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tiempo mostró su lindo pie.

      – Pues allá está, en el cajón de la mesa de noche.

      – ¡Si supierais qué sueño tengo!– dijo avanzando más y colocando una mano sobre la cabeza de su hermana.– ¿Sabéis con qué se quita esto?– añadió sonriendo.

      Gonzalo la examinaba con atención. Era realmente una criatura perfecta. Cuanto más de cerca se la observase, más se admiraban las singulares partes de que estaba, dotada. La epidermis era suave y brillante como el raso, de un color rosa desvanecido; la boca húmeda y fresca, de labios rojos un tanto grandes que descubrían al abrirse dos filas de dientes menudos e iguales; los cabellos dorados, sedosos, abundantes. Su única imperfección consistía en la estatura. Si tuviera la de su madre nadie se atrevería a ponerle un reparo, exceptuando, por supuesto, sus amigas.

      Notando que la examinaban, no acababa de marcharse. Daba vueltas en redondo para que se la viese bien por todas partes, adoptaba posiciones caprichosas, afectadas, dirigía preguntas impertinentes a su hermana, reía sin motivo, la cubría de besos y la sobaba sin consideración.

      – Déjame, Ventura. ¡Qué retozona estás hoy!– exclamaba aquélla con su franca sonrisa bondadosa, procurando desasirse.

      – Vaya, vaya, a la cama— decía doña Paula.

      – Voy.

      Pero en lugar de irse se abrazaba de nuevo a Cecilia; la hacía cosquillas aprovechando cualquier movimiento para decirla al oído:

      – ¡Cómo estás gozando, picarona! No le eches esos ojazos, mujer, que le vas a aturdir.– Adiós, adiós, señores— concluyó por decir en voz alta…– Y dejar algo para mañana, ¿eh?

      – ¡Qué tonta!– exclamó Cecilia ruborizándose.

      Doña Paula y Gonzalo sonrieron. Este dijo en voz baja:

      – ¡Qué pelo tan hermoso!

      Ventura lo oyó, y dijo sacudiéndolo:

      – Es postizo.

      Todos se echaron a reir.

      – ¿No lo cree usted?– preguntó con seriedad y acercándose.– Tire usted. Verá cómo se le queda en la mano.

      El joven no se atrevió, y continuó sonriendo.

      – Tire usted, tire usted— insistió ella volviendo la espalda y metiéndole el pelo por la cara.

      Gonzalo llevó la mano a él, pero no hizo más que acariciarlo.

      – ¿Qué, no se le ha quedado? Es que está muy bien sujeto.

      Y salió corriendo de la estancia.

      Un rato todavía duró el cuchicheo secreto. Se tocaron algunos puntos de la vida futura. Cecilia escuchaba a su madre disertar sobre lo que debían hacer una vez casados, sintiendo un cosquilleo en el alma que apenas era poderosa a ocultar. Le había cogido una mano y se la apretaba y acariciaba con intermitencias nerviosas. De vez en cuando la llevaba a los labios y se la besaba con fuerza. Doña Paula la miraba con enternecimiento y sonreía gozándose en la felicidad que inundaba el corazón de su hija.

      El reloj del comedor vibró, dando las doce y media. Gonzalo levantóse apresuradamente.

      – ¡Oh, qué tarde! ¿Qué dirá don Rosendo?

      – Nunca se acuesta antes de esta hora— repuso Cecilia.

      – Sí; pero ya sabes que emplea mucho tiempo en cerrar las puertas— replicó doña Paula.

      Cecilia calló. Gonzalo les dió la mano con efusión, prometiendo volver al día siguiente. Después pasó al despacho del señor de Belinchón para despedirse.

      La madre y la hija siguieron charlando en el mismo rincón sobre el mismo tema, recibiendo la primera un sinnúmero de abrazos y besos apretadísimos.

      – Esto no es para mí— decía con cierta expresión entre alegre y melancólica.

      – Sí, mamá, sí— replicaba la joven abrazándola con más fuerza.

      IV.

      cómo los particulares de sarrió se congregaban en un recinto nombrado el «saloncillo», y lo que allí se platicaba.

      Don Melchor de las Cuevas se levantó de la mesa, encendió un cigarro, y dijo, ofreciendo otro a su sobrino:

      – Vámonos a tomar café.

      Gonzalo quiso guardarlo en el bolsillo porque jamás hasta entonces se había autorizado el fumar delante de su tío; pero éste le retuvo el brazo.

      – Enciende, chiquito, enciende; ya has dejado de ser grumete.

      El joven sacó un fósforo y se puso a dar chupetones al cigarro con emoción.

      Salieron de la casa emparejados y bajaron lentamente por la calle disfrutando del bienestar voluptuoso que sienten las naturalezas poderosas después de una comida abundante. Parecían dos cedros gigantes, majestuosos, orgullosos de su altura. Y guardaban el mismo silencio que ellos cuando no les sopla el viento. Las mujeres que trabajaban a las puertas de sus casas los miraban con curiosidad tocada de admiración.

      – ¿Quién es el señorito que va con don Melchor?

      – Mujer, ¿no le conoces? El sobrino; el señorito Gonzalo, que llegó ayer en la Bella-Paula.

      – ¡Vaya un real mozo!

      – Como su padre don Marcos, que en paz descanse.

      – Y como su abuelo don Benito— añadió una vieja.– ¡Qué familia tan noble y campechana!

      En las bocacalles por donde se descubría un cacho de mar, el señor de las Cuevas solía detenerse un momento para echar una ojeada escrutadora.

      – Por ahora bonanza. Dentro de poco terral.

      – ¿Las ves?– dijo con expresión de triunfo al cabo de un instante.

      – ¿Qué?

      – Las lanchas, hombre, las lanchas. ¡Cómo lo han olido!

      – No veo nada,– repuso Gonzalo sacándose los ojos por columbrarlas en el horizonte.

      – Sigues como antes. No ves más que la sopa en el plato— manifestó el tío sonriendo con lástima.

      El café de la Marina hervía ya de gente. El rumor de las conversaciones y disputas, el campaneo de las copas, el choque de las fichas de dominó contra el mármol de las mesas, formaba un ruido ensordecedor. Estaba situado en una plazoleta que formaba la Rúa Nueva al desembocar en el muelle, y una de sus fachadas miraba al mar. Reuníanse en él la mayor parte de los capitanes y pilotos que estaban en Sarrió de paso, y casi todos los que sin ejercer el oficio habitaban en la villa, con más los vecinos que sentían de un modo o de otro inclinaciones marítimas. Al atravesar por medio fueron llamados a gritos de diferentes mesas. Don Melchor era el hombre más popular, el más querido y respetado que entraba en aquel café. Fué necesario acercarse a saludar a unos y a otros, y presentarles a Gonzalo. Aquellos lobos se extasiaron mirándole; le apretaban la mano hasta descoyuntársela, y le ofrecían con todas las veras de su corazón una copa de ron y marrasquino. Cuando la rehusaba hablando de subir a tomar café arriba, la tristeza más honda se pintaba en sus rostros curtidos.

      Don Melchor tenía, en efecto, la costumbre de tomarlo en el Saloncillo. Este era un aposento del piso principal de aquella casa, que tenía comunicación con el café por medio de una escalerilla de hierro. Por ella subieron al cabo tío y sobrino. Ya estaban reunidos los notables del pueblo, sentados en un diván corrido, con sendas mesillas japonesas delante, donde cada cual tomaba su café. Por una de las puertas, que generalmente estaba abierta, se veía la sala de billar donde jugaban siempre las mismas personas rodeadas de los mismos mirones.

      Cuando don Melchor y su sobrino entraron, se hablaba de un proyecto de mercado cubierto para preservar de la intemperie a las pobres mujeres que vendían al raso legumbres y leche. Y Gonzalo recordó que en cierta ocasión que subió a buscar a su tío antes de irse a Inglaterra, se estaba debatiendo

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