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lo que te digo si te enseñara alguna de esas prendas de amor que entregaste a Zarzoso, y que éste tenía la obligación de guardar?

      – ¿Y cómo puede usted haber adquirido esa prueba?

      – Ya te dije que entre los amigos de Zarzoso circulan tus recuerdos de amor como objetos de risa. Hoy se han cansado ya de burlarse de ti, y por esto no le ha sido difícil adquirir uno de ellos al amigo a quien yo encargué, cediendo a tus ruegos, que se enterase de la existencia de Zarzoso en París. Tengo en mi poder un objeto que te pertenece, y sépaslo, desgraciada, mi amigo lo adquirió de manos de la misma Judith a cambio de unos cuantos francos.

      María, pálida, y como si la emoción no le permitiese hablar, se limitó a hacer un gesto imperioso, indicando que quería ver cuanto antes aquella prueba fatal.

      – Antes de verla – continuó el jesuíta – , conviene que recuerdes bien, para que así sea más completa la identificación. ¿Antes de marchar Zarzoso a París no le entregaste tú, una mañana, en el Retiro y en presencia de doña Esperanza, un bucle de tu cabellera envuelto en un papel en el que habías escrito algo?

      María contestó moviendo afirmativamente la cabeza.

      – Pues bien, desgraciada; mira esto y verás si lo reconoces.

      Y el jesuíta, introduciendo una mano en el bolsillo de su sotana, sacó el objeto que Judith había robado a su amante.

      María, apenas tuvo en su mano aquel papel, reconoció su letra, y abriéndolo vió que era el mismo rizo que ella había cortado de su cabellera. No cabía ya la duda, y abrumada por una infamia tan evidente, no tuvo fuerzas ni para lanzar la dolorosa exclamación de sorpresa que subió hasta su garganta.

      – ¡Oh, qué infamia! ¿Qué he hecho yo para merecer tanta maldad? – y murmurando estas palabras con quejumbroso acento, dejóse caer en el sillón inmediato, pugnando por ahogar el llanto que hacía agitar su pecho con movimientos de estertor.

      El jesuíta permanecía impasible, como hombre incapaz de conmoverse por la desesperación que producían sus mentiras y tuvo especial cuidado en aumentar el dolor de su víctima, diciendo con amable expresión:

      – Aun no lo has visto todo, hija mía. Fíjate bien en ese papel, que en él hallarás la prueba de la repugnante burla de que has sido objeto.

      María volvió a fijar nuevamente sus ojos en el papel de la envoltura, y entonces vió la frase cínica, inmunda y repugnante que Judith había estampado con su firma al pie de la tierna dedicatoria que ella había escrito allí al entregar su recuerdo a Juanito.

      Aquellas palabras de infame indecencia la anonadaron momentáneamente, y retorciéndose en su asiento con suprema expresión de dolor, gritó sin cuidarse de que la podían oír en el inmediato salón.

      – ¡Oh, Dios mío! Esto es demasiado, no se puede sufrir.

      E inmediatamente experimentó una reacción propia de su carácter varonil y su desaliento doloroso trocóse en furor e indignación.

      Consideraba como un rasgo de imbecilidad el llorar y desesperarse por la expresión infame de una mujerzuela corrompida. No, ella no lloraría; no daría gusto a aquel canalla que estaba en París, manifestando dolor por haber sido abandonada; lo que ella sentía era odio, inmensos deseos de destrucción; lo que ella deseaba era vengarse de tales infames, demostrarles que en nada la habían impresionado sus canallescas burlas.

      Y manifestando estos pensamientos con entrecortadas palabras, iba de un extremo a otro del gabinete, gesticulando como una loca y moviendo sus crispadas manos en el vacío, como si buscara en él invisibles seres para estrangularlos.

      Aquella cara de mármol que se erguía impasible sobre el cuello de la sotana, sonreía sin duda interiormente, y mientras tanto, con acento paternal, aprobaba cuanto decía la joven.

