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lo utiliza.

      Es cierto que en científicos y técnicos acechan siempre dos grandes tentaciones, aunque en verdad lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida y en personas que no se consideran ni científicos ni técnicos.

      En primer lugar, está la tentación de la insaciable curiosidad humana. Esta es una tentación incrustada en la misma naturaleza humana. Todos tenemos algo de aprendices de brujo. Unas personas controlan esa tendencia más y otras no la controlan tanto. Pero siempre está esa aspiración a conseguir más y más, de subir «más rápido, más alto, más fuerte». Es la natural curiosidad por lo nuevo, lo desconocido, lo misterioso. Esta debe ser una tentación enorme en los grandes científicos e investigadores, para quienes cada nuevo paso en la investigación supone una enorme puerta hacia nuevos misterios de la naturaleza. No debe ser nada fácil controlar esta curiosidad convertida en una verdadera pasión. En este sentido, es comprensible la curiosidad y la ansiedad que habitan e incitan ciertas propuestas del transhumanismo. Explican, pero no justifican algunos proyectos transhumanistas.

      Además, la tentación de la curiosidad está hoy alimentada o, por lo menos, va acompañada de la competitividad. Aquí se dan la mano la política y la economía para azuzar la pasión por el progreso científico y tecnológico. A nadie se le oculta hoy que el primer y principal poder de las personas y de los pueblos es el conocimiento. Desde Bacon se viene repitiendo: «Conocer es poder». Quizá nunca se había visto tan clara la verdad de esta afirmación. Quien llega primero a la información y se apodera del conocimiento tiene todas las de ganar en política y en economía. Por eso la competencia hoy es brutal y, para algunas personas e instituciones, no conoce límites éticos. Manda en la geopolítica. Manda en la economía.

      La presión ejercida hoy por la política y la economía sobre científicos y técnicos es enorme. La necesidad de ser punteros en ciencia y tecnología se antepone a las consideraciones éticas. Por consiguiente, en cierto sentido el problema ético está más de la parte de los líderes políticos y económicos que de la parte de los científicos y los técnicos. Esto no dispensa a científicos y técnicos de toda su responsabilidad.

      Un ejemplo bastante claro de esa competencia lo tenemos en el ámbito de la salud. Una cosa tan sagrada como la salud de las personas se ha convertido para algunos en un inmenso mercado. La investigación biomédica es una poderosa herramienta comercial. Los intereses económicos pueden pervertir los valores más sagrados de cualquier profesión, aunque sea a costa del bienestar de los individuos y de los pueblos. En el ámbito de la farmacología y de las tecnologías sanitarias se han dado casos verdaderamente escandalosos. Están a veces de por medio gigantes tecnológicos y económicos como los llamados GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple), Microsoſt , Twitter... En este momento de la pandemia a causa del coronavirus se puede constatar un enorme movimiento inspirado por intereses económicos.

      En segundo lugar, está la tentación de ignorar las consecuencias de los propios descubrimientos. Llevado de la insaciable curiosidad, del ansia de atravesar la siguiente frontera, de la necesidad compulsiva de progresar un paso más, de la necesidad de adelantarse al vecino, el científico puede olvidarse de calcular las consecuencias de sus descubrimientos. Aquí se juntan dos hechos contrastantes.

      Por una parte, está la enorme dificultad para conocer todas las consecuencias de un nuevo descubrimiento y todos los posibles usos que se puedan hacer del mismo. ¿Quién puede adivinar el uso futuro que se puede hacer de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas posibilidades tecnológicas? Si ya es difícil prever las consecuencias de cualquier acción humana elemental, ¿cuánto más difícil es prever las consecuencias de los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos? Alguien ha dicho que, si debiéramos estar seguros de las consecuencias de nuestras acciones, el mundo entero se paralizaría. Tiene toda la razón. Pero, al menos, es cuestión de responsabilidad ética prever el mayor número de consecuencias y sobre todo las consecuencias más trascendentales para la vida propia y ajena.

      No es ninguna novedad afirmar la ambigüedad del progreso. Ya lo avisaba la figura de Glauco, el pescador de Beozia, al que alude Dante en la Divina Comedia. «Una vez consumida la hierba de la inmortalidad, se transformó en una especie de monstruo con la cola de pez y fue rechazado por la hermosa ninfa Escila, de la que estaba enamorado». Pero ese doble rostro del progreso no invita necesariamente al rechazo del mismo; invita más bien a la precaución y a la responsabilidad.

      En este sentido, es muy importante prestar atención a lo que se ha llamado la ética preventiva o profiláctica. Durante mucho tiempo la ética se consideraba una herramienta adecuada para analizar los hechos ya consumados y sus consecuencias. Era una buena herramienta para «el examen de conciencia» a posteriori. Pero esa ética hoy no nos es suficiente. La magnitud del progreso científico y las posibilidades del progreso tecnológico son tan elevadas que pueden poner en riesgo la supervivencia de la misma especie humana. Por eso, no hay que esperar a que sucedan los acontecimientos para analizarlos éticamente. Sería demasiado tarde. Ya no habría sujeto para hacer «el examen de conciencia». Hay que adelantarse a los acontecimientos. Hoy es necesaria una ética preventiva o profiláctica para evitar las catástrofes antes de que sucedan.

      Esta ética preventiva debe tomar muy en serio las advertencias hechas por pensadores muy reconocidos. U. Beck ha definido en este sentido la sociedad actual como la «sociedad del riesgo» y ha calificado este riesgo como «riesgo global o generalizado». Ya no se trata de algunos puntos negros en la autovía. Es toda la autovía la que está minada y supone un riesgo permanente. Y H. Jonas ha invocado el «principio de responsabilidad» para enfrentar la amenaza que suponen las posibilidades de la técnica moderna. J. Habermas ha ido más allá hasta hablar de la necesidad de una «ética de la especie» para enfrentar el riesgo de una virtual lesión a la misma dignidad humana.

      La ética preventiva o profiláctica obligaría a suspender la investigación cuando hay seguridad de que algún descubrimiento puede tener efectos catastróficos para la especie humana. Está claro que este criterio no sirve para aquellos transhumanistas que aspiran a dejar atrás cualquier humanismo y a implantar el posthumanismo. Aquí comienza el disenso entre los mismos científicos. Pero incluso aquellos que no están dispuestos a frenar la investigación lo hacen por convicción y con la mejor intención. No hemos de pensar que los científicos buscan y disfrutan las consecuencias perversas de sus descubrimientos. La gran mayoría de ellos solo desean que esas consecuencias nunca tengan lugar y que nadie use sus descubrimientos para dañar a esta humanidad. De nuevo hay que partir del supuesto de inocencia para no demonizar la ciencia ni la técnica, para no demonizar de entrada a los defensores del transhumanismo y del posthumanismo. La tecnofobia por sistema es una patología.

      Pero tampoco se debe demonizar a los críticos del transhumanismo por el simple hecho de que cuestionen algunas de sus propuestas. También aquí hay que partir del supuesto de inocencia. También los críticos del transhumanismo desean y procuran la mejora de la humanidad. También los defensores de una ética preventiva y profiláctica están interesados en las mejoras de la humanidad. Tienen derecho a denunciar una «tecnofilia» desproporcionada, una confianza absoluta en la ciencia y en la técnica. Hasta el mismo Manifiesto transhumanista advierte sobre este peligro: «Por otra parte –afirma–, también sería trágico que se extinguiera la vida inteligente a causa de algún desastre o guerra ocasionados por las tecnologías avanzadas».

      La ciencia y la técnica, como cualquier actividad humana, necesitan control y disciplina para mantenerse al servicio de objetivos y propósitos legítimos, convenientes, beneficiosos para la