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a un hombre a quien no amaba y que casi le resultaba odioso.

      Sentía ya arrepentimiento por su desesperada resolución de momentos antes; pero al convencerse de que todavía amaba a Juanito, volvía a surgir en ella la indignación y el deseo de venganza que pedía a voces el amor propio herido.

      ¿Por qué la había abandonado de un modo tan infame? No le amaría más, aunque para ello tuviese que batallar con aquel corazón débil, que se empeñaba en seguir considerando cariñosamente al que tanto la había ofendido.

      Su amor propio y su altivez de raza, eran incompatibles con la injusta bondad y no la permitían desempeñar el papel de víctima resignada.

      No se arrepentía de lo hecho; y si no hubiese encontrado a Ordóñez para casarse, hubiera ofrecido su mano al primero que pasara por la calle.

      Aquel papel que tenía entre sus manos, aquella inscripción insultante de una meretriz impúdica, era suficiente para mantenerla en su furor y hacer que, impulsada por el odio, se limpiase las lágrimas como avergonzada de tal debilidad y se revolviera en su cuarto cual una leona herida, derribando al paso cuantos muebles encontraba.

      III

      Una respuesta del doctor Zarzoso

      Apenas la mano de María fué pedida oficialmente por el duque de Vegaverde, aquel senador sesudo que consideraba con el mayor desprecio a su hermano el calavera, la baronesa y el novio, aconsejados por su irreemplazable oráculo el padre Tomás, comenzaron a arreglar todos los preparativos de la boda.

      Doña Fernanda, no se sabe si por propia inspiración o por ajeno consejo, se mostraba muy radical en todos estos preparativos.

      – Yo no soy partidaria de los noviazgos largos – decía continuamente a sus amigos – . Me gusta que lo que tenga que ser, sea pronto.

      Y por esto la boda de María marchaba con gran rapidez a su desenlace.

      El suceso era muy comentado en la alta sociedad, pues llamaba la atención, tanto la respetable fortuna de María como los antecedentes del novio, que no podían ser más públicos.

      Ordóñez, tal vez porque envidiaban muchos su buena suerte, era objeto de numerosos e irónicos comentarios.

      – Ese ya ha encontrado lo que quería – decían sus amigos en el Casino – . Una mujer millonaria y además beata y algo tonta, según aseguran los que la conocen. Es de esperar que antes de dos años, Ordóñez se haya comido la fortuna.

      El padre Tomás había fijado la boda para dos semanas después del día en que María aceptó la declaración de Ordóñez, y como hombre poderoso en todos los asuntos concernientes a la Iglesia, se había encargado del arreglo de los documentos y demás formalidades necesarias para que el matrimonio canónico se efectuara en el plazo marcado.

      María asistía como una sonámbula a todos aquellos preparativos de boda, que parecían destinados a otra mujer, según la impasibilidad con que los acogía.

      Recibía, al lado de su tía, las visitas íntimas, acogiendo sus felicitaciones con estúpidas sonrisas; y experimentaba alegrías de niña mimada al ver los regalos con que la obsequiaban los numerosos amigos de la casa y las principales familias de la nobleza, unidas a los Baselgas con lazos de parentesco más o menos lejano.

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