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de la calle había penetrado arrollándolo todo y desvaneciendo aquella atmósfera pesada que olía a incienso.

      Los carruajes de forma antigua y modesta que usaba la baronesa para ir a la iglesia fueron cambiados por elegantes “landós”; los salones perdieron su aspecto conventual y sombrío, siendo adornados con nuevos muebles, y en las personas de doña Fernanda y su sobrina operóse igual cambio, pues sus antiguos vestidos obscuros y de corte casi monjil, fueron reemplazados por trajes de última moda.

      María se dejaba llevar dulcemente por aquella tendencia que su tía manifestaba a favor de las costumbres que poco antes anatematizaba con severo lenguaje.

      Tan vehemente era el deseo de entrar de lleno en la vida elegante experimentado por doña Fernanda, que muchas veces reñía a su sobrina cuando ésta se mostraba reacia a asistir a las diversiones, sin duda porque la falta de costumbre influía en su carácter.

      – Mujer; eres un hurón – decía la tía – . Es preciso que te acostumbres a esta vida agitada y de continuo goce. Por ti hago yo también esta vida. Se acabaron ya nuestras costumbres de antaño, y es preciso que vivamos a la moderna. Otras muchachas se darían por muy contentas con tener una tía tan amable y complaciente como yo lo soy para ti, y tú parece que no quieres agradecerme lo que por ti hago. ¿No te negabas a ser monja? Pues bien; no lo serás; yo no quiero violentar a nadie que no se sienta con vocación suficiente para abrazar la vida de santidad. Ya que tu carácter te aleja del claustro, serás mujer elegante, dama del gran mundo, y te casarás con un hombre que sea digno de ti. Ya ves que no puedo ser más complaciente. A ver si tienes talento para brillar en sociedad y distinguirte entre las jóvenes de tu clase.

      María, con el cambio que la baronesa hacía en su modo de vivir, veía realizado aquel bello ideal que ocupaba su imaginación en Valencia, cuando soñaba en ser una señorita del gran mundo y asistir a las suntuosas fiestas, que sólo de oídas conocía, o por las relaciones de las pocas novelas que a hurtadillas leía en el colegio.

      Ya figuraba en aquella sociedad tan acariciada por su pensamiento; ya asistía todas las noches a las óperas del Real en una platea de las más elegantes; paseaba por la Castellana, contestando a numerosos saludos, y hasta un día había figurado su nombre con los adjetivos de hermosa y distinguida, en una reseña que del baile de la Embajada francesa hizo un periódico de gran circulación; pero estas satisfacciones, que en otra época hubiesen constituído su felicidad, no bastaban ahora para amortiguar el dolor que sufría, justamente en los días en que verificaba su iniciación en la vida elegante.

      Juanito estaba ya próximo a partir.

      El doctor Zarzoso le apremiaba para que cuanto antes fuese a París, pues ya había escrito recomendándole a los más famosos profesores de Francia, y el pobre muchacho no sabía qué excusa inventarse para prolongar algunos días más su estancia en Madrid.

      El pesar que a ambos amantes producía la próxima separación era lo que hacía que María se mostrase huraña a los halagos de su tía y asistiese a todas las diversiones con el ánimo preocupado por tristes ideas.

      En el teatro, en el paseo, en las reuniones elegantes, en las suntuosas funciones religiosas, en todos los puntos de distracción donde se encontraba, la idea de que Juanito iba a partir enturbiaba todas sus alegrías.

      Contribuía a hacer aún más penosa su situación la circunstancia de que la baronesa, con su nuevo género de vida, hacía menos frecuentes las ocasiones en que María podía hablar con su novio.

      La joven rara vez lograba ir de paseo acompañada únicamente por doña Esperanza, pues así que manifestaba deseos de salir, la baronesa se prestaba a acompañarla.

      Fueron, pues, poco frecuentes las entrevistas de los novios en los últimos días que pasó el joven médico en Madrid, y forzosamente hubieron de contentarse con verse de lejos, como en los primeros tiempos de sus amores, y cambiar apasionadas cartas, que doña Esperanza, siempre complaciente, llevaba de uno a otro, cada vez más amable y satisfecha, conforme se acercaba el momento de partida para Juanito.

