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Es una verdad profunda que puede aplicarse a todos los pueblos; el poder requiere formas exteriores, graves, serenas, y el que lo ejerce debo rodearse, no ya de la majestad deslumbradora de una corte real, pero sí de cierto decoro que imponga a las masas. M. Grévy, no sólo es querido y respetado hoy por todos los republicanos franceses, sino que los partidos extremos, hasta las irascibles duquesas del viejo régimen, tienen por él alta consideración.

      Gambetta, casi obeso, rubicundo, entrecano, lo acompaña, así como León Say y los ministros. Todos los anteojos se clavan en el grupo, pero la primera mirada es para Gambetta. El prestigio del poder atrae y fascina. ¡Qué fuertes son los hombres que consiguen sobreponerse a esa atmósfera de embriaguez en que viene envuelta la popularidad!..

      Llega la noche; la circulación de carruajes se ha prohibido en las arterias principales. Por calles traviesas me hago conducir hasta la altura del Arco de Triunfo, echo pie a tierra, enciendo un buen cigarro, trabajo por la moral pública ocultando mi reloj para evitar tentaciones a los patriotas extranjeros y heme al pie del monumento, teniendo por delante la Avenida de los Campos Elíseos, con su bellísima ondulación, literalmente cuajada de gente e iluminada a giorno por millares de picos de gas y haces de luz eléctrica. Me pongo en marcha entre el tumulto. Del lado del bosque, el cielo está cubierto de miriadas de luces de colores, cohetes, bombas que estallan en las alturas y caen en lluvias chispeantes, violetas, rojizas, azules, blancas, anaranjadas. Al frente, en el extremo, sobre la multitud que culebrea en la Avenida, la plaza de la Concordia parece un incendio. A mi lado, por delante, hacia atrás, el grupo constante, eternamente reproducido, aquel grupo admirable de Gautier en su monografía del bourgeois parisiense, el padre, empeñoso y lleno de empuje, remolcando a su legítima con un brazo, mientras del otro pende el heredero cuyos pies tocan en el suela de tarde en tarde. La mamá arrastra otro como una fragata a un bote. Se extasían, abren la boca, riñen a los muchachos, alejan con ceño adusto al marchand de coco, al de pain d'épices, que pasa su mercancía por las narices infantiles tentándolas desesperadamente. Un movimiento se hace al frente; un cordón de obreros, blusa azul, casquette sobre la oreja, se ha formado de lado a lado de la Avenida. Avanzan en columna cerrada cantando en coro la Marsellesa. Algunos llevan banderas nacionales en la gorra o en la mano. Chocan con un grupo de soldados, éstos, más circunspectos, pero cantando la Marsellesa. Una colisión es inevitable; espero ver trompadas, bastonazos y coups de savate. Por el contrario, fraternizan, se abrazan, Vive la République! y vuelta a la Marsellesa. Más adelante, un grupo de obreros, blusa blanca, del brazo, dos a dos, cantas la Marsellesa y pasan sin fraternizar junto a los de blusa azul. Algunos ómnibus y carruajes desembocan por las calles laterales; el cochero, que no trae bandera, es interpelado, saludado con los epítetos de mauvais citoyen, de réac, etc. Me detengo con fruición debajo de un árbol, porque espero que aquel cochero va a ser triturado, lo que será para mi un espectáculo de incomparable dulzura, una venganza ligera contra toda la especie infame de los cocheros de París. Pero aquél es un engueuleur de primera fuerza. Habla al pueblo con acento vinoso, dice mil gracejos insolentes, en el argot más puro del voyou más canalla, y por fin… canta la Marsellesa. La muchedumbre se hace más compacta a cada momento y empiezo a respirar con dificultad. Llegamos a la plaza de la Concordia: el cuadro es maravilloso. Al frente, la rue Royale, deslumbrando y bañada por las ondas de un poderoso foco de luz eléctrica que irradia desde la esquina de la Magdalena. A la derecha, los jardines de las Tullerías, claros como en medio del día, con sus juegos de agua y las estatuas con animación vital bajo el reflejo. Un muchacho se me acerca: Pour un sou, Monsieur, la Marseillaise, avec des nouveaux couplets. Compro el papel, leo la primer copla de circunstancias y lo arrojo con asco. Más tarde, otro y otro. Todos tienen versos obscenos. Achetez le Boulevardier, vingt centimes! Compro el Boulevardier; las aventuras de ces dames de Mabille y del Bosque, con sus nombres y apellidos, sus calles y números, sobre todo, los actos y gestos de la Barronne d'Ange… ¡Indigno, innoble! Entro un instante en el jardín; ¡imposible caminar! Regreso, y, paso a paso, consigo tomar la línea de los boulevares. La misma animación, el mismo gentío, con más bullicio, porque los cafés han extendido sus mesas hasta el medio de la calle. La Marsellesa atruena el aire. ¡Adiós, mi pasión por ese canto de guerra palpitante de entusiasmo, símbolo de la más profunda sacudida del rebaño humano! ¡Me persigue, me aturde, me penetra, me desespera! Tomo la primer calle lateral y marcho durante diez minutos con rapidez. El ruido se va alejando, la calma vuelve, hay un calor sofocante, pero respiro libremente bajo el silencio. Dejo pasar una hora, porque me sería imposible dormir: ¡mi cuarto da sobre el bulevar! Al fin me decido y vuelvo al bullicio: las 12 de la noche han sonado y no queda ya en las anchas veredas, desde el bulevar Montmartre hasta la plaza de la Opera, sino uno que otro grupo de retardatarios, y aquellas sombras lívidas, flacas y míseras, que corren a lo largo del muro y os detienen con la falsa sonrisa que inspira una piedad profunda… Todo ha pasado, el pueblo se ha divertido y M. Prud'homme, calándose el gorro de noche, dice a su esposa: Madame Prud'homme, on a beau dire: nous sommes dans la décadence. Sous Sa Majesté Louis-Philippe!

