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la boca como si nada hubiese acaecido que mereciera llamar la atención de los presentes. La condesa frecuentemente dirige á ellos sus ojos y los envuelve en una mirada dulce y protectora ó les hace alguna rápida seña para que se limpien ó cuiden del plato, que está á punto de caer. Los niños cambian con su madre sonrisas y miradas, pero atienden con más empeño á su padre. La fisonomía indiferente y glacial de éste atrae sus ojos con singular insistencia, como si despertase en ellos una gran curiosidad. No pasa un instante sin que ó uno ú otro tengan sus miradas clavadas en él.

      – Me apieta la servilleta— concluye por exclamar en tono lastimero la niña que se sienta al lado de la institutriz.

      Es una hermosa criatura de cinco años á lo sumo, con rostro trigueño y cabellos negros ensortijados, que caen en profusión sobre el cuello y la frente.

      La institutriz, sin despegar los labios, lleva sus manos al cuello de la niña y afloja la servilleta. Pero no debió ser grande el desahogo, porque la criatura tornó á llevar sus diminutas manos á la garganta, gritando con más ansiedad:

      – Me apieta, mamá, me apieta.

      – No es sierto— exclama la institutriz;– la servilleta está bien puesta. No sea usted mimosa, señorita, ó la enserraremos mientras se come.

      La voz de la institutriz, irritada en aquel momento, no dejaba de tener inflexiones dulces, aunque extrañas. Su acento era marcadamente extranjero.

      – Me apieta, mamá, me apieta,– repitió á grito pelado la niña, con creciente angustia.

      – Cállese usted, mimosa,– exclama el aya, cogiéndola por el brazo y sacudiéndola fuertemente.

      El conde levanta la cabeza con impaciencia y cambia una rápida mirada con la institutriz.

      – ¡Me apieta, me apieta!…

      La institutriz arranca la servilleta, baja á la niña de la silla, la arrastra hacia una habitación contigua, abre la puerta y la empuja hacia lo interior, cerrando después. Y tranquilamente vuelve hacia la mesa y se sienta.

      La condesa, durante aquella escena, había seguido con los ojos desmesuradamente abiertos los movimientos del aya. Después de sentada ésta, siguió inmóvil, teniendo cogida con una mano la punta de la servilleta en ademán de llevarla á la boca para limpiarse. Los gritos de la niña, aunque amortiguados por la distancia y el obstáculo de la puerta, comenzaron á sonar agudos y lastimeros. La condesa siguió unos instantes en la misma actitud con los ojos fijos y el oído atento á aquellos gritos. Después se puso á comer tragando atropelladamente los manjares. El conde no levantó siquiera la cabeza. Con la misma seguridad y elegancia siguió comiendo silenciosamente, sin manchar siquiera sus labios finos y pálidos. La institutriz parecía absorta y abismada en sus pensamientos, porque no apartaba la vista del frasco de mostaza que delante de sí tenía y dejaba pasar largos intervalos sin mover el tenedor que apretaba entre sus dedos. Los lamentos de la niña eran prolongados y se repetían sin cesar y sin debilitarse. Los dientes de la condesa continuaban triturando con fuerza grandes pedazos de pan: sus manos se paseaban un poco temblorosas por la mesa tomando y soltando precipitadamente los objetos que se hallaban á su alrededor. Á menudo levantaba la cabeza y parecía concentrar todos sus sentidos en el oído derecho, que inclinaba ligeramente hacía la puerta del gabinete.

      Los gritos de la niña se iban haciendo menos agudos por virtud de la fatiga, trasformándose en quejidos roncos y profundos. La puerta del aposento se agitaba á veces á impulso de los pequeños golpes que daba con sus manecitas. Poco á poco los quejidos fueron cambiándose en sollozos convulsivos, que expresaban mayor desesperación todavía. Algunos sonidos articulados empezaron á percibirse confusamente en aquel torrente de sollozos.

      – Teno miedo, mamá… teno miedo.

      La condesa llevó una copa de vino á los labios y dejó caer algunas gotas sobre la ropa. Sin echarlo de ver, siguió tragando pedazos de pan, abriendo y cerrando los ojos al mismo tiempo con nerviosa rapidez.

      – ¡Ay, mamita, por Dios! ¡Teno miedo… teno miedo!…

      Se oye estrepitoso ruido en la estancia.

      La condesa se había levantado súbitamente y con extraña violencia, dejando caer la silla donde se sentaba. Apresuradamente había corrido á la puerta del gabinete y la había abierto. Tomó la niña entre sus brazos y estalló una nube de vivos y sonoros besos. Después vino con ella hacia la mesa, levantó la silla y se sentó. Un círculo pálido se dibujaba en torno de sus hermosos ojos, que se paseaban con expresión altiva de su marido á la institutriz y de la institutriz á su marido. Tenía las mejillas inflamadas, y por sus narices abiertas entraba y salía el aire rápidamente y con ruido. Con las manos temblorosas acariciaba la ensortijada cabeza de la niña y la apretaba contra su pecho anhelante.

      Los ojos del aya, mientras duró esta brevísima escena, no se alzaron de la mesa, y sus labios estuvieron contraídos con sonrisa dura y nerviosa.

      El conde clavó la vista en su mujer y se alzó de la silla pausadamente.

      En este momento penetró el criado en el comedor diciendo:

      – Un señorito joven y rubio, que viene de Vegalora, pregunta por los señores.

      – Que pase adelante.

      III.

      Los amigos del conde.

      – Á los pies de usted, condesa. ¿Cómo está usted, conde?

      Los condes respondieron con algún embarazo al saludo de nuestro héroe, que no era otro el joven rubio que venía de Vegalora preguntando por los señores. No procedía solamente este embarazo de la escena violenta que acabamos de presenciar, sino también de que los condes no tenían el gusto de conocer al señorito Octavio. Así que mirábanle de hito en hito mientras arrastraba con sus manos enguantadas una silla y la colocaba entre los esposos. Y después de sentado aún siguieron mirándole, esperando sin duda algo que debía decir.

      – Octavio Rodríguez— dijo al fin éste mirando á uno y á otro.

      – ¡Ah!– dijo el conde, sin dejar de contemplarle y esperando sin duda mejores explicaciones.

      – He tenido el gusto— siguió el señorito— de conocer á su papá, que Dios haya, y de visitar cuando niño esta casa bastantes veces. Su papá era muy amigo del mío. Á usted no he podido conocerle, porque en la corta temporada que pasó aquí me hallaba yo fuera de Vegalora estudiando la segunda enseñanza.

      – ¡Ah!– volvió á exclamar el conde en tono complaciente.

      – Había pensado saludar á ustedes á su paso por la villa, pero tuve la mala fortuna de llegar á la plaza precisamente en el momento de arrancar el carruaje que estaba detenido frente á la tienda de D. Marcelino. Lo he sentido de veras… (Breve pausa durante la cual el joven baja la vista hacia sus pantalones y los sacude un poco con el junquillo que lleva en la mano.)– ¿Al fin se han decidido ustedes á hacer un pequeño tour de promenade por estas lejanas tierras?

      Al pronunciar estas palabras sonrió con beatitud, y los condes siguieron su ejemplo.

      – No por ser lejanas dejan de ser bonitas. Lo mismo Laura que yo hemos venido extasiados todo el camino contemplando las hermosas riberas del Lora.

      – ¡Oh! Han llegado ustedes en la mejor estación. Es la época en que se evapora la cortina de nieblas que las ha tapado todo el invierno. Este país con luz sería muy bonito; pero desgraciadamente no la tenemos sino dos ó tres meses al año.

      El señorito Octavio no dejaba la sonrisa beata. El conde le observaba atentamente de la cabeza á los pies.

      – ¿Y piensan ustedes pasar mucho tiempo en esta posesión?

      – Quizá todo el verano: después de once años de abandono, ya comprenderá usted que no me faltarán asuntos que arreglar.

      – ¡Ah! Indudablemente. La verdad es que han sido ustedes crueles con nosotros, privándonos de su presencia tanto tiempo.

      – Mil gracias… deje usted el sombrero. Me parece que de

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