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esta tierra bendita para no dejarla más, buscándome por aquí una mujercita tan retrechera como vos… ¿Qué os parece mi plan? Pero ya hablaremos de esto. ¡Hola, Tristán! Á paso largo, hijos míos, que ya el sol ha traspuesto la cima de aquellos árboles y es una vergüenza perder estas horas de camino. ¡Adieu, ma vie! No olvidéis al buen Simón, que os quiere de veras. ¡Otro beso! ¿No? Pues adiós, y que San Julián nos depare siempre ventas tan buenas como ésta.

      Hermoso y templado día, que convirtió en gratísimo paseo el camino de los tres amigos hasta Dunán, en cuyas calles vieron numerosos hombres de armas, guardias y escuderos de la escolta del rey y de sus nobles, hospedados por entonces en el vecino castillo de Malvar, centro de las reales cacerías. En las ventanas de algunas casas menos humildes y destartaladas que las restantes se veían pequeños escudos de armas que señalaban el alojamiento de un barón ó hidalgo de los muchos que no había sido posible aposentar en el castillo. El veterano arquero, como casi todos los soldados de la época, reconoció fácilmente las armas y divisas de muchos de aquellos caballeros.

      – Ahí está la cabeza del Sarraceno, iba diciendo á sus compañeros; lo cual prueba que por aquí anda Sir Bernardo de Brocas, á quien esas armas pertenecen. Yo le ví en Poitiers, en la última acometida que dimos á los elegantes caballeros franceses y os aseguro que peleó como un león. Es montero mayor de Su Alteza y trovador como hay pocos, pero no iguala al señor de Chandos, que canta unas trovas alegres con más gracia que nadie. Tres águilas de oro en campo azul; ese es uno de los Lutreles, dos hermanos á cual más esforzado. Por la media luna que va encima juzgo que debe de ser la divisa de Hugo Lutrel, hijo mayor del viejo condestable, á quien retiramos del campo de batalla de Romorantín con el pie atravesado por un dardo. Allí á la izquierda campea el casco con plumas rizadas de los Debrays. Serví un tiempo á las órdenes del señor Rolando Debray, gran bebedor y buena lanza, hasta que la gordura le impidió montar á caballo.

      Así continuó comentando Simón, atentamente escuchado por Roger, mientras su hercúleo compañero contemplaba con interés los grupos de pajes y escuderos, los magníficos lebreles y los mozos que limpiaban armas y monturas ó discutían sobre los méritos de los corceles pertenecientes á sus señores respectivos. Al pasar frente á la iglesia se abrieron las puertas de ésta para dar salida á numeroso grupo de fieles. Roger dobló la rodilla y se descubrió, pero antes de que terminara su corta oración ya habían desaparecido sus dos compañeros en el recodo que más allá de la iglesia formaba la calle del pueblo y Roger tuvo que correr para alcanzarlos.

      – ¡Cómo! exclamó. ¿Ni siquiera un avemaría ante las abiertas puertas de la casa del Señor? ¿Así esperáis que Él bendiga vuestra jornada?

      – Amigo, repuso Tristán, he rezado tanto en los últimos dos meses, no sólo al levantarme y acostarme sino en maitines, laudes y vísperas, que todavía me da sueño al pensar en ello y creo que tengo rezos anticipados para algunas semanas por lo menos.

      – Nunca están demás las oraciones, observó Roger con calor. Es lo único que puede valernos. ¿Qué es, sino una bestia, el hombre para quien la vida se reduce á comer, beber y dormir? Sólo cuando se acuerda del inmortal espíritu que lo anima se eleva y se convierte en hombre, en sér racional. ¡Pensad cuán triste sería que el Redentor hubiese derramado en vano su preciosa sangre!

      – ¡Tate, y qué gran cosa es el muchacho éste, que se ruboriza como una doncella y al propio tiempo sermonea como todo el sacro Colegio de Cardenales! exclamó el arquero. Y á propósito, ya que de la muerte de Nuestro Señor nos hablas, juro que no puedo pensar en ello sin desear que aquel bribón de Judas Iscariote, que por la cuenta debió de ser francés, hubiese venido por estas tierras, para tener el gusto de pegarle cien flechazos, desde los pies hasta la coronilla. Y no fueron menos canallas los que crucificaron á Jesús. Por mi parte, la muerte que prefiero es la que se recibe en el campo de batalla, cerca de la gran bandera roja con su león rampante, entre las voces de los combatientes, el chocar de las armas y el silbido de las flechas. Pero eso sí, máteme lanza, espada ó dardo, caiga yo á los golpes del hacha de combate ó atravesado por alabarda ó daga; pero me parecería una vergüenza recibir la muerte de una de esas bombardas que ahora empiezan á usar gentes cobardes, que derrengan á un valiente desde lejos y son más propias para asustar mujercillas y niños con sus fogonazos y estampidos que para habérselas con hombres de pelo en pecho.