      Otro aspecto de ese mundo infinito de París, en el que se confunden todas las grandezas y miserias de la vida, desde las alturas intelectuales que los hombres veneran, hasta los ínfimos fondos de corrupción cuyos miasmas se esparcen por la superficie entera de la tierra, es la sesión anual del Instituto para la distribución de premios. Renán, no sólo debe presidir, lo que es ya un atractivo inmenso, sino que pronunciará el discurso sobre el premio Monthyon, destinado a recompensar la virtud.

      El pequeño semicírculo está rebosando de gente; pero la concurrencia no es selecta. Falta el atractivo picante de una recepción; sólo se ven las familias de aquellos que la Academia ha sido bastante indiscreta para designar a la opinión como los futuros laureados. Pero reina en aquel recinto un aire tal de serenidad, se respira una atmósfera intelectual tan suave y tranquila, que es necesario hacer un esfuerzo para persuadirse de que se está en pleno París y en la sala de sesiones del cuerpo que agita al mundo con sus ideas y progresos. Los ujieres son políticos, afables, hablan gramaticalmente, como corresponde a cerebros académicos, y cuando el extranjero les pregunta el nombre de alguno de los inmortales cuya fisonomía le ha llamado la atención, responden con suma familiaridad, como si se tratara de un amigo íntimo; Mais c'est Simon, Monsieur! – Pardon; et celui-là? – Ah! celui-là, c'est Labiche: drôle de tête, hein?

      A las dos en punto de la tarde, las bancas se llenan y los miembros del Instituto llegan con trabajo a sus asientos, invadidos por las señoras, que obstruyen los pasadizos con sus colas y crinolinas. M. Renán ocupa la presidencia, teniendo a su derecha a M. Gaston Boissier, y a su izquierda a M. Camille Doucet, uno que agitará poco la posteridad. Los tres ostentan la clásica casaca de palmas verdes, que les da cierto aspecto de loros, aquella casaca tan anhelada por de Vigny, que el día de su recepción, encontrando en los corredores de la Academia a Spontini, con palmas hasta en la franja del pantalón, se echó en sus brazos exclamando: Ah! mon cher Spontini, l'uniforme est dans la nature!

      Dejemos pasar un largo y correcto discurso de M. Doncet, que el anciano lee en voz tan baja, que es penoso alcanzarla. Un gran movimiento se hace, el silencio se restablece y una voz fuerte, ligeramente áspera, empieza así: «Hay un día en el año, señores, en que la virtud es recompensada». Es M. Renán quien habla.

      Un vago enjambre de recuerdos vienen a mi memoria y agitan mi corazón. La influencia de aquel hombre sobre mis ideas juveniles, la transformación completa operada en mi ideal de arte literario por sus libros maravillosos, la música inefable de su prosa serena y radiante, aquella Vida de Jesús, libro demoledor que envuelve más poesía cristiana que los Mártires, de Chateaubriand, libro de panegírico; sus narraciones de historia, sus fantasías, sus discursos filosóficos, toda su labor gigante, había forjado en mi imaginación un tipo físico característico. Ese hombre tan odiado, contra el cual truena la voz de millares de frailes, desde millares de púlpitos, debía tener algo del aspecto satánico de Dante cruzando solitario y sombrío las calles de Ravena; alto, delgado, grave y severo, con ojos de mirar intenso, cuerpo consumido por la constante excitación intelectual… ¡Era un prior de convento del siglo XV el que hablaba! Su ancha silla no podía contener aquellos miembros voluminosos, repletos; un tronco obeso y prosaico, un vientre enorme, pantagruélico… y la risa rabelesiana, franca, sonora,

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