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en sillas bajas. Al poco rato no se oía más que un cuchicheo discreto, como si estuviesen confesando. Unidas las tres sillas, adelantando los cuerpos hasta tocarse casi las cabezas, comenzaron a charlar animadamente. Doña Paula abordó al instante la magna cuestión.

      – Estamos a veintiocho de abril… De aquí al primero de septiembre no hay más que cuatro meses— dijo, echándoles una larga mirada entre risueña y enternecida.

      Si fuese posible que Cecilia se pusiese más colorada, se hubiera puesto. El rostro de Gonzalo se contrajo con una sonrisa sin expresión, y bajó los ojos.

      Después de haberlos mirado otro rato, gozándose en su confusión, siguió doña Paula:

      – Es necesario ir pensando en el equipo de ropa…

      – ¡Mamá, por Dios! Es muy pronto— exclamó la joven avergonzada, mientras el corazón quería salírsele del pecho.

      – No es pronto, Cecilia. Tú no sabes el tiempo que aquí echan las bordadoras en cualquier cosa. Un mes ha empleado Nieves para bordar dos escudos a la chica de doña Rosario… Y más pesada que ella todavía es Martina…

      – Nieves borda muy bien.

      – No, como bordar no hay en la villa quien le ponga el pie delante a Martina… Tiene manos de oro.

      – A mí me gustan más los bordados de Nieves.

      – Pues si quieres que ella te borde la ropa, por mí…– repuso doña Paula mirando a su hija con una condescendencia maliciosa.

      – ¡No digo eso, mamá!– exclamó ésta toda apurada.– Sólo digo que me gusta más el bordado de Nieves que el de Martina.

      Al poco rato ya había consentido en discutir la cuestión de la ropa.

      Tratáronla en todos sus aspectos con la gravedad y el cuidado que merecía. A quién se encargarían los juegos de sábanas de batista, a quién los ordinarios, quién haría las camisas, dónde se comprarían los manteles, etc., etc. Todo fué tratado, medido y ponderado. Doña Paula emitía su opinión. Cecilia aparentaba contradecirla, pero en el fondo ¿qué le importaba? Lo que embargaba su alma y hacía palpitar su corazón era aquella proximidad del matrimonio, reconocida expresamente. Así, que su voz salía temblorosa y algunas veces se le anudaba en la garganta sin querer salir. Sus ojos soltaban efluvios de dicha; tenían el brillo suave y misterioso de los luceros en las noches serenas de invierno.

      – ¡Qué calor!– exclamaba de vez en cuando, y apoyaba las manos en sus mejillas encendidas.

      Gonzalo asentía con estúpida sonrisa a cuanto decían, y estiraba a menudo sus desmesuradas piernas que, por la escasa altura de la silla, se le dormían.

      Y cuando se concluyó con la ropa blanca, comenzaron con la de color. Y la conversación se enredaba; y Cecilia, sin mirar a su novio le veía; y los ojos de doña Paula, posados alternativamente en uno y en otro, se iban enterneciendo cada vez más; y los alientos se cruzaban. Los hombros de los futuros esposos se tocaban. Aquel suave cuchicheo, la dormida luz de la lámpara que apenas los envolvía, el contacto frecuente con el brazo de su amado, iban hinchendo el seno de Cecilia de una emoción voluptuosa que la desasosegaba. No pudiendo resistirla levantóse dos o tres veces para besar con vehemencia a su madre. A la tercera vez ésta se hizo cargo de lo que aquello significaba, y exclamó mirándola con ojos risueños y compasivos:

      – ¡Pobrecita! ¡Pobrecita mía!

      Cecilia se tapó los suyos con las manos y estuvo así un rato.

      – ¿Qué tienes?– le dijo al fin doña Paula.

      – Nada, nada.

      Pero continuó cubriéndose los ojos.

      – Vamos, ¿qué tienes, hija mía?

      – No tengo nada— contestó destapándose al fin. Su cara sonreía; pero tenía los ojos húmedos.

      – Ya sé, ya sé— dijo la señora— ¿Quieres el éter? ¿Sientes opresión?

