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dama le miró algunos segundos fijamente, con expresión escrutadora, maliciosa. Luego, soltando una sonora carcajada, exclamó:

      –¿Lo ves, infeliz, lo ves?… Tú eres un señorito madrileño, un socio del Club de los Salvajes…. Ni yo, ni mujer ninguna te harían cambiar el frac y el chaleco blanco por el uniforme de presidiario.

      –¡Qué ideas tan extrañas!

      –Sigue, sigue por donde te arrastra tu naturaleza de sietemesino y no te metas en honduras. Ya comprenderás que te he hablado en broma. Así y todo me has confirmado en lo que ya pensaba.

      –Pues si tienes formada esa idea tan pobre de mi cariño, no sé por qué razón me quieres—expresó el joven volviendo a amoscarse.

      –¿Por qué te quiero?… Pues por lo que yo hago casi todas mis cosas … por capricho. Un día te he visto en el Retiro revolviendo un caballo admirablemente y me gustaste. Luego, a los dos meses, en Biarritz, te vi en el asalto del casino tirando con un oficial ruso y concluí de encapricharme. Hice que me fueses presentado, procuré agradarte, te agradé en efecto…. Y aquí estamos.

      Pepe concluyó por sufrir con paciencia aquel tono entre cínico y burlón de su querida. A fuerza de charlar logró hacerlo desaparecer. Clementina, cuando estaba tranquila, era afectuosa, alegre, pronta a compadecerse y a los rasgos de generosidad; su rostro, tan bello como original, no adquiría nunca dulzura, pero sí una expresión bondadosa y maternal que lo hacía muy simpático. Mas por poco que sus nervios se excitasen o se viese contrariada en sus pensamientos y deseos, el fondo de altivez, de obstinación y aun crueldad que su alma guardaba, subía a la superficie y agitaba sus ojos azules con relámpagos de feroz sarcasmo o de cólera.

      Pepe Castro, que no era hombre ilustrado ni ingenioso, sabía no obstante entretenerla agradablemente con cuentecillos de salón, murmuraciones casi siempre de las personas por quienes ella sentía marcada antipatía. El recurso era burdo, pero surtía admirable efecto. "La condesa de T***, señora a quien Clementina odiaba de muerte por un desaire que en cierta ocasión le había hecho, andaba necesitada de dinero; se lo pidió al viejo banquero Z*** y éste se lo había otorgado mediante un rédito muy poco apetitoso para la deudora. Los marqueses de L***, a quienes también ella profesaba aversión, cuando no estaban en el poder daban reuniones allá en su finca de la Mancha y ofrecían espléndido buffet a sus electores: cuando el marqués era ministro daban también reuniones, pero suprimían el buffet. Julita R***, una jovencita muy linda, que tampoco inspiraba simpatías a la altiva dama, había sido arrojada de casa de los señores de M*** por haberla hallado encerrada en el cuarto del primogénito, un chico de quince años". Estas y otras noticias del mismo jaez dejábalas caer el gallardo mancebo de sus labios con cierta displicencia cómica que despertaba el buen humor de la bella. Era todo el talento de Pepe Castro en el orden moral. Los demás que poseía referíanse enteramente al físico.

      Se habían disipado las nubes que cubrían la frente de Clementina. Mostróse locuaz y risueña. Fué pródiga de caricias con su amante en la hora que con él estuvo. Quedó bien compensado de los alfilerazos que de ella había recibido al principio de la entrevista, gozando de toda la dicha que una mujer hermosa y enamorada puede proporcionar cuando la soledad y la ocasión convidan.

