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El señorito Octavio. Armando Palacio Valdés
Читать онлайн.Название El señorito Octavio
Год выпуска 0
isbn
Автор произведения Armando Palacio Valdés
Жанр Зарубежная классика
Издательство Public Domain
Y D. Primitivo movía la cabeza hacia adelante, hacia atrás, á la derecha y á la izquierda.
– Tal vez la lluvia de estos días habrá influído perniciosamente sobre ellas— manifestó tímidamente el licenciado Velasco de la Cueva.
– ¡Qué lluvia ni qué calabazas!… No diga usted tonterías, D. Juan. La lluvia, cuando las lechugas se plantan en la época y en la forma en que deben plantarse, no influye, no tiene por qué influir sobre ellas.
– Perfectamente.
– Aquí no puede menos de haber algún misterio. Pedro habrá hecho alguna majadería en el cuadro. Ellas por sí estoy seguro de que no hubieran espigado. ¿Á qué asunto habían de espigar? Así que le tropiece me enteraré de lo que ha hecho, y ya verá usted cómo resulta lo que yo dije.
La irritación de D. Primitivo cedió ante la esperanza de ver muy pronto cumplida su profecía.
Continuaron recorriendo lentamente la huerta, parándose ahora delante de unas alcachofas, después ante un cuadro de remolachas ó de una esparraguera. D. Primitivo, maniobrando constantemente en el centro del grupo, parecía un filósofo de la escuela peripatética.
La condesa y Octavio se habían quedado un poco atrás y siguieron hablando del baile de los duques de Hernán Pérez, ó sea del «mundo del espíritu», como decía nuestro señorito. La horticultura no les seducía. Mas al hallarse en frente de una frondosa y espléndida magnolia, ambos detuvieron el paso para contemplarla. Era un árbol hermoso y grande como pocos, y entre sus hojas oscuras y metálicas advertíase crecido número de bolas blancas que soltaban aroma fresco, acre y penetrante. Las primeras ramas no pasaban de la altura del rostro. La condesa asió con la mano de una de ellas provista de flor y la trajo hacia sí. El árbol, al ser movido, dejó caer algunas gotas de agua sobre las mejillas de la señora, que hizo una mueca graciosa.
– El árbol la bendice á usted— dijo Octavio mirando extasiado cómo corría el agua por las mejillas de la dama.
– Hubiera pasado sin su bendición perfectamente— contestó ella riendo.
Y al mismo tiempo hundió su lindo rostro en el cáliz de la flor para aspirar la fragancia. La condesa de Trevia estaba en aquel instante bellísima; porque sus ojos grandes, rasgados, se cerraban blandamente con la expresión de un placer celestial; porque sus mejillas de rosa, acariciadas por las blancas y carnosas hojas de la magnolia, brillaban y temblaban de gozo; porque sus cabellos castaños, sedosos, le caían con cierto desorden sobre la frente; porque inclinaba la cabeza dejando ver el principio de una espalda de alabastro; porque estaba empinada graciosamente sobre la punta de sus pies inverosímiles. Levantó la cabeza y exhaló un largo suspiro.
– ¡Oh, qué delicioso aroma!
Octavio se apresuró á hundir también el rostro en la flor que la dama aún tenía cogida.
– ¡Delicioso! ¡delicioso!
– ¡Es tan penetrante… tan embriagador!… Siempre fuí apasionada de este aroma.
– Yo lo seré de aquí en adelante.
La condesa soltó la rama é inclinó la cabeza sonriendo afablemente. Y emprendieron otra vez la marcha en silencio. Octavio lo rompió al cabo de un instante diciendo:
– ¿De qué perfumista acostumbra usted á surtirse, condesa?
– No tengo ninguno conocido; entro indistintamente en la primer perfumería que encuentro.
– Pero al menos tendrá usted una marca predilecta.
– Tampoco; nunca me fijo en los rótulos de los frascos.
– Pues yo, después de haber probado las principales marcas, me he decidido por la de María Farina. Es la que he hallado mejor. Sus perfumes son menos intensos que los de otras casas, pero son mucho más delicados. Debemos exceptuar, sin embargo, la rosa blanca que, como usted sabrá seguramente, es privilegio especial del célebre Hakinsson. La rosa blanca y el azahar son los únicos perfumes que tomo ahora de esta casa.
Siguió la conversación de los perfumes por algún tiempo todavía, muy animada por parte de Octavio, que parecía hallarse en terreno firme y abierto; lánguida y cortada por parte de la condesa que, como había dicho, no era inteligente en este ramo. D. Primitivo y sus secuaces habían entrado ya en la pomarada, y nuestra pareja siguió el ejemplo. Al llegar á la puerta tropezaron con miss Florencia y los niños. La condesa dirigió á aquélla una sonrisa. El aya permaneció grave y se inclinó profundamente dejándoles paso.
Era la pomarada un campo vasto, donde los árboles estaban tan espesos y habían adquirido tal desarrollo, que el sol no conseguía, sino después de mucho trabajo, introducir en él algunos delgados rayos. Los manzanos son árboles de poca imaginación. En vez de gastar sus fuerzas estérilmente en subir hasta mecerse en las nubes, procuran buenamente redondearse, ocupando el mayor pedazo posible de este miserable planeta. Mas al desenvolver su personalidad libremente en el tiempo y el espacio, nunca dejan de molestar al vecino, de lo cual resulta siempre una bóveda más sólida y espesa que fantástica. Algunos de ellos tanto descendían en sus aspiraciones, que tocaban con las ramas á la tierra formando glorietas naturales, frescas, sombrías, mullidas. Á pesar de los esfuerzos inauditos que el sol había hecho durante todo el día para templar sus ardores en la frescura del césped, éste se hallaba todavía húmedo. Los lindos zapatos de la condesa, que se hundían en él como dos ratones, aparecían mojados cada vez que levantaba el pie. Dentro de aquella bóveda enana zumbaba una muchedumbre de insectos, que empezaban á sentirse inquietos por la marcha cada vez más precipitada del sol. Á veces se percibía un ruido leve y sordo entre las ramas, y veíase un pájaro salir de un árbol y posarse en otro cercano. Los árboles no derramaban aroma, porque los frutos estaban aún demasiado verdes: en cambio, el suelo exhalaba olor fuerte de tierra húmeda. En uno de los ángulos de la pomarada se veía una gran mancha de sombra. Era que el sol estaba besando ya la cima de las colinas y empezaba á abandonar el valle.
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