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decir nada.

      Sin el menor rastro.

      Como cuando era una niña.

      Solo que esta vez no era un juego infantil.

      Nuestra familia no era rica.

      Nuestra única riqueza consistía en nuestras barcas de pesca, así que la dote de mi hermana se acordó sobre el producto que generaría una de nuestras barcas durante un año. Casi un tercio de todo lo que pescásemos durante el año siguiente serviría para pagar la dote a la familia del esposo. Que Duna hubiera desaparecido no significaba que el trato quedase sin valor, pues solo si aparecía su cadáver se anularía el acuerdo.

      Pero el cuerpo de mi hermana no apareció.

      La buscamos incansablemente por el río: nos sumergimos infinitas veces sin hallar el más mínimo rastro, e incluso echamos las redes con más lastre para dragar el fondo. Lo único que conseguimos fue perder una de ellas.

      Al quinto día de inútiles búsquedas nos rendimos.

      La dimos por muerta.

      Equivocadamente.

      LA HUIDA

      La noche de la marcha de Duna, la luna se ocultaba tras los nubarrones que atenazaban las tinieblas.

      Duna se había sometido pacientemente a los preparativos de la boda, pero ella no quería casarse. Y si un día lo hacía, sería con la persona que ella misma eligiera.

      Esta decisión la empujó a preparar una cuidadosa huida.

      Apenas envolvió unas ropas, que sustrajo a sus primos y que nadie echaría de menos, junto a algunos alimentos acumulados furtivamente. Formó un hato, se lo echó a la espalda y cruzó en silencio el balanceante puente de envejecidos maderos que la separaba de la orilla.

      Sus huellas quedaron desleídas en el barrizal que se había formado con la insistente llovizna de los últimos días. Sin dejar rastro alguno, subió hasta el lugar, aguas arriba, donde ocultaba una pequeña balsa de cañas que ella misma había construido en secreto.

      No dudó ni un instante.

      Ayudada por el impulso de un tosco remo, Duna cruzó el río y llegó a la orilla opuesta, el lugar secreto donde comenzaba la selva. El territorio donde el hombre no era más que una desvalida criatura.

      Allí se internó, como una sombra más entre las sombras de la noche.

      Nadie pudo ver cómo se le desgarraba el corazón, y nadie escuchó su desconsolado llanto aquella primera noche que pasó bajo la lluvia, en mitad de la selva.

      Solo esperaba que un tigre la devorase y así terminar con todo aquello.

      Pero eso no sucedió.

      El alba la encontró sumergida en un profundo sueño, del que ni los primeros rayos de sol, que llegaban al suelo tamizados por el tapiz vegetal de los árboles, consiguieron arrancarla.

      Solo se despertó cuando un rugido poderoso resonó en la espesura.

      Los monos enmudecieron en sus ramas, los antílopes huyeron despavoridos y todos los habitantes de la selva supieron que el tigre, aquella mañana, había comenzado su caza.

      Duna también lo supo y, a diferencia de la noche anterior, ya no estaba dispuesta a dejarse comer.

      Su instinto de supervivencia la alertó y su mente privilegiada calculó con rapidez las posibilidades que tenía de ponerse a salvo.

      Quizás ninguna.

      Solo contaba con un cuchillo y con el remo que había utilizado para cruzar el río.

      Pensó en regresar a la orilla, pero ni siquiera estaba segura de recordar con certeza en qué lugar había dejado la barca.

      Posiblemente se la hubiese llevado la corriente. Además, los tigres son extraordinarios nadadores; en el agua estaría perdida.

      Su olor a hombre debía de inundar toda la jungla.

      Le sería imposible esconderse.

      Pero Duna sabía que, igual que el tigre es atraído por el olor del hombre, también lo teme, y reconoce cuándo está frente a una presa o frente a otro cazador.

      Y en eso tenía que convertirse ella: en una cazadora.

      Debía hacerlo si quería conservar su vida.

      Se desvistió y envolvió con sus ropas un crecido arbusto para darle la apariencia de una figura humana.

      Desnuda, buscó el lugar más infestado de restos y detritus vegetales y se revolcó por el barro.

      A continuación, trepó a un árbol y, con un bejuco, ató el cuchillo a la parte más fina del remo formando una tosca lanza.

      Aquel fue su primer acecho.

      Después vinieron muchos más.

      Después se convirtió en una letal cazadora.

      Duna era muy ágil. Tanto, que era la mejor saltando al río desde los árboles.

      Era un juego peligroso. Los chicos elegían árboles altos y lo suficientemente apartados de la orilla como para que fuera imposible saltar al agua desde sus ramas. Para eso estaban las lianas, que lo hacían posible y arriesgado a la vez.

      Los muchachos se columpiaban en las lianas y se soltaban cuando calculaban que la caída al agua sería segura. El cálculo no siempre era exacto.

      Pero Duna era la mejor. Ni una sola vez se soltó antes de tiempo.

      Nunca.

      Y ahora debía ser más precisa que nunca.

      El tigre salió de la nada y atacó con ímpetu la falsa figura humana que había preparado la muchacha.

      No tuvo tiempo de girarse ni de darse cuenta de que había caído en una trampa.

      Una cuchillada de fuego se hundió en su cuello.

      Tardó solo unos segundos en desplomarse.

      Ni siquiera vio a la muchacha desnuda que cayó sobre él como si volara, colgada de una liana y empuñando en la otra mano una improvisada arma mortal.

      Duna rodó descontroladamente por el suelo. La liana no había resistido la embestida contra el tigre, y el impacto contra doscientos cincuenta kilos de músculos rayados había dejado aturdida a la muchacha.

      Se volvió jadeante y dolorida, buscando al tigre.

      Su cuerpo cubierto de barro y sudor, su boca abierta en una extraña mueca que mostraba sus dientes blancos, y aquellos ojos de expresión despavorida, le conferían un aspecto salvaje.

      Eso fue lo último que vio el tigre.

      ¡Un demonio!

      Duna esperaba encontrarse con el animal frente a frente y tener que luchar a muerte por su vida.

      No se imaginaba el feroz efecto de su ataque.

      Cuando vio a la fiera allí tirada, con la hoja de acero sobresaliéndole del cuello y desangrándose sin remedio, se postró de rodillas y lloró.

      Lloró de miedo y de alegría por saberse viva.

      Después, mientras desollaba al tigre, rezó.

      Rezó a todos sus dioses con todas las oraciones que sabía, y pidió todas las bendiciones que pudo recordar para su familia.

      Así fue su primera caza, y así se convirtió en Duna la cazadora.

      LA LEYENDA

      Pronto corrió por las aldeas el rumor de que había un cazador más en la selva.

      Alguien que no pertenecía a ninguna de las aldeas de los alrededores.

      Un desconocido

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