      – No siento nada. Estoy muy bien.

      La plática se enredó de nuevo. Doña Paula expresó la idea de que Gonzalo se viniese a vivir con ellos. Este se resistió un poco, porque comprendía que esto iba a disgustar a su tío. No obstante, concluyó por ceder a los ruegos de ambas. ¡Era tan natural que no quisieran separarse!

      – Pueden ustedes tener independencia. Yo me encargo de ello. Hay una sala grande, la sala amarilla… ya sabes, Cecilia… Tiene una alcoba espaciosa… Sólo falta el despacho para Gonzalo; pero ya he pensado en eso. Al lado de la sala está el cuarto de la ropa, que aunque da al patio, tiene buena luz. Hoy está hecho un asco; pero haciendo obra en él puede quedar una habitación muy decente… ¿Quiere usted verlo, Gonzalo?

      El joven manifestó que no había necesidad; que pasaba por todo lo que ella dijese; que ya lo vería… Sin embargo, la señora insistió y tomando una palmatoria los guió al otro extremo de la casa.

      – Esta es la sala… Grande, ¿no es verdad? Dos balcones… La alcoba. Caben muy bien dos camas… cuanto más una— añadió mirando a su hija, que se hizo la distraída cerrando un balcón.– Vamos ahora a ver el cuarto de la plancha.

      Y salieron de la sala, y salvando un corredor y dando una vuelta, entraron en otro cuarto lleno de armarios y otros trastos.

      – No se asuste usted por la distancia. Este cuarto está pegado a la sala. No hay más que abrir una puerta de comunicación.

      Gonzalo se inclinó hacia su novia y le dijo por lo bajo:

      – ¿Por qué no me tratará mamá de tú, como tu papá? Díselo de mi parte… yo no me atrevo.

      Cecilia entonces se acercó al oído de su madre y murmuró con voz apagada, llena de vergüenza:

      – Gonzalo se alegraría de que le tratases de tú.

      – ¿Qué dices, niña?– preguntó doña Paula, poniendo la mano en la oreja.

      Cecilia levantó un poquito la voz, haciendo un terrible esfuerzo.

      – Dice Gonzalo que por qué no le tratas de tú como papá.

      – Ah… me alegro que haya salido de él. No me atrevía… Bueno, pues en cuanto se abra una puerta aquí, en esta pared, ya puedes pasar de la sala al despacho sin cruzar el pasillo… ¿Te gusta la habitación? ¿Es bastante grande?

      – Demasiado. Mis negocios, por ahora, no exigen tanto.

      A Cecilia le retozaba en el cuerpo una pregunta. Estaba inquieta. Varias veces estuvo por tomar la palabra, pero el temor la retenía. Allá, al fin, en una pausa larga, se aventuró a decir:

      – Falta una cosa, mamá.

      – ¿Qué falta?

      La joven se detuvo un instante, como para tomar arranque, y dijo al fin con voz temblorosa:

      – Falta un cuarto para arreglarse Gonzalo.

      – Es verdad; no me había hecho cargo… ¿Dónde tendría yo la cabeza? Pues ahora no encuentro sitio aquí cerca… Aguarda un poco… aguarda… Podríamos bajar la despensa al sótano y quedaba un cuartito, que bien arreglado, acaso serviría… Lo que hay es que no comunica con estas habitaciones. Tendrías que cruzar el pasillo.

      – ¡Qué importa eso!

      Fueron de nuevo al comedor y se sentaron en el mismo rincón. Poco después de hacerlo apareció Venturita con un peinador blanco que dejaba ver enteramente la garganta de alabastro y una parte de su hermoso seno virginal. Traía sueltos por la espalda los cabellos, y calzaba unos lindos pantuflos bordados. Venía a despedirse para ir a la cama. Acercóse a su madre y la dió un beso en la mejilla, haciendo, mientras tanto, muecas maliciosas a su hermana, que Gonzalo no podía ver.

      – Vaya, buenas noches— dijo alargando a éste la mano.

      – Buenas noches— repuso él mirándola extático, con cierta especie de embelesamiento que no pasó inadvertido para la niña.

      Iba

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