      La noche había cerrado ya, tiempo hacía. El joven encendió las dos lámparas de la chimenea sin llamar al criado, que era su único servidor y el único ser viviente asimismo que habitaba con él en aquel cuarto. Pepe Castro era hijo de una ilustre familia de Aragón. Su hermano mayor llevaba un título conocido y tenía una hermana además casada con otro título. Se había educado en Madrid. A los veinte años quedó huérfano. Vivió con su hermano primogénito una temporada. No tardaron en reñir porque éste, que era económico hasta la avaricia, no podía sufrir con paciencia su despilfarro. Trasladóse entonces a casa de su hermana; pero a los pocos meses, existiendo incompatibilidad de caracteres entre él y su cuñado, chocaron de modo tan violento, que se contaba en el club y en los salones de la corte que se habían abofeteado y aporreado bravamente. No llegó a efectuarse un duelo entre ambos por la intervención de algunos respetables miembros de la familia. Después de vivir en fonda un poco de tiempo, decidióse a poner casa. Tomó un criado, se hizo traer el almuerzo de un restaurante y comía cuándo en Lhardy, cuándo, en casa de alguno de sus muchos amigos. Su cuadra la tenía muy cerca, en la calle de las Urosas, y no estaba mal provista: dos jacas de silla, inglesa y cruzada, un tiro extranjero y otro español, berlina, charrette, milord, break. Era un chorro por donde se escapaba rápidamente su hacienda, aunque no el más copioso. La mayor parte la había dejado sobre el tapete de la mesa de juego del club, y una porción, no insignificante por cierto, entre las uñas de algunas lindísimas chulas transformadas por él de la noche a la mañana en espléndidas y llamativas cortesanas. Esto último lo negaba con arrogancia pensando que su gloria de seductor podía con ello menoscabarse; pero no importa: es exacto como todo lo que aquí se puntualiza.

      Quiere decir esto que Pepe Castro se hallaba arruinado a la hora presente. A pesar de lo cual, seguía viviendo con, la misma comodidad y aparato que antes. Su trabajo y sus vueltas le costaba. Empréstitos a su hermano hipotecándole alguna finca trasconejada en las ventas y subastas, pagarés a algunos arrojados usureros sobre la herencia de un tío viejo y enfermo reconociendo tres veces la cantidad recibida, joyas que su hermana le regalaba no pudiendo regalarle dinero, cuentas exorbitantes con el importador de coches y caballos, con el sastre, con el perfumista, con Lhardy, con el conserje del club, con todo el mundo. Parecía imposible que un hombre pudiera vivir tranquilo en tal estado de trampas y enredos. Sin embargo, nuestro gallardo joven vivía con la misma admirable serenidad de espíritu e idéntica alegría de corazón, y como él otros muchos de sus amigos y consocios según tendremos ocasión de ver, tan arruinados aunque no tan gallardos.

      –Te preparo una sorpresa—dijo Clementina concluyendo de ponerse el sombrero y arreglarse el cabello frente al espejo.

      El bello gomoso olfateó el aire como un perro que recibe vientos y se acercó a la dama.

      –Si es agradable, veamos.

      –Y si es desagradable lo mismo, groserazo. Todo lo que proceda de mí debe serte agradable.

      –Convenido, convenido. Veamos—repuso disimulando mal su afán.

      –Bueno, tráeme aquel manguito.

      Castro se apresuró a obedecer el mandato. Clementina, cuando lo tuvo entre las manos se sentó con afectada calma en el diván, y agitándolo luego en el aire exclamó:

      –¿A que no adivinas lo que contiene este manguito?

      –Sus ojos resplandecían de alegría y orgullo al mismo tiempo. Los de Castro chispearon de anhelo. Sus mejillas se colorearon y respondió con voz alterada entre dudando y afirmando:

      –Quince mil pesetas.

      La expresión alegre y triunfal del rostro de la dama se trocó instantáneamente en otra de cólera y despecho.

      –¡Quita!, ¡quita allá, puerco!—exclamó furiosa dándole un fuerte golpe en la cara con el lujoso manguito—. No piensas más que en el dinero…. No tienes ni pizca de delicadeza.

      –¡Yo pensaba!…

      También hubo cambio de decoración en la fisonomía de Castro. Se puso más triste que la noche.

      –En la guita, sí; ya acabo de decírtelo…. Pues no, señor; aquí no viene nada de eso. Sólo hay un alfilerito de corbata que yo ¡tonta de mí! he comprado al pasar, en casa de Marabini, como una prueba de que te tengo siempre en el pensamiento.

      –Y yo te lo agradezco en el alma, pichona—manifestó el joven haciendo un esfuerzo supremo sobre sí mismo para vencer el repentino abatimiento y resultando de él una sonrisa forzada y amarga—. ¿Por qué te disparas de ese modo?… Dame eso…. Bien se conoce que tienes muy mala idea formada de mí.

      Clementina se negó a entregar el recuerdo. El joven insistió humildemente. Había, no obstante, en sus ruegos un tinte de frialdad que dejaba traslucir, para el espíritu penetrante de una mujer, el sordo disgusto y la tristeza que en el fondo del alma sentía.

      –Nada,

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