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de la conversación no se había equivocado – declaró Gabrielle, golosa, entre dos bocados de pastel de fruta–. Me pregunto cómo hace para estar tan seguro de sí mismo».

      Todavía era de día cuando salieron del restaurante. Bernard, el hijo Dupond, invocó la clemencia del tiempo para regresar en bicicleta. El argumento era poco razonable teniendo en cuenta que la distancia era grande, pero también él se sorprendió porque se le concedió el deseo. A veces hay caprichos que es preferible no contradecir.

      Llegó a casa antes que el resto de la familia, retrasada por un accidente en el tren. Los periódicos del día siguiente explicaron que, a causa de un descarrilamiento, murió una persona y veintiocho resultaron heridas en el tren que procedía de Royaumont. Por suerte, la familia Dupond no había pagado ningún tributo en este suceso.

      «Has tenido mucha suerte», dijo Gabrielle.

      • Los pensamientos de los demás

      Jeanne está sentada delante de su televisor. Sus ojos, más que mirarlas, ven las imágenes. Esta noche ha decidido que leería y que miraría la televisión. Ha consultado la programación y ha comprobado que no hay nada que le interese. Decide mirar cualquier cosa. De repente, sin razón alguna, se siente asaltada por una de esas crisis de nostalgia que le son familiares. Piensa en su hermano mayor, clarinetista en la orquesta filarmónica de la región del Loira, y, más concretamente, en su hija Louise, cuando era pequeña y su padre la llevaba por las mañanas a la guardería; Louise se obstinaba en no pasar por encima del muro de piedra del instituto, rodeado por una reja no muy alta. No quería o no podía explicarse. Mucho tiempo antes de que sus padres hubiesen dejado Tours, una ventana del cuarto piso crujió por un poderoso vendaval y un cristal se rompió y cayó sobre un niño. El asunto provocó un escándalo en la ciudad. Jeanne escuchó eso por azar y jamás se lo explicó a Louise.

      «La reja es la que debía de darle miedo – se decía a sí misma–, pero ¿por qué?».

      Varios años más tarde, todos fueron al circo Bouglione. Eso fue antes de que Albert, el marido de Jeanne, muriese. El pobre estaba tan mal que, a pesar de haber sido siempre ateo, no pensaba más que en Lourdes. La vida tiene estas contradicciones. Louise tenía unos doce años. El circo programaba, entre otros números, uno de telepatía que la había impresionado.

      –¿Cómo lo hacen, Jeanne? ¡Explícamelo!

      – No lo sé, querida. En el circo no se sabe nunca si es cierto o es falso. El mundo no es más que una ilusión.

      Mientras Jeanne se preguntaba si algún día podría tener la suerte de estar segura de algo, sonó el teléfono.

      –¡Soy Louise!

      –¡Hola! Louise, pensaba en ti. ¿Te acuerdas cuando eras pequeña? Tenías doce años, quizás, y habíamos ido…

      –¡Al circo Bouglione!

      • Átomos agudizados

      Las dos jóvenes que se han instalado recientemente en el quinto y último piso son estudiantes. Si se le pregunta a la señora Georget, la portera, lo que piensa de ellas, seguramente respondería: «Oh, señor, son dos muchachas de provincias que han recibido buena educación. Siempre dan los buenos días sonriendo». La señora Georget no se equivoca demasiado porque, en efecto, todo indica que estas jóvenes son muy educadas, una es de provincias y la otra es parisiense. El espíritu penetrante de la señora Georget padece a veces lagunas que su imaginación colma con holgura.

      Louise y Gabrielle se han reencontrado durante el verano delante de Belle-Île, donde sus padres se han alojado durante quince días. Más allá de la felicidad que da una amistad que nace, han descubierto con sorpresa que coincidieron en la escuela de la calle Ulm. Por eso, en cada una de ellas ha nacido enseguida el deseo de compartir un apartamento. Esta noche Gabrielle está feliz porque viene a cenar su hermano, al que no ha visto desde hace un año. Son las siete. Louise va y viene, curiosa, un poco nerviosa al pensar en este muchacho del que sabe tan poco, pero que no puede dejar de imaginarlo: más bien mayor, con los ojos azules como su hermana, gafas, y un viejo chaquetón de su padre.

