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indígena está dividido social, cultural y políticamente. Ningún predominio, ya sea la tiranía azteca –o antes, la tolteca– en la meseta, la olmeca en el Golfo o la maya en el sureste, logra formar nunca una unión. Tuvieron que pasar cientos de años para que, como resultado del nuevo planteamiento social y el mestizaje cultural, surgiera la noción integral de grupo-país que no existió antaño.

      Como en toda conquista, hay en muchas ocasiones una brutal destrucción de las civilizaciones, y en esto tienen razón los indigenistas, pero difícilmente estas, por sus características, hubieran podido lograr un cabal desarrollo. Aunque en todas partes del mundo se mata por necesidades de la guerra o por sentencias de la justicia, en los países católicos, especialmente en España, por decisiones obscuras de tribunales eclesiásticos, ello se hacía sabiendo que se cometía un acto antinatural o un crimen justificado. El azteca, por su parte, convertía en fiesta las matanzas. Es justo decirlo: esas fiestas de muerte indígena dejaron menos víctimas que las muy santas guerras del cristianismo europeo.

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      Tzompantli (osario), autor: Rafael Cauduro.

      Debe conocerse la dimensión real de lo que acontecía. No eran sacrificios de animales o rituales sagrados donde se daba muerte a personas con intenciones religiosas muy específicas, como se dio en algunas partes de Asia, en Escandinavia o en el propio territorio maya. Se trataba de ¡holocaustos periódicos! de miles y miles de personas, una industria de matanza humana (la principal y alrededor de la cual se movía más gente: templos, ejércitos, guerras y una enorme burocracia de organización, recaudación, administración, etc.) a disposición de la insaciable sed de sangre del panteón azteca y de los temores metafísicos de su clase sacerdotal. A medida que van consolidando su poder, aumenta la demanda de sangre. Con su supremacía se propaga y glorifica el rito de los sacrificios humanos; solo en la principal celebración de la ciudad sagrada de Cholula se sacrificaban cada año seis mil víctimas a los dioses.

      El carácter sanguinario de la religión de Huitzilopochtli, el principal dios azteca, encuentra su culminación en los tiempos de Ahuízotl: en su reinado se termina un templo gigantesco consagrado al dios de la guerra. Cuando se inaugura, inmolan a 20 mil cautivos (algunos autores afirman que fueron 80 mil) durante cuatro días en los que se suceden decenas de sacerdotes exhaustos extrayendo corazones. «Se les dispuso en cuatro largas columnas, que se extendían desde más allá de los límites de la ciudad hasta la cima de la pirámide. Algunas miles de víctimas eran prisioneros de recientes victorias aztecas; pero la gran mayoría fueron entregados a los aztecas por gobernantes vasallos. Los nobles llegados de las provincias tributarias y estados enemigos fueron instalados, regalados con manjares y mordisquearon hongos alucinógenos para mitigar sus percepciones durante el sangriento espectáculo», narra Jonathan Kandell.

      Imaginemos la enajenación de la «fiesta». A los cautivos se les arrancaba el corazón en pocos segundos y sus cuerpos eran lanzados por la pirámide. El estruendo de los tambores ahogaba sus alaridos. Una vida tras otra era extinguida. Los torrentes de sangre humana que bajaban por los escalones del templo se coagularon en grandes cuajarones horribles. «El hedor era tan grande en toda la ciudad, que resultaba intolerable para la población». Los cuerpos eran desmembrados, y algunos, cocinados. Pero en esa ocasión, las víctimas fueron tantas, que miles de cuerpos fueron arrojados al lago de Texcoco.

      Visualicemos el ambiente en el que se sobrevivía esperando la inevitable llegada del turno en que tocaba entregar a un ser querido. La gente vivía bajo pánico constante debatiéndose con su fortuna; por un lado, odiando a su opresor y, por otro, tratando de ganarse su favor para postergar o evitar su destino. Siendo así, los mexicanos desarrollamos, como efecto y por instinto de conservación, formas serviles en nuestro trato y dobles intenciones en nuestro pensamiento, las cuales practicamos inconscientemente hasta la fecha y, como se verá adelante, todavía convivimos con sus consecuencias.

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      Práctica de sacrificios humanos, «una industria de matanza humana» alrededor de la cual se desarrollaba gran parte de la actividad administrativa, de recaudación, religiosa y militar del imperio azteca. «Había la necesidad de alimentar al cosmos, el sol perdería su fuerza si no recibía la sangre de los sacrificios, ya que ésta era la fuerza vital que movía el universo». Contra tal práctica, Cortés no escuchó argumentos: combatió la costumbre apenas tuvo contacto con ella.

      La lengua (la patria es el idioma, decía Unamuno), las costumbres, un gobierno con economía y leyes unificadas, la religión y un territorio definido son lo que hace nación. Estos elementos comunes son los que identifican a los mexicanos y aparecen en su territorio después de 1521. Repito: antes de la Conquista se trataba de diferentes poblaciones antagónicas y dispersas, después, con muchos defectos, surgió la nación. Cualesquiera habitantes de una nación deben, primero, reconocerse juntos, ser, sentirse parte, para luego pretender figurar en el mundo. «Para que Dulcinea fuera universal, primero fue del Toboso», dice, en Mis Tiempos, una inteligencia brillante.

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