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causa de su llanto.

      –El jefe, señora—comenzó a gimotear—, el jefe, que las ha tomado de poco tiempo a esta parte conmigo…. En cuando digo cualquier cosa, suelta la carcajada o dice una porquería…. Y los demás claro, los demás, como me tienen ojeriza porque la señora me quiere, y por adular al jefe, se ríen también…. Porque le he dicho hoy que se lo diría a la señora, me ha llenado de insolencias y me ha echado de la cocina.

      –¡Echado! ¿Y quién es él para echarte?—exclamó con ímpetu el ama.—Vé a llamarle. Es menester que yo caliente las orejas, lo mismo a ese necio que a Juanito. ¡Si nos descuidamos van a mandar en esta casa los criados más que los amos!

      –Señora … yo no me atrevo. ¿Quiere que le envíe recado por Fernando?

      –Haz lo que quieras, pero llámale.

      Se había irritado vivamente al escuchar los sollozos de su doncella. Estefanía era su predilecta, a quien distinguía entre todos los criados y confiaba gran parte de sus secretos. Como todos los déspotas presentes y pasados, estaba dominada sin darse cuenta de ello. El carácter zalamero y adulador de la doncellita había ganado su corazón de tal manera, que con él, sin saberlo ella misma, le había entregado la voluntad. Estefanía era de hecho quien mandaba en la casa, pues que mandaba en la señora. El criado que no entraba en su gracia, podía prepararse a salir en plazo más o menos corto. Y sucedía lo que puede darse como regla segura en tales casos, que la preferida y amada de la señora era profundamente antipática a la servidumbre. No acaece esto solamente por esa pasión vergonzosa que en mayor o menor grado reside en todos los seres humanos, la envidia, sino también porque es condición precisa del hipócrita y adulador con el grande, ser al propio tiempo altanero y malévolo con el pequeño.

      Llamado por Fernando, a quien Estefanía dió el encargo, no tardó en presentarse en la puerta del gabinete el cocinero, con los atavíos del oficio, esto es, con mandil y gorra blanca; todo blanquísimo. Era un mocetón de treinta años, de rostro fresco y no desgraciado, con largas patillas negras. En el ceño que contraía su frente, en la preocupación que se observaba en sus ojos, comprendíase que ya sabía a qué venía llamado. Clementina se había sentado en el confidente. Estefanía se había retirado a un rincón y puso los ojos en el suelo al entrar el jefe.

      –Vamos a ver, Cayetano; acabo de saber que después de tratar con muy poca consideración a esta chica, la ha echado usted de la cocina. Le llamo para decirle que ni yo consiento que ningún criado trate mal a otro, ni usted está facultado para echar a nadie dentro de mi casa.

      –Señora … yo no la he tratadu mal…. Es ella, la que nus trata mal a todus … pincha aquí, pincha allá, sin dejarnus en paz—tartamudeó el cocinero con marcado acento gallego.

      –Bueno, pues si pincha aquí y pincha allí, ningunu de ustedes está facultadu para desvergonzarse con ella…. Se me dice a mí y concluído—, replicó vivamente la señora imitando el acento del jefe.

      –Es que….

      –Es que, nada. Ya sabe usted lo que le he dicho. Hemos concluído—manifestó el ama con gesto imperioso.

      El cocinero, con la cara encendida y todo el cuerpo tembloroso, permaneció unos segundos inmóvil. Después, antes de retirarse, dirigió una larga mirada iracunda a la doncellita, que seguía con los ojos en el suelo con expresión hipócrita donde se traslucía el triunfo del amor propio.

      –¡Chismosa!—le vomitó al rostro más que le dijo.

      La señora se alzó de su asiento, y rebosando de cólera por tal falta de respeto, le dijo:

      –¿Y cómo se atreve usted a insultarla en mi presencia? Márchese usted pronto…. ¡Quítese de mi vista!

      –Señora, lo que le digu es que ella tiene la culpa….

      –Pues si tiene la culpa, mejor…. Váyase usted.

