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y la responsabilidad de la Administración Pública.

      Como ha señalado en numerosas ocasiones Josep Aguiló, los Estados constitucionales se caracterizan no solo por poseer una constitución rígida y normativa, sino también por la asunción de los fines y valores del constitucionalismo político, que se conectan con la limitación del poder político y la garantía de los derechos. De modo que esos rasgos “formales” del constitucionalismo, la rigidez y la normatividad constitucionales, han de ser entendidos instrumentalmente, es decir, como garantías de aquello que dota de valor al Estado constitucional y que serían precisamente los derechos del constitucionalismo. Derechos que pueden verse como dirigidos a evitar los distintos males que toda dominación política puede potencialmente llegar a producir: la arbitrariedad (los derechos vinculados al debido proceso), el autoritarismo (los derechos de libertad), el despotismo (los derechos de participación política) y la exclusión social (los derechos sociales y de igualdad real).

      Cuando hablamos de “Estado de Derecho” hacemos referencia a un ideal normativo que se plasma en una serie de exigencias institucionales al servicio de la consecución del ideal de justicia en una sociedad, y que coincidiría con el efectivo desarrollo de esos derechos del constitucionalismo a los que acabamos de hacer referencia. Se trata (nos decía Elías Díaz, en su ya clásica obra Estado de Derecho y sociedad democrática) de un rótulo evaluativo que usamos para designar a aquellos Estados que cumplen, al menos en determinado grado, con ciertas exigencias que implican el sometimiento del Estado a su propio Derecho, a través de la regulación y el control de todos los poderes y actuaciones del Estado por medio de leyes; leyes que deben haber sido creadas democráticamente, es decir, según procedimientos de libre y abierta participación popular. Esta es, por tanto, una concepción “robusta” del Estado de Derecho, en la cual no solo encontramos el requisito del imperio de la ley, sino también la división de poderes, el principio de legalidad de la actuación de la Administración (es decir, su actuación según la ley y la existencia de un suficiente control judicial sobre la misma) y, por último, la garantía jurídico formal y efectiva realización material de los derechos y libertades fundamentales. Es importante darse cuenta de que, en esta caracterización, los distintos elementos no se encuentran en un mismo nivel: mientras que el primero (el imperio de la ley) gozaría de prioridad tanto lógica como histórica frente al resto, sería sin embargo el último de estos elementos, la exigencia de hacer efectivos los derechos y libertades —entendidos como exigencias morales—, el que dotaría de valor a las instituciones que lo hacen posible, es decir, al modelo jurídico-político que denominamos Estado de Derecho y, en ese sentido, sería este último elemento el que tendría una prioridad justificativa frente al resto.

      Desde la filosofía del Derecho, los teóricos se han ocupado de discutir profusamente las exigencias que impone este ideal de sometimiento de los poderes del Estado al Derecho desde una perspectiva centrada en la actividad jurisdiccional (pensemos en todas las discusiones sobre el activismo judicial, sobre la naturaleza de la interpretación jurídica, sobre la discrecionalidad judicial, etc.) y también, aunque en menor medida, en la actividad legislativa. Sin embargo, se han desatendido las peculiaridades que el sometimiento al Derecho exige en el desempeño de otras actividades de los poderes públicos, en particular se ha quedado fuera del foco de atención de nuestros análisis gran parte del ámbito de actuación de la Administración Pública. Este libro pretende poner el foco de atención también sobre las exigencias que el Estado de Derecho impone a estas otras autoridades.

      En el primer capítulo del libro (“Sobre el problema de la corrupción”) abordo el problema de la corrupción pública, y lo hago a partir de las tesis sostenidas por Rodolfo Vázquez. Este autor se ocupa de la corrupción desde una perspectiva tanto conceptual (¿qué se entiende por corrupción?) como ético-jurídica (¿cuál sería el marco adecuado para pensar frenos institucionales contra la corrupción?). Tras analizar sus tesis y realizar algunas observaciones sobre la conexión entre responsabilidad y corrupción, el capítulo concluye con una propuesta de definición de corrupción algo más amplia que la que adopta Rodolfo Vázquez y con algunas reflexiones sobre los mecanismos de lucha contra este fenómeno, tomando como hilo conductor precisamente la conexión de la corrupción con la (falta de) responsabilidad. En mi opinión, una conducta corrupta en el ámbito público sería aquélla en la que un servidor público hace prevalecer intereses privados (propios o ajenos) sobre los intereses públicos por los que ha de velar.

      El segundo capítulo (“Sobre el valor de la seguridad jurídica”) está dedicado al valor de la seguridad jurídica. En él trato de defender una concepción de la seguridad jurídica que resulte coherente con las exigencias normativas del Estado constitucional de Derecho. Ello implica “sustantivizar” un tanto las exigencias que se derivan de este valor, que suele presentarse —de manera un tanto imprecisa— como exclusivamente “formal”. En mi opinión, la previsibilidad que el valor de la seguridad jurídica pretende maximizar se trata no solo de una propiedad graduable (en el sentido de que puede darse en mayor o menor medida), sino también “compleja”, en el sentido de que es una propiedad que se proyecta en diversas dimensiones: una objetiva (qué es lo que nos permite prever el Derecho), otra subjetiva (quién puede realizar dichas previsiones) y por último una temporal (hasta cuándo llegan nuestras previsiones). Estas dimensiones justifican distintas exigencias normativas: precisión (predeterminación de las consecuencias normativas), accesibilidad (estrechamente conectada con la publicidad y la transparencia), y estabilidad; exigencias que pueden entrar en conflicto entre sí. Por tanto, para establecer si se ha violado la seguridad jurídica no basta con determinar en abstracto si se ha visto afectada la previsibilidad, sino que hemos de preguntarnos cuál es la previsibilidad que consideramos jurídicamente valiosa: aquella que afecta a expectativas jurídicas razonablemente fundadas, es decir, expectativas al menos prima facie legítimas a la luz de los principios y valores reconocidos por el propio Derecho.

      En el capítulo siguiente, el tercero (“Sobre la discrecionalidad y la arbitrariedad”), me ocupo de otro de los de requisitos normativos definitorios del Estado de Derecho: la interdicción de la arbitrariedad en el ámbito de las actuaciones discrecionales de los poderes públicos. Para ello, el capítulo inicia con un análisis conceptual del fenómeno de la discrecionalidad jurídica, que me llevará a distinguir dos fenómenos distintos bajo ese rótulo. A partir de ahí, se centra en cómo deben ejercitarse los poderes discrecionales y en qué requisitos son necesarios para satisfacer la exigencia de su motivación. El capítulo intenta apartarse de la tradicional comprensión de los poderes discrecionales (a veces llamados “no reglados”) en términos de ausencia de regulación jurídica que genera la facultad de elegir libremente entre dos o más cursos de acción permisibles, concebidos como indiferentes jurídicamente, dado que esta caracterización no encaja con la posibilidad de controlar jurisdiccionalmente el ejercicio de dichos poderes. En mi opinión, la discrecionalidad implica la responsabilidad de determinar las medidas que, a la luz de las circunstancias de cada caso concreto, optimice los fines o valores a perseguir, lo que implica llevar a cabo evaluaciones y juicios de adecuación medio a fin. Pero estas evaluaciones pueden —y en un Estado de Derecho deben— estar sometidas a control jurisdiccional. Los poderes discrecionales sí estarían —en mi opinión— regulados jurídicamente, aunque a través de un tipo peculiar de normas jurídicas, las normas de fin, que exigen un mayor esfuerzo argumentativo por parte de sus destinatarios que otros tipos de normas.

      En el capítulo cuarto (“Sobre la responsabilidad en el ámbito de la Administración Pública”) trato de caracterizar en qué consiste el correcto desempeño de la actividad administrativa; dicho de otro modo: cuáles son las exigencias del principio de responsabilidad en el ámbito de la Administración Pública. Para ello, presento una caracterización de las peculiaridades de los deberes vinculados al desempeño de responsabilidades. A continuación, se analizan algunos de los “vicios” más comunes de la Administración, conectándolos con los diversos tipos de incumplimientos de las responsabilidades: la corrupción, el formalismo, la desidia y la incompetencia. Dado que las causas de estos incumplimientos son distintas, se remarca que también deberán serlo las estrategias adecuadas para luchar contra ellos. El capítulo termina con algunas ideas o propuestas, muy preliminares, para la mejora del desempeño de las funciones públicas.

      El capítulo quinto (“Sobre

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