El perfume del mar le daba energía, y el continuo ir y venir de las embarcaciones le daba la sensación de que aquél era el mecanismo interno que hacía girar el mundo. En un cierto sentido era así, ya que el movimiento de personas y de mercancías era el fundamento del comercio global y del trabajo.

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