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la fortuna que aleja de las pequeñas miserias que marchitan el cuerpo y el alma, he ahí los elementos que se combinan para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres fuertes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde Park Corner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de la naturaleza.

      El sentimiento predominante en el viajero que penetra en las ruinas de los templos védicos de la India, pasea sus ojos por las soberbias reliquias de Saqqarah o de Boulaq, más aún que visita los restos del Coliseo de Roma; es una mezcla de recogimiento y de asombro, una sensación puramente objetiva, si puedo expresarme así. Nuestra naturaleza moral no está comprometida en la impresión, porque los mundos aquellos se han desvanecido por completo y su influencia es imperceptible en los modos humanos del presente. No así cuando se marcha bajo las bóvedas de Westminster; no así cuando se asciende silenciosamente a ocupar un sitio en la barra de aquella Cámara de los Comunes cuyas paredes conservan el eco de los acentos más generosos y más altos que hayan salido de boca de los hombres en beneficio de la especie entera. En vano advierto el espíritu, alarmado por la emoción intensa, que la memoria despierta en el corazón ofuscando el juicio; en vano advierte que la historia inglesa no es sino el desenvolvimiento del egoísmo inglés, que esas libertades públicas, tan caramente conquistadas, eran sólo para el pueblo inglés, que por siglos enteros vivieron amuralladas en la isla británica, sin influencia ninguna sobre los destinos de la Europa y del mundo. El pensamiento se levanta sobre ese criterio estrecho y aparta con resolución el detalle para contemplar el conjunto. Entonces se ve claro que la lenta elaboración de las instituciones libres se ha efectuado en aquel recinto y que la palabra de luz ha salido de su seno, en el momento preciso, para iluminar a todos los hombres…

