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advertirle de que aquello era peligroso.

      El tigre saltó sobre él desde la espesura, tan silencioso como un fantasma.

      Solo rugió cuando sus fauces se cerraron sobre la cadera de mi primo.

      Nos quedamos inmóviles.

      Petrificados.

      Ninguno de nosotros había visto antes un tigre vivo.

      Salvo los cazadores, la mayoría de las personas que ven un tigre vivo no llegan a contarlo.

      La impresión, al verlo tan cerca zarandeando a Asel de aquella forma tan violenta, nos sobrecogió de puro terror.

      La única que se movió fue Duna.

      En lugar de quedarse paralizada como nosotros, gritó como poseída y se hizo con uno de los ligeros arpones de caña que utilizábamos para ensartar a los peces más grandes.

      Lo lanzó con arrojo y alcanzó a la fiera en su zarpa derecha, atravesando su garra de lado a lado. El tigre, que sangraba enfurecido, soltó repentinamente a Asel, y tras desembarazarse del arpón, se giró hacia Duna y se enfrentó a su inesperado enemigo con un rugido que nos heló la sangre.

      Duna tomó una de las varas largas que se utilizaban con las redes y, de forma temeraria, golpeó el agua con fuerza una y otra vez, gritando fuera de sí.

      Los varazos restallaban sobre la superficie del río como latigazos y mantenían al tigre a distancia, disuadiéndolo de saltar a la barca desde donde lo hostigaba mi hermana.

      Sorprendido por los gritos y rabioso por el dolor de la zarpa desgarrada, el animal debió de pensar que aquella joven era mucho más que un simple humano. Porque los tigres, como los hombres, también creen en los demonios.

      Aunque estos sean otros y pertenezcan a otro mundo.

      O a otro infierno.

      Y, soltando un gruñido de frustración, el animal se internó en la selva de un solo salto. Desapareció de nuestra vista de la misma sorprendente manera que había aparecido, pero dejó tras de sí un mundo nuevo: un mundo de miedo, asombro y valentía.

      Así sería el mundo de Duna desde aquel día.

      Y para siempre.

      Asel se abrazó a Duna, que fue la primera en llegar junto él. Después llegaron su padre y el mío. Los muchachos, aturdidos aún por lo que habíamos presenciado, no nos atrevimos a abandonar la seguridad de nuestras barcas.

      Cuando lo subieron a cubierta, mi primo se agitaba violentamente y no paraba de gritar blasfemias mientras se desangraba por la herida.

      Aquel día renunciamos a la pesca.

      Regresamos de inmediato a casa con Asel. Las mujeres de la familia intentaron remediar el daño producido por la bestia con ungüentos y plantas, cuidados en los que eran auténticas expertas y que sabiamente transmitían de generación en generación.

      Nuestro primo no murió en aquel ataque.

      Sobrevivió.

      Se convirtió en una de las pocas personas que podían contar que habían seguido con vida después del ataque de un demonio rayado.

      Pero, desde entonces, odió y temió a los tigres.

      En la misma medida.

      Asel siempre le estuvo agradecido a Duna por salvarle y, años después, se lo demostraría con creces.

      LA BODA

      –Deberías dejarla en casa; o mejor, ¡cásala! Ya es casi una mujer. Es mayor para andar faenando con los hombres y jugando con los muchachos.

      Eso dijo el padre de mi padre aquella noche cuando se reunieron los adultos de la familia.

      –Solo es una niña…

      –Tu madre, a su edad, ya estaba prometida conmigo.

      –Sí, lo sé. Pero no me gusta la idea.

      Mi padre no estaba convencido de que aquello fuera lo más correcto.

      Ni siquiera pensaba que fuera bueno para Duna.

      –¿No eres capaz de verlo en sus ojos? Su mirada no es como la de las demás mujeres. No lo es. Es la mirada de la selva. Lleva el demonio de la selva dentro.

      Duna y yo escuchábamos la conversación de los mayores sin que nadie se diera cuenta de nuestra presencia.

      Mi imprudente hermana me había convencido para seguirla por los tejados de las casas, haciéndome trepar tras ella, hasta que nos situamos encima de la vivienda de Asel, donde se celebraba la asamblea familiar en la que solo participaban los adultos.

      Nadie se dio cuenta de nuestra presencia allí.

      Ninguno podía imaginar que Duna estaba escuchando lo que decían de ella.

      Mi hermana no pronunció ni una palabra, y yo tampoco me atreví a comentarle nada.

      Su mirada era oscura y su gesto duro.

      Volvimos gateando por los tejados hasta nuestra casa, sin hacer el menor ruido.

      Duna se revolvió en su hamaca y se durmió sin más.

      Al menos, eso creí entonces.

      ¡Qué poco sabía yo sobre los sentimientos de mi hermana!

      Un mes después de aquella conversación, y a pesar de lo que pensaba mi padre, mi hermana estaba prometida con el hijo mayor de un próspero comerciante de pescado.

      Un hombre con fortuna, pero diez años mayor que ella.

      –Si me prometes en matrimonio sin mi consentimiento, bajaré al fondo del río y me quedaré allí. No subiré.

      Esa fue la amenaza que le hizo Duna a mi padre el día que este le dijo que iba a casarla.

      Pero no la cumplió.

      Nunca supimos por qué.

      Incomprensiblemente para nosotros, que la conocíamos bien, Duna dejó que se hicieran las presentaciones de rigor y que se acordaran las condiciones de la dote que mi familia debía aportar.

      Parecía aceptarlo todo con resignación. Sin embargo, una semana antes de la celebración, Duna desapareció.

      Como lo hacía desde niña: sin dejar la menor señal.

      Cuando éramos pequeños, mi hermana desaparecía con cierta frecuencia.

      Le gustaba esconderse durante interminables horas, lo que ponía muy nerviosa a nuestra madre, que siempre se preocupaba en cuanto alguno de nosotros se alejaba de su vista, aunque fuera solo por unos momentos.

      Mi abuelo nos contó una vez, y como queriendo olvidarlo, que una hermana de mi madre desapareció en la selva.

      Desapareció sin más.

      Nunca supieron qué sucedió: si se perdió en la selva, si se ahogó en el río o si la devoró alguna fiera.

      Encontraron la cesta de juncos, donde atesoraba las bayas que recolectaba, tirada junto al camino que iba de la aldea a nuestras casas.

      No era un lugar peligroso.

      No tenía por qué serlo.

      Pero nadie volvió a verla nunca.

      Por eso mi madre no dejaba de vigilarnos ni un instante. Nos había prohibido andar solos por los caminos y alejarnos de nuestra orilla.

      Claro que Duna nunca entendió de prohibiciones.

      Después de esas ausencias, reaparecía como si tal cosa. Sin dar explicaciones de dónde había estado.

      Con ello se ganaba severos castigos de mi madre, pero jamás le importó.

      Los aceptaba sin la menor protesta, como había

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