      Abajo, la puerta del inmueble se abre y aparece un hombre joven que se dirige hacia el habitáculo de la portera y golpea el cristal:

      –¿Señor? – dice la señora Georget, al tiempo que un pensamiento espontáneo le recorre el espíritu–. Estoy segura de que preguntará por las muchachas del quinto.

      –¿La señorita Gabrielle Dupond?

      – Quinto izquierda, señor – y en su fuero interno añade–: qué raro, habría jurado que preguntaría por la otra.

      Cinco pisos más arriba la puerta de un pequeño apartamento se abre con prisa.

      –¡Bernard! – exclama Gabrielle, sonriendo.

      Detrás de ella aparece Louise, los brazos caídos, delgada y rubia, sonriente y tímida, aunque divertida.

      La puerta da un golpe al cerrarse, y Gabrielle se coloca a un metro de su hermano para observarlo de arriba abajo.

      – Te presento a Louise – le dice–. Es curioso, tengo la impresión de que has crecido, o quizá te has adelgazado – dice, mientras la mirada de los otros dos se cruza–. ¡Pero qué son estos zapatos – se sorprende–, se diría que son los de papá!

      –¿Siempre haces matemáticas? – le pregunta ella un poco más tarde, cuando están sentados a la mesa.

      – Sí, pero he desarrollado una actividad paralela, juego a las carreras.

      –¿Y ganas? – pregunta Louise, frunciendo el entrecejo.

      – Sí, gano, pero no demasiado. La cuestión es tener medios económicos.

      –¿Cómo lo haces?

      – El 85 % es técnica, estadística, cálculos de probabilidad, y el 15 % restante es olfato, las combinaciones improvisadas, la intuición quizás.

      –¡La intuición femenina! – exclaman las dos muchachas, y se echan a reír.

      Tenemos una cualidad única, surgida de la mezcla del espíritu y de los sentidos, de la que con frecuencia no tenemos conciencia.

      • ¿Instinto?

      Estas personas que durante un instante hemos observado somos nosotros. Todo lo que hacen podríamos hacerlo nosotros.

      Cuando el señor Durant, delante de la puerta del restaurante, asegura: «Aquí se debe de comer bien, pueden creerme», y cuando los demás comprueban que tenía razón, ¿es porque posee un sexto sentido parecido al de los gourmets? No, por supuesto, ya hemos explicado la sagacidad del señor Durant. Todo en ese lugar tenía un aire serio. Nada indicaba que pudiera haber algo artificial. El señor Durant es consciente de ciertos detalles que conducen su espíritu a una opinión: aquí será bueno, aquí no. Una cuestión, sin embargo, queda todavía pendiente: ¿posee el señor Durant, además de su espíritu de observación, una cualidad o un sentido suplementario que le permite hablar con tanta seguridad?; ¿serían diferentes los olores, los colores, las luces de los buenos restaurantes?; ¿qué parte se debe a su experiencia como gourmet, basada en el placer gastronómico, y qué parte se debe a un don particular?; ¿precede este sentido a su vocación gastronómica, o bien esta se ha desarrollado al descubrir este don? De cualquier modo, esto confirmaría una proposición que ya hemos hecho, a saber: un sentido se desarrolla por el placer.

      • ¿Premonición?

      Cuando Bernard Dupond, por razones personales, rechaza tomar el tren para volver a París, ¿es un capricho o una premonición? Una premonición a modo de advertencia de que un acontecimiento va a ocurrir. ¿Está advertido el muchacho de que el tren de Royaumont va a descarrilar? No, no está advertido de nada, no desconfía de nada. Simplemente quiere volver en bicicleta. ¡Eso es todo! De acuerdo, pero ¿por qué? En efecto, ¿por qué? Esta es la cuestión. Pero al mismo tiempo, ¿todas nuestras acciones se deben a causas precisas y conscientes? Hay muchas cosas que hacemos sin haberlas decidido. El muchacho no se pregunta

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