      –Todus nus iremus de la casa, señora, porque a esa mentecata no hay quien la sufra.

      –Usted, por lo pronto, como si ya se hubiese ido. Puede usted buscar otro sitio donde servir, que yo no tolero que ningún criado se me quiera imponer.

      El cocinero quedóse otra vez inmóvil y estupefacto ante aquella brusca despedida; pero reponiéndose en seguida giró sobre los talones, diciendo con dignidad:

      –Está bien, señora; lo buscaré.

      Clementina siguió murmurando después de haberse ido:

      –¡Pero qué atrevido es este gallegazo! ¿Habrá mastuerzo? No creo que a nadie más que a mí le toquen semejantes criados….

      Apaciguándose de pronto por virtud de otra idea que le acudió, dijo:

      –Anda, ven a vestirme, que ya es tarde.

      Entró en su tocador seguida de Estefanía. Contra lo que debía presumirse, ésta tenía el semblante grave y nublado. Comenzó a despojarse rápidamente de su traje de calle para ponerse el de media ceremonia con que comía y recibía a sus íntimos por la noche, más claro siempre, con un pequeño descote y los brazos cubiertos. La doncella, a una indicación suya, sacó un traje color fresa exprimida del gran armario de espejo que ocupaba enteramente uno de los lienzos de la pared. Antes de ponérselo le arregló el pelo y le quitó las botinas bronceadas, sustituyéndolas con el zapato adecuado. No había abierto su boca la pálida doncellita hasta entonces, reflejando en el rostro cada vez más tristeza y preocupación. Al fin, hallándose arrodillada a los pies de su ama, levantó los ojos para decirla tímidamente:

      –Señora, voy a rogarle una cosa … que no despida a Cayetano.

      Clementina la miró con sorpresa:

      –¿Esas tenemos?… Conque después que has sido tú la que….

      –Es que, señora—articuló Estefanía poniéndose todo lo colorada que permitía su tez—, si ahora le despide, me van los demás a tomar ojeriza.

      –¿Y a ti qué te importa?

      La doncella insistió con muchas veras y cada vez con palabras más suplicantes y persuasivas. La señora negó poco tiempo. Como el asunto era de poca monta y observaba no sin sorpresa el interés y aun ansiedad que su predilecta tenía en que el cocinero quedase, no tardó en concederlo, ordenándole que ella arreglase el asunto. Con esto el semblante de la chica se animó al instante, se puso como unas pascuas y comenzó a maniobrar en torno de su ama con extraordinaria presteza.

      Dos golpecitos dados en la puerta las sorprendió a ambas.

      –¿Quién es?—preguntó la señora.

      –¿Te estás vistiendo, Clementina?—se oyó de fuera.

      Era la voz de su marido. La sorpresa de la dama no disminuyó por esto.

      Osorio subía rarísima vez a su cuarto estando ella sola.

      –Sí; me estoy vistiendo. ¿Hay gente abajo?

      –Los de siempre: Lola, Pascuala y Bonifacio…. Es que tengo que hablar contigo. Te espero aquí en el salón.

      –Bien; allá voy.

      Desde entonces hasta que terminó de arreglarse, Clementina guardó silencio obstinado, expresando en el rostro una preocupación sombría que no pasó inadvertida para su doncella. En sus dedos, al dar los últimos toques a los pliegues de la falda, había un ligero temblor, como el de las niñas que por primera vez se visten para ir a un baile.

      Osorio la esperaba, en efecto, en el saloncito de arriba contiguo a su boudoir. Estaba sentado negligentemente en una butaca; pero al ver a su esposa se levantó, dejando caer previamente en la escupidera la punta del cigarro que fumaba. Clementina observó que estaba algo más pálido que de costumbre. Era el mismo hombrecillo de facciones correctas y mal color que cuando se casó; pero en los últimos doce años se había gastado bastante su naturaleza. Muchas arrugas en la cara; el cabello gris y la barba también; los ojos menos vivos.

      Fué a cerrar la puerta que su mujer dejó abierta, y acercándose a ésta le dijo con afectada naturalidad:

      –El

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