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el mundo en sí mismo, y resulta lo contrario de la adaptación, porque para llegar a ello es necesario apremiar al mundo según las propias necesidades y naturaleza, y eso no es fácil.

      En el primer caso la relación es altruista porque se fundamenta en el reconocimiento del otro, lo cual permite su conocimiento y, por ende, un estado de equilibrio. Es patente en este caso que la persona acepta considerarse como una parcela del mundo, es decir, poca cosa.

      En el segundo caso la persona no soporta ser solamente una seis milmillonésima parte del conjunto. Por la misma razón no comprende que él, a decir verdad el ser más interesante que conoce, no sea más importante, indispensable para el mundo. Se puede concluir constatando que entre el mundo y la persona hay una relación de sentido positivo o negativo según haya aceptación o rechazo del otro. En el segundo caso se podría hablar de un contrasentido agotador. De este modo, hay personas que pasan su vida batiéndose «contra» en lugar de batirse «para».

      Así pues, cualquiera que sea la posición del individuo, en el buen sentido o a contracorriente, es el actor en el inmenso teatro de la eterna comedia humana. Este papel de actor y la presencia de los espectadores que llenan la sala implican la necesidad de comunicar con el objetivo de hacerse comprender por los demás, antes que comprenderlos a ellos, ¡ay! Eso es humano.

      • La comunicación

      Es lo que permite permanecer en el mundo, integrarse en él a través de los sentidos, que están en el punto de partida de todos. Es preciso tener cuidado siempre de no darles un papel o una importancia que no tienen. En realidad, los sentidos son las compuertas que permiten la recepción de las informaciones procedentes del mundo material, en tanto en cuanto uno acepta asimilar a otra persona al mundo material. No son nada más. La manera en la que cada persona recibirá o no, es decir, acumulará u olvidará las informaciones, no procede de los sentidos, sino del intelecto, el motor de ahora en adelante. Los sentidos pueden verse como los instrumentos del conocimiento, de los que cada uno, según su espíritu o sus necesidades, hará una utilización personal.

      Aceptemos por un instante proponer que un clarinete sea, como instrumento, comparable a uno de nuestros sentidos, y facilitémoselo a dos personas. Apreciaremos sorprendentes diferencias en la utilización del instrumento. Cuando uno ya interprete una sinfonía de Mozart, el otro estará todavía con El claro de luna. Detrás de cada uno de nuestros sentidos hay una noción del placer.

      • Nuestros sentidos son instrumentos

      Acabamos de hacer alusión a una amplia utilización de los sentidos en su acepción de instrumentos. Entre la acumulación de las enseñanzas recibidas y la utilización que se deriva hay un proceso de transformación que es de hecho el espíritu motor. La consecuencia de ello es un proceso de reenvío hacia el exterior (¿comunicación?), en una proporción ínfima, de materia transformada en relación con la materia recibida. Entonces se plantea una cuestión: ¿qué pasaría si tuviéramos la posibilidad de exteriorizar una parte de todo lo que nuestros sentidos nos hacen interiorizar?

      Y también: ¿qué pasa entre el momento en que interiorizamos enormes cantidades de datos y el momento en que exteriorizamos una pequeña parte bajo la forma de conjuntos más o menos armoniosos?

      Seguro que esto hace pensar en un ordenador y plantearse hasta qué punto esta máquina está concebida a imagen del espíritu humano, como un espejo.

      Antes de responder a esta pregunta, aceptemos un estéril juego de la imaginación. Si tuviéramos un sexto sentido, es decir, un instrumento suplementario, ¿qué es lo que sucedería, en caso de que fuera posible concebir cualquier cosa que no existe? ¿Nos volveríamos invisibles por momentos? ¿comprenderíamos el pensamiento de los otros? ¿viviríamos en el agua como un pez? ¿veríamos a través de las paredes? ¿nos desharíamos de la materia corporal para que no quedara más que espíritu? ¿nos desintegraríamos en un lugar para poder ser reintegrados en otro sitio miles de años luz más lejano? Esto parece ciencia ficción. Y, sin embargo, se oye hablar a menudo del sexto sentido de modo irreflexivo.