      – Algo he leído en el claustro sobre esas nuevas máquinas de guerra, dijo Roger. Y á duras penas comprendo cómo una bombarda pueda lanzar pesada esfera de hierro á doble distancia que la alcanzada por la flecha del mejor arquero, y con fuerza suficiente á destrozar armaduras y batir murallas.

      – Así es, en efecto. Pero también es cierto que mientras los noveles armeros limpiaban sus bombardas y les hacían tragar un polvo negro que debe de ser obra del diablo y les atacaban una de sus pelotas de hierro, nosotros los arqueros blancos solíamos atizarles hasta diez flechazos cada uno, dejando ensartados y tendidos á buen número de aquellos bellacos, que Dios confunda. Sin embargo, no negaré que en el cerco de una plaza ó una fortaleza, las compañías de pedreros y bombardas prestan magno servicio y abren á los verdaderos soldados la brecha que necesitamos para ir á verle de cerca la cara al enemigo… Pero ¿qué esto? Alguien gravemente herido ha pasado hace poco por aquí. ¡Mirad!

      Al decir esto señalaba y seguía el soldado un rastro de sangre que teñía la hierba y las piedras del camino.

      – Un ciervo herido, quizás…

      – No lo creo. Soy bastante buen cazador para descubrir su pista, si alguno hubiera pasado por aquí. Quienquiera que sea, no anda lejos. ¿Oís?

      Los tres se pusieron á escuchar. De entre los árboles del bosque llegaba hasta ellos el ruido de unos golpes dados á intervalos regulares, el eco de ayes y lamentos dolorosos y una voz que entonaba acompasado canto. Llenos de curiosidad, se adelantaron rápidamente y vieron entre los árboles á un hombre alto, delgado, que vestía largo hábito blanco y andaba lentamente, inclinada la cabeza y cruzadas las manos. Abierto y caído el hábito desde los hombros hasta la cintura, dejaba descubiertas las espaldas, que aparecían cárdenas y ensangrentadas, dejando correr hilos de sangre que manchaban la túnica y goteaban sobre el suelo. Iba tras él otro individuo de menor estatura y más edad, vestido como el primero y con un libro abierto en la mano izquierda, al paso que la derecha empuñaba unas largas disciplinas, con las que azotaba cruelmente á su compañero al terminar la lectura de cada una de las oraciones que en francés salmodiaba.

      Asombrados contemplaban nuestros viajeros el inesperado espectáculo, cuando el azotador entregó libro y disciplinas á su compañero y descubrió sus propias espaldas, de las que muy pronto empezó á correr la sangre, á los zurriagazos furibundos que le daba su verdugo. Cosa extraña y nueva aquella para Roger y Tristán, mas no para el arquero.

      – Son los Penitentes, dijo; unos frailes que á cada paso encontrábamos en Francia y muy numerosos en Italia y Bohemia, pero apenas conocidos todavía en Inglaterra, donde ciertamente no esperaba yo verlos. Aun los pocos que aquí hay son todos extranjeros, según me han dicho. ¡En avant! Pongámonos al habla con esos reverendos que en tan poco estiman su pellejo.

      – Bastante os habéis azotado ya, padres míos, les dijo el arquero en buen francés al llegar junto á los penitentes. Largo es el reguero de vuestra sangre en el camino. ¿Por qué os maltratáis de esa manera?

      –¡C'est pour vos péchés, pour vos péchés! murmuraron ambos, fijando en los recienllegados sus tristes miradas. Y volvieron á manejar las disciplinas tan vigorosamente como antes, sin atender á las palabras y súplicas de los desconocidos, quienes renunciaron á seguir contemplando aquel triste cuadro ya que no podían impedirlo, y se pusieron apresuradamente en camino.

      – ¡Por vida de los babiecas estos! exclamó Simón. Si mis pecados necesitan sangre que los lave, más de dos azumbres de la que corre por mis venas he dejado yo en tierra de Francia; pero perdida en buena lucha y no friamente y gota á gota, como la derraman los penitentes sin más ni más. Pero ¿qué es eso, mocito? Estás más blanco que las famosas plumas del casco de Montclus, que nos servían para reconocerle y seguirle allá en Narbona. ¿Qué te pasa?

      – No

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