      La última vez que los novios se hablaron fué en el Retiro, una mañana en que María consiguió salir a pie, en compañía de la viuda de López.

      La escena fué sencilla y conmovedora, tanto, que impresionó un poco a doña Esperanza. ¡Ay, Dios! Así se despedía ella de su difunto marido, cuando aún era su novio, cada vez que abandonaba el pueblo para ir a estudiar a Madrid.

      Hablaron poco los dos amantes; parecía que cada palabra que salía de sus labios iba a provocar una explosión de sollozos, y se limitaban a mirarse con expresión compungida, estrechándose las manos nerviosamente.

      Convinieron en la forma que debían adoptar para cartearse sin que se apercibiera la baronesa.

      El dirigía las cartas a doña Esperanza, que se encargaría de entregarlas a María, y recoger las de ésta remitiéndolas a París.

      Despidiéronse veinte veces, para volver otra vez a entablar una conversación incoherente y temblorosa, en la cual las miradas significaban más que las palabras, y, al fin, se separaron, no sin volver a cada paso la cabeza para verse por última vez.

      Al día siguiente, cuando comenzaba a cerrar la noche, María contemplaba melancólicamente el reloj de su gabinete.

      Era la hora en que el “exprés” salía para Francia. En él se alejaba Juanito.

      María creía percibir en torno de ella un espantoso vacío, que por momentos se agrandaba, y se sintió próxima a llorar.

      Pero la voz de su tía vino a sacarla de esta estupefacción dolorosa.

      Había que prepararse para ir aquella noche al Real. Era noche de debut; un célebre tenor cantaba “Los Hugonotes”, y todo el mundo elegante se había dado cita en el aristocrático coliseo para tomar parte en aquella fiesta, que iba a ser una de las grandes solemnidades de la temporada.

      La baronesa callaba el interés que tenía en asistir a dicha función.

      Uno de los más respetables individuos de su tertulia le había pedido permiso para presentarle en un entreacto a Paco Ordóñez, muchacho distinguido, e hijo segundo del difunto duque de Vegaverde.

      VII

      En el teatro Real

      Cuando la baronesa y su sobrina entraron en su platea, la representación de “Los Hugonotes” había comenzado ya.

      El debutante, un Raúl algo aviejado, con tipo de mozo de cuerda y un poco patizambo, que según era fama le costaba a la Empresa seis mil francos por noche, estaba en aquel momento lanzándole al público, ensimismado y silencioso, el famoso “raconto”, describiendo su primero y novelesco encuentro con la gentil Valentina.

      La media voz del tenor, subiendo y bajando siempre igual, sin perder en intensidad como deslumbrante hilillo con que se tejiera una tela de plata, resonaba en medio del profundo silencio que reinaba en el gigantesco teatro, y las dos damas hubieron de entrar en su palco casi de puntillas, por no turbar la profunda atención del público.

      No les gustaban a la baronesa ni a la sobrina esos arranques de distinción de muchas de aquellas damas que estaban en los otros palcos, las cuales tomaban asiento después de producir algún estrépito para llamar la atención, atrayéndose con esto los feroces siseos de los “dilletantis” fanáticos que estaban en las alturas.

      María, al tomar asiento, apoyó un codo en la baranda del palco, y cogiendo sus gemelos de nácar y oro, paseó su mirada por todo el coliseo.

      Presentaba el vasto teatro el mismo aspecto deslumbrador y lujoso de todas las noches, sólo que en aquélla era más perceptible el recogimiento, la expectación de un público deseoso de juzgar por sí mismo a una notabilidad que llega precedida por el ruido de las ovaciones recibidas en los primeros coliseos del mundo.

      Los palcos estaban deslumbrantes, como doble fila de dorados canastillos, dentro de los cuales brillaban montones de joyas sobre las rizadas cabezas y hombros esculturales de nítida blancura; al agitarse algún torneado y desnudo brazo, dejaba tras de sí el reguero de azuladas chispas que la luz arrancaba a las pulseras de brillantes, y semejantes

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