      Otra cosa remite al espíritu cuando comparamos la suma de conocimientos almacenados por el intelecto y la suma de producciones-ideas construidas por el mismo. ¿Utiliza solamente una milésima parte de lo que los sentidos ponen a su disposición?

      ¿No propondría esta pregunta una aproximación empírica aunque limitativa de lo que podría ser el sexto sentido, en caso de que hubiese uno? ¿Una capacidad para utilizar mejor lo que aportan los cinco primeros? Sea lo que sea, estamos tentados de afirmar que gran parte de todo lo que almacenamos entra en este espacio inmenso y fabuloso que se llama inconsciente. Ya tendremos la oportunidad de volver sobre ello más ampliamente.

      • ¿Podemos educar los sentidos?

      Nuestro primer sentido es la vista, a la que se considera generalmente el sentido más importante. ¿Se puede mejorar el sentido de la vista?

      Sí, se responderá sin dudar, pero es necesario concretar cuál es el campo de aplicación de esta mejora. ¿No es evidente que este campo de acción será, por necesidad o por vocación, propio de cada uno?

      ¿No presentimos que esta mejora se podrá hacer, en sentido propio, hacia la realidad o, en sentido figurado, hacia el intelecto, es decir, en una acepción material o espiritual?

      ¿Qué es mejorar la vista para un marino, si no ver más indicios y desde más lejos, para prever la próxima situación meteorológica y, en consecuencia, los peligros? ¿En qué consiste esta mejora para el propietario de una galería de arte? Lo que hay que destacar es que, en los dos casos, la utilización repetitiva del ojo, del mismo modo que se entrena un músculo, conducirá a uno y a otro a una forma de instinto-conocimiento experimental que le permitirá aprehender cosas, presentes o futuras, más allá de la capacidad de los otros. Por otra parte, ¿en qué consiste la mejora del oído para un guerrillero, o para un músico?

      Atravesando el estrecho de Mesina, el patrón de un yate le dice a su propietario: «Mire allá a lo lejos, hay una isla». «Una isla, ¿dónde?

      ¡No veo nada, ni siquiera con prismáticos!». La explicación no es evidente, pero sin embargo es simple: este marinero, a fuerza de observar siempre el horizonte, llega efectivamente a ver más lejos, pero en realidad lo que ve, porque lo busca, es esa ínfima aglomeración de pequeñas nubes pálidas que flotan sobre las tierras que se acercan y las distingue de las que permanecen todavía invisibles bajo el horizonte.

      Así pues, lo que ve el marinero no lo ve con sus ojos, sino con su espíritu.

      Un señor llamado Poulet-Malassis, muy aficionado a las artes y más todavía a la pintura, disponía de un poco de dinero, así que compró unas pinturas y después se hizo marchante. Al final de la época impresionista se había convertido en uno de los más importantes marchantes y coleccionistas que París había tenido nunca. Compraba telas a precios irrisorios, no ya por un espíritu de lucro, sino porque las pinturas de esta época no llegaban a venderse ni siquiera a bajo precio. Poulet-Malassis no conseguía vender mejor que los demás sus Gauguin, Cézanne o Monet, pero él los conservaba porque creía en ellos. Sabía que un día serían oro. ¿Tenía este marchante el don de una doble vista? No, pero, como el marinero, veía más lejos con su espíritu.

      Más o menos viene a suceder lo mismo con cada uno de nuestros cinco sentidos. Todos son susceptibles de ser mejorados en una proporción a veces sorprendente, por razones profesionales o por placer. Todos conocemos que existen catadores de vinos, pero también hay personas que trabajan catando el agua. Es como el caso de los ciegos que adivinan ciertos colores sólo con sus dedos, o como el sabor de la persona amada que permanece inaccesible para los demás.

      Todo lo que no es mensurable es mejorable por razones personales o profesionales.

      • La importancia que tienen nuestros sentidos

      Un ciudadano intentaba hacer la suma de todo lo que sus sentidos habían estado registrando, recordando una jornada normal; necesitaba convenir que esta impresionante suma es superior a la capacidad de su memoria y que era casi una imagen del infinito, teniendo en cuenta sobre todo estos dos sentidos, los más solicitados: la

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