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hacía mirar con odio a aquel Ordóñez que se mostraba obsequioso y galante de un modo que desesperaba.

      Terminó el acto, y los dos hombres se levantaron para retirarse.

      La baronesa ofreció a Ordóñez su casa. Ella no tenía muchos amigos, ni las reuniones en su casa ofrecían gran atractivo; allí sólo entraban personas sesudas y de sanos principios, y, por esto mismo, tendría mucho gusto en recibir a un joven tan sensato que, por sus ideas y su modo de ver las cosas, tenía alguna analogía con su difunto cuñado Quirós, el padre de María, el héroe de la causa santa en el 22 de junio, y del cual la sociedad, ingrata y olvidadiza, no se acordaba para nada.

      Ordóñez consideróse muy honrado por tal invitación, y se retiró.

      El académico, que se quedó en el palco, siguió hablando con la baronesa y contestando a las preguntas que ésta le hacía sobre Ordóñez.

      Iba a comenzar el acto cuarto, cuando la baronesa se levantó. Estaba muy excitada por la conversación que había sostenido con el joven.

      – ¿Nos vamos ya, tía? – preguntó con extrañeza María.

      – Sí, hijita. No me siento con fuerzas para ver ese acto, que siempre me ha repugnado; y esta noche más aún. No quiero presenciar esa infernal “conjura”, en la que salen revueltos frailes y monjas con el puñal en la mano. Detesto ese acto.

      – ¡Pero Fernandita! – exclamó escandalizado el académico – . ¡Si es lo mejor de la obra!.. Además, todos esperan en el gran dúo al tenor, creyendo que en él hará prodigios. ¡Vamos, quédense ustedes!

      – ¡Que no! No quiero tragar bilis viendo tales impiedades en escena. Niña, ponte el abrigo.

      Y las dos mujeres salieron del teatro. El académico las acompañó hasta el vestíbulo, y tía y sobrina subieron en su carruaje.

      María se felicitaba de la resolución de la baronesa. Aquel dúo de amor, con sus gritos de suprema pasión y su penosa despedida, le hubiese causado mucho daño, y tal vez, haciendo estallar su comprimido llanto, habría revelado el dolor que la dominaba por la marcha de su novio. Bien había hecho la baronesa en retirarse.

      Rodaba el elegante carruaje con dirección a la calle de Atocha, y las dos mujeres guardaban el más absoluto silencio.

      María iba ensimismada, hasta el punto de no darse cuenta exacta de en dónde estaba. La voz de la baronesa le sacó de tal situación.

      – Di, niña, ¿qué te ha parecido ese joven?

      – ¿Quién? – preguntó azorada la muchacha, que aún no había salido de la sorpresa producida por tan repentina pregunta.

      – ¿Quién ha de ser, tonta? Paco Ordóñez, ese muchacho que nos ha presentado el marqués.

      María tardó en responder, y, por fin, dijo con indiferencia:

      – Pues me ha parecido un hombre insignificante.

      Y reclinándose otra vez en el fondo del coche, cerró los ojos y volvió a entregarse de lleno a sus pensamientos, que le arrastraban lejos, muy lejos, a la infinita cinta de hierro por donde, rugiendo y exhalando bufidos de fuego, volaba el tren que le arrebataba a su novio.

      VIII

      Trato cerrado

      El hermano que desempeñaba junto al padre Tomás el cargo de doméstico de confianza dijo al elegante joven que esperaba en la antecámara:

      – Señor Ordóñez; el revendo padre dice que ya puede usted pasar.

      Paco Ordóñez entró en el despacho del poderoso jesuíta con el mismo aplomo que si estuviera en su propia casa.

      Siempre que entraba allí, su ojo certero de inteligente en materias de lujo y “confort” no podía menos de irritarse a la vista de aquellas paredes polvorientas, con el papel rasgado en flotantes jirones, los muebles viejos, construídos con arreglo a la moda de principios de siglo, y aquellos innumerables armarios atestados de panzudas carpetas verdes, que apenas si lograban contener tan inmensa cantidad de papeles.

      Percibíase allí ese olor húmedo y pegajoso de sacristía que forma el ambiente de todas las habitaciones cuyos balcones se abren muy de tarde en tarde para dejar franco el paso al aire exterior.

      Ordóñez, por el instintivo impulso de la costumbre, lanzó una mirada a la larga fila de armarios que rozaba al pasar. Los estantes, arqueados por un peso que soportaban tantos años, parecían próximos a romperse, como si no pudieran sufrir por más tiempo la inmensa carga de papeles rotulada y numerada.

      – ¡Diablo! – se dijo el joven – . Conozco bien lo que este archivo significa. Aquí está, como en conserva, la conciencia de media humanidad.

      El padre Tomás, sentado a la gran mesa de roble, seguía escribiendo, sin levantar la cabeza, como si no se hubiera apercibido de la presencia de Ordóñez, y únicamente cuando éste, plantándose a pocos pasos de él, obstruyó con su cuerpo la luz que caía sobre los papeles en que escribía el jesuíta, sin salir de su mutismo, hizo un gesto como indicándole que se sentara y esperase en silencio.

      Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase la calma sepulcral de aquel vasto edificio, en el que se adivinaba la existencia de una omnipotente voluntad, que gobernaba sin trabas y era obedecida automáticamente.

      Por fin, el padre Tomás dejó de escribir, y, fijando su aguda mirada en Ordóñez, que seguía contemplando con ojos burlones el aparato anticuado y polvoriento de aquella gran sala, comenzó la conversación.

      – ¿Cómo va, pollo? ¿Qué tal es la situación que atravesamos?

      – Mal, muy mal, reverendo padre; y de seguro que si usted no viene en mi auxilio, como otras veces, y me salva del naufragio, soy hombre perdido por completo. Por eso me he apresurado a venir a verle apenas recibí su aviso, esperando que usted con ese talento y esa bondad que nadie como yo le reconoce, sabrá salvarme.

      – Lo que hoy te sucede es la consecuencia lógica de esa vida de escándalo y despilfarro que tanto amargó en los últimos años la vida de tu difunto padre. Paco, has sido muy calavera.

      – Me ha gustado divertirme; no lo niego.

      – Has derrochado una gran fortuna.

      – Hoy, en cambio, vivo sin rentas, conservando el mismo boato que cuando era rico. Ya ve vuestra paternidad que para esto se necesita algún ingenio.

      – Tienes más acreedores que todos los calaveras de Madrid juntos.

      – Tampoco lo niego; pero cuento con la protección de usted, que es para mí un padre cariñoso, y que con su influencia sabe sacarme de todas las situaciones difíciles. Sin usted, ¿dónde estaría yo a estas horas?

      – En presidio; no lo dudes, joven atolondrado. Has cometido verdaderas locuras; con tal de adquirir dinero, no has vacilado en firmar cuantos papeles te han presentado, sin fijarte, las más de las veces, en su contenido; si yo he podido salvarte hasta ahora de la deshonra, no sé si en adelante seré tan afortunado. Por esto creo que ya es tiempo de que pensemos en tu porvenir. Ya ves que no puedo interesarme más de lo que lo hago en beneficio de un joven pervertido, y que ningún honor proporciona al que lo protege. Este interés que me tomo, no es porque tú te lo merezcas, sino porque pienso en tu padre, que fué gran amigo mío, y quiero rendir tal tributo a su memoria.

      Ordóñez, que era un hábil farsante, al oir el nombre de su padre creyó del caso conmoverse afectando profunda confusión; pero pronto recobró su aspecto natural, al ver que el jesuíta no hacía caso de sus gestos forzados, que fingían contener unas lágrimas imaginarias.

      – Reverendo padre; yo, por mi propio interés, deseo regenerarme y encontrar un medio para salir de esta situación en que me encuentro. Estoy cansado de la agitada vida de calavera, y crea usted que con mucho gusto me convertiría en un hombre honrado y de costumbres tranquilas, si es que encontraba una ocasión favorable para cambiar de estado. A mí me convendría casarme.

      Dijo estas últimas palabras Ordóñez, bajando los ojos con modestia y afectando

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