      – No es muy buena la venganza, hija mía; la Iglesia la prohibe; pero hay ciertos momentos en la vida, en que conviene no recibir las ofensas con evangélica mansedumbre. Tú puedes vengarte, hija mía; debes demostrar a esos infames que de ti se han burlado, que no te impresionan gran cosa sus insultos y sus injurias. Debes negar con un acto de enérgica resolución ese amor del que se ha valido Zarzoso para ponerte en ridículo.

      Y hablando así, el jesuíta señalaba con un gesto expresivo el inmediato salón.

      María le comprendió inmediatamente. Sí, allí estaba la venganza, allí la satisfacción del amor propio herido.

      Guardó apresuradamente aquel papel que había derrumbado con rapidez el aéreo palacio de sus ilusiones y, seguida del jesuíta, entró rápidamente en el salón.

      Los tertulianos, después de tomar su chocolate, seguían agrupados en corrillos, conversando con animación, mientras la baronesa iba de unos a otros, procurando ocultar la inquietud de su curiosidad, excitada por aquella conferencia entre su sobrina y el jesuíta.

      Apenas entró María en el salón, el elegante Ordóñez, como si presintiera lo que iba a ocurrir, fué inmediatamente al encuentro de ella, que aún mostraba en su rostro la anterior agitación.

      – Señor Ordóñez – dijo María volviendo su vista a otra parte, como si temiera que en sus ojos pudiera leerse lo que pensaba – . He tenido el honor de que usted solicitara mi mano repetidas veces, atención que le agradezco mucho. Entonces, no podía responder; pero hoy, por circunstancias que no son del caso relatar, me considero libre y me complazco en decirle que acepto. Hable usted con mi tía, a quien considero como si fuese mi madre. Le advierto que por hoy no siento hacia usted más que un sencillo afecto amistoso; pero tal vez con el tiempo llegue a amarle si su conducta es como yo espero.

      Ordóñez estaba asombrado más que por la resolución de María, por el modo como se expresaba. Nunca había creído él a aquella muñeca capaz de hablar con tanta serenidad y con un acento tan enérgico y decidido.

      El joven se inclinó saludando profundamente, y mientras María se retiraba del salón, el elegante se dirigió a la baronesa para pedirla la mano de su sobrina, manifestando la conformidad de ésta, y añadiendo que en caso de aceptar su demanda, iría al día siguiente su hermano mayor el duque de Vegaverde, como jefe de la familia, a formular la petición oficialmente.

      Mientras la baronesa consultaba con una rápida mirada al padre Tomás, los tertulianos se apercibieron de la significación de aquella escena; así es que cesaron todas las conversaciones y aguardaron silenciosamente la respuesta de doña Fernanda.

      – Ya que la niña está conforme – dijo la baronesa – , por mí no hay inconveniente. Creo que usted, al abandonar su vida de soltero, será un marido virtuoso y cristiano que hará feliz a mi María.

      Los tertulianos se manifestaron muy sorprendidos y contentos, por aquel inesperado suceso que venía a turbar la monotonía de la reunión.

      Menudearon los plácemes, quiso llamarse a la niña para felicitarla; pero algunos, más considerados, se opusieron, teniendo en cuenta el rubor, propio del caso.

      El marqués académico, que era, de todos los presentes, el que se creía con mayor competencia en asuntos de amor, charlaba por los codos, y parándose ante cada grupo, exclamaba con la satisfacción del que dice una gran cosa:

      – ¡Carape! Esto ha sido sorprendente; sí, señor, muy sorprendente. Lo mismo que en las comedias, donde al finalizar el acto se casan los que menos se imagina el espectador.

      Mientras tanto, el héroe de la fiesta, o sea Ordóñez, había cogido al padre Tomás de un brazo, y llevándoselo junto a un balcón, le contemplaba admirado.

      – ¡Oh, reverendo padre! – le decía con acento respetuoso – ; ahora estoy más convencido que nunca de que es usted un gran hombre que alcanza cuanto se propone. Me dijo usted que la propia María, a pesar de todos sus desdenes, vendría a buscarme, y así a sucedido. ¿De qué misterioso poder dispone usted, padre Tomás? Me parece que después de esto, ya puede usted hacerle la competencia al diablo, seguro de ganarle.

      El jesuíta parecía muy halagado por estas últimas palabras, que le hacían sonreír con complacencia.

      Mientras

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