      Penetra la claridad por el techo de cristal; la sala es pequeña e incómoda, con cierto aire de templo y de colegio. Los diputados se sientan en largos bancos estrechos, sin divisiones ni mesas por delante. El speaker está metido en un nicho análogo a aquellos en cuyo fondo brilla una divinidad mongólica. A su derecha, en el primer banco, los ministros… Miro con profunda atención eso escaño humilde. ¡Cuántos hombres grandes lo han ocupado en lodos los tiempos! ¡Cuántos espíritus poderosos, inquietos, sutiles, hábiles, han brillado desde allí! Me parece ver la sonrisa sardónica de Walpole, mirando con sus ojos maliciosos a aquel mundo que domina degradándolo; el aire elegante de Bolingbroke, la majestad teatral de Chatham, la inquietud, la insuficiencia de Addington, la indiferencia de gran tono de North, la cara pensativa y fatigada de Pitt, la noble fisonomía de Fox, la rigidez de un Perceval o de un Castlereagh, la viril figura de Canning, la honesta y grave de Peel, el rostro fino y audaz de Palmerston, la astuta cara de Disraeli, y tantos, tantos otros cuyos nombres vienen a millares, cada uno con su séquito propio. En eso otro banco estaba sentado Burke, el día sombrío para Fox, en que el huracán de la Revolución Francesa, salvando el estrecho, rompió para siempre los vínculos de amistad sagrada que unían a los dos tribunos. Allí caía Sheridan, rendido, con la mirada opaca, el rostro lívido por los excesos de la orgía, y allí se levantaba para gritar a Pitt, para azotarle el rostro con esta frase que cimbra como un látigo: «¡Sí, no ha corrido sangre inglesa en Quiberon, pero el honor inglés ha corrido por todos los poros!» Allí Wilberforce, más allá Mackintosch… ¿Cómo recordar a todos? Pero ahí están: su espíritu flota sobre esa reunión de hombres, y el extranjero que no tiene el hábito de ese espectáculo, cree verlos, cree oírlos aún con sus voces humanas. En el banco de los ministros, Gladstone, Bright, Forster… Pero el último romano domina a todos. En él concluye por el momento la larga serie de los grandes hombres de estado en Inglaterra. La herencia de Beaconsfield está aún vacante entre los tories: ¿cuál es el whig que va a cubrirse con la armadura del anciano Gladstone, que se inclina ya sobre la tumba? ¿Cuál es el brazo que va a mover esa espada abrumadora? No lo hay en el suelo británico, como no hay en la casa de Brunswick un príncipe capaz de levantar el escudo de un Plantagenet. La Inglaterra lo sabe y sigue con pasión los últimos años, los últimos relámpagos de ese espíritu de incomparable intensidad, los últimos esfuerzos de esa inteligencia extraordinaria que ha salvado los límites marcados por la naturaleza. Helo ahí: ha trabajado en su despacho 12 horas consecutivas, en las finanzas, en la política externa, teniendo los ojos fijos en el interior del Asia, donde el protegido de la Inglaterra cede en este momento el campo a un rival afortunado; en el extremo austral del África, donde los toscos paisanos holandeses desafían de nuevo el poder inglés; una hora para comer, y en seguida a la Cámara. Su cabeza de águila está reclinada sobre el pecho. ¿Reposa? ¿Medita? No; escucha al adversario que impugna su obra magna, su testamento político, ese «bill de Irlanda» con él que ha querido contrarrestar el torrente enriquecido por tres siglos de dolores y amarguras, el bill con que quiere modificar en un día un régimen petrificado ya, como el generoso Turgot quería modificar el antiguo régimen en Francia, con sus «asambleas provinciales»… De pronto, un estremecimiento agita su cuerpo; levanta la cabeza, mira a todos lados, y al fin, inclina el cuerpo, para ponerse rápidamente de pie, así que el impugnador haya concluido. Un soplo nervioso corre por la asamblea. Hear, hear! Gladstone! M. Gladstone, dice a su vez el speaker. El primer ministro toma el primer sombrero que tiene a mano, pues nadie puede hablar descubierto y se pone de pie. ¡Cómo se apiñan los irlandeses en su escaso grupo de la izquierda! La pequeña figura de Biggar, una especie de Pope, se hace notar por su movilidad. Parnell está allí; ha hablado ya. Si la herencia política de O'Connell es pesada, la tradición de su elocuencia es abrumadora… Oigamos a Gladstone: ante todo, la autoridad moral, incontrastable de aquel hombre sobre la asamblea. Liberales, conservadores, radicales, independientes, irlandeses, todo el mundo le escucha con respeto. Habla claro y alto: su exordio tiene corte griego y el sarcasmo va envuelto en la amargura sombría de haber vivido tantos años para alcanzar los tiempos en que bajo las bóvedas de Westminster se oyen las palabras que acaban de herir dolorosamente su oído. Poco a poco, su tono va descendiendo, y por fin toma cuerpo a cuerpo a su adversario, lo estrecha, lo hostiliza, lo modela entre sus manos, y dándole una figura deforme y raquítica, lo presenta a la burla de la Cámara, como Gulliver a un liliputiense. La víctima lucha; interrumpe con un sarcasmo acerado; Gladstone, en señal de acceder a la interrupción, toma asiento rápidamente; pero, al ver caer el dardo a sus pies, como si hubiese sido arrojado por la mano cansada del viejo Priamo, lo toma a su vez, y, con el brazo de Aquiles, lo lanza contra aquel que deja clavado e inmóvil por muchas horas. ¡Oh! ¡la palabra! Sublime manifestación de la fuerza humana, único elemento capaz de sacudir, guiar, enloquecer, los rebaños de hombres sobre el polvo de la tierra! Tiene la armonía del verso, la influencia penetrante del ritmo musical, la forma de los mármoles artísticos, el color de los lienzos divinos. ¡Y entre los raudales de su luz, las olas de melodía, las formas armoniosas como el metro griego, van el sarcasmo de Juvenal, la flecha de Marcial, la punta incisiva de Swift, o el golpe contundente de Junius el sublime anónimo!..

      Hay más profunda diferencia entre la vida social y los aspectos urbanos de París y Londres, que entre Lima y Teheran. Parece increíble que baste una hora y media de navegación, el espacio que un hombre atraviesa a nado, para operar una transformación tan completa. Salir de una calle de París para entrar diez horas después en una de Londres, observar el aspecto, la fisonomía moral del Támesis, después de haber pasado un par de horas estudiando el movimiento del Sena, da la sensación de haberse transportado en el hipógrifo de Ariosto a la región de los antípodas.

      Nunca me ha fatigado la flânerie en las calles de Londres; no hay libro más elocuente e instructivo sobre la organización política y social del pueblo inglés. No intento hacer una descripción de lo que en ellas he visto, sentido, porque las páginas se suceden a medida que los recuerdos se agolpan, y tengo ya prisa por dejar la Europa y hundirme en las regiones lejanas de los trópicos.

      Pero aún tengo presente aquella rápida recorrida del British Museum, en que empleamos tres o cuatro horas con Emilio Mitre, cuya ilustración excepcional e inteligencia elevada, hacen de él un compañero admirable para excursiones. ¡Qué lucha aquella, de uno contra otro, pero casi siempre de ambos contra nosotros mismos! Metidos en Nínive y Babilonia, el tiempo corría insensible, mientras el Egipto, a dos pasos, nos miraba gravemente con los grandes ojos de sus esfinges de piedra o nos parecía oír piafar los caballos del Parthenón en los mármoles de lord Elguin… ¡Qué impresión causan, no ya la inscripción grandiosa que conserva en pomposo estilo la memoria de los gloriosos hechos de

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