Скачать книгу

que le vi vivo. (Gran emoción en la sala).

      EL CORONER. – Por favor…, por favor… No podemos permitir tal disturbio… ¿Sería su gracia tan amable que me hiciera, con el mayor número de detalles que le fuera posible, un relato exacto de la discusión?

      DUQUE DE D. – Ocurrió de la siguiente manera: Habíamos estado cazando todo el día y cenamos temprano. Aproximadamente a las nueve y media, todos empezamos a bostezar. Mistress Pettigrew-Robinson y mi hermana subieron a acostarse, y nosotros nos encontrábamos tomando un último trago en la sala del billar cuando Fleming, mi mayordomo, entró con la correspondencia. Como el cartero tiene que recorrer casi cinco kilómetros desde el pueblo hasta mi casa, nos llega siempre a última hora de la tarde. No… Yo no estaba en el salón de billar en ese momento… Me hallaba cerrando con llave la puerta de la habitación en que guardamos las armas. La carta era de un antiguo condiscípulo al que no había visto desde hacía años: Tom Freeborn… y al que conocí en la casa…

      EL CORONER. – ¿En qué casa?

      DUQUE DE D. – En Christ Church, Oxford. Me escribía diciéndome que, por los periódicos de Egipto, se había enterado del compromiso matrimonial de mi hermana.

      EL CORONER. – ¿En Egipto?

      DUQUE DE D. – Quiero decir que él estaba en Egipto… Tom Freeborn, ¿comprende?.., y por ese motivo era por lo que no me había escrito antes. Es ingeniero. Fue allí después que la guerra terminó, y como se halla en alguna parte cerca de las fuentes del Nilo, los periódicos no le llegan regularmente. Me decía que debía perdonarle por inmiscuirse en un asunto tan delicado, y me preguntaba si yo sabía quién era Cathcart. Decía que se había encontrado con él en París durante la guerra y que hacía trampas en el juego para poder vivir; que podía jurar que era cierto y dar detalles sobre una fea historia vivida por ese individuo en no sé qué lugar de Francia; añadía que seguramente querría partirle la cara…, a Freeborn…, por meterse en lo que no le importaba, pero que había visto la fotografía del tipo en el periódico y que estimaba que yo debía enterarme de quién era el que se iba a casar con mi hermana.

      EL CORONER. – ¿Le sorprendió a usted esta carta?

      DUQUE DE D. – Al principio no podía creerlo. Si no hubiese sido el querido Tom quien me lo decía, hubiera arrojado la carta al fuego, y, aun así, me resistía a creerlo. Quiero decir que no era lo mismo que si hubiese sucedido en Inglaterra, ¿comprende?.. Los franceses se suben a la higuera por nada. Pero se trataba de Freeborn, y no es hombre que cometa errores.

      EL CORONER. – ¿Qué hizo usted?

      DUQUE DE D. – Cuanto más pensaba en el asunto, más me desagradaba. Pero no podía quedarme quieto; por tanto, pensé que lo mejor era hablar del asunto inmediatamente a Cathcart. Todos mis invitados habían subido a sus habitaciones mientras yo permanecía sentado pensando sobre ello; así que subí a la habitación de Cathcart y llamé a la puerta. “¿Quién es?” o “¿Quién demonios es?”, preguntó, o algo por el estilo, y yo entré. “Escuche, le dije. ¿Podría hablar unas palabras con usted?”. Me respondió: “Sí, pero dese prisa”. Me sorprendió un poco su tono…, porque, corrientemente, no era brusco. “Pues se trata – le dije – de que he recibido una carta que no me ha agradado nada, y me ha parecido que lo mejor sería traérsela a usted para poner las cosas en claro. Es de un hombre…, un hombre honrado…, antiguo compañero de colegio, quien me escribe que conoció a usted en París”. Cathcart me interrumpió en un tono bastante desagradable. “París – exclamó —. ¡París! ¿Por qué diablos viene usted a hablarme de París?”. Yo le dije: “No hable de esa forma. Está fuera de lugar, dadas las circunstancias”. “¿Adónde quiere usted ir a parar? – gritó Cathcart —. Escupa lo que sea y váyase a acostar, por el amor de Dios”. “De acuerdo – contesté —. Un individuo llamado Freeborn asegura que le conoció a usted en París, donde hacía trampas en el juego para conseguir dinero”. Yo creí que iba a protestar, pero respondió sencillamente: “¿Y qué?”. “¿Cómo y qué? -repliqué —. No pensará usted que voy a creer semejante cosa sin tener pruebas”. Entonces él me dijo algo muy gracioso: “Lo que se cree no tiene importancia… Lo que cuenta es lo que se sabe sobre las gentes”. Yo le dije: “¿Eso quiere decir que no lo niega usted?”. Me respondió: “¿Para qué? Yo no soy quién para negarlo. Es usted quien se tiene que hacer una opinión. Nadie podrá decirle que no es verdad”. En ese momento, se levantó bruscamente de su asiento, estando a punto de derribar la mesa, y añadió: “Me tiene sin cuidado lo que usted piense o lo que haga; pero salga de aquí, por el amor de Dios, y déjeme en paz”. “Escuche – le dije —. No tiene por qué tomarlo así. Yo no he dicho que lo crea…, en realidad. Estoy seguro de que se trata de un error, pero es usted el prometido de mi hermana Mary y no puedo quedarme tranquilo hasta que llegue al fondo del asunto”. “¡Oh! Si es eso lo que le preocupa, puede tranquilizarse. No ha lugar”. “¿De qué no ha lugar?”, pregunté. “De nuestro compromiso”, respondió. “¿Cómo? Si anteayer estuve hablando de eso con Mary”. Me dijo: “Es que aún no le he dicho nada”. “Bien. Me da la impresión de que es usted un perfecto sinvergüenza. ¿Quién demonios cree que es usted? ¿Por quién ha tomado a mi hermana?”. Le dije muchas cosas, todo cuanto se me vino a la boca, y terminé con la siguiente frase: “¡Salga de esta casa inmediatamente! ¡No queremos entre nosotros a un canalla como usted!”. “Me iré”, y tras empujarme al pasar, se precipitó a la escalera y salió de la casa dando un golpazo a la puerta.

      EL CORONER. – ¿Qué hizo usted?

      DUQUE DE D. – Me fui a mi dormitorio, que tiene una ventana sobre el invernadero, y desde allí le grité que no hiciera el imbécil. Estaba lloviendo torrencialmente y hacía un frío terrible. No regresó, así que le dije a Fleming que dejase la puerta del invernadero abierta…, por si lo pensaba mejor…, y me fui a la cama.

      EL CORONER. – ¿Qué explicación puede usted sugerir a la conducta de Cathcart?

      DUQUE DE D. – Ninguna. Me causó vértigo sencillamente. Pero debió de darse cuenta de que había recibido alguna carta y de que él había perdido la partida.

      EL CORONER. – ¿No mencionó usted el asunto a nadie más?

      DUQUE DE D. – No era agradable, y pensé que sería mejor dejarlo estar hasta la mañana siguiente.

      EL CORONER. – Entonces, ¿usted no hizo nada más?

      DUQUE DE D. – No. No tenía ningún deseo de correr detrás de Cathcart. Estaba demasiado colérico. Además, pensaba que él cambiaría de idea antes que pasara mucho tiempo… Hacía una noche de perros y no llevaba encima más que el esmoquin.

      EL CORONER. – Así, pues, usted se fue derecho a la cama y no volvió a ver más al difunto, ¿no es eso?

      DUQUE DE D. – No le volví a ver hasta el momento en que tropecé con él delante de la puerta del invernadero, a las tres de la madrugada.

      EL CORONER. – ¡Ah! ¿Sí? Ahora nos explicará usted qué hacía levantado a esas horas de la madrugada.

      DUQUE DE D. – (Titubeando). No lograba coger el sueño… Salí a dar un breve paseo.

      EL CORONER. – ¿A las tres de la madrugada?

      DUQUE DE D. – Sí. (Con repentina inspiración). Escuche: mi esposa no estaba… (Risas y algunas advertencias desde el fondo de la sala).

      EL CORONER. – ¡Silencio, por favor!.. ¿Quiere usted decir que salió a esa hora de una noche de octubre para dar un paseo por el jardín bajo una lluvia torrencial?

      DUQUE DE D. – Sí. Solamente para dar un paseíto. (Risas).

      EL CORONER. – ¿A qué hora abandonó usted su dormitorio?

      DUQUE DE D. – Pues… aproximadamente a las dos y media, diría.

      EL CORONER. – ¿Por dónde salió usted?

      DUQUE DE D. – Por la puerta del invernadero.

      EL CORONER. – ¿El cadáver no se hallaba allí cuando usted salió?

      DUQUE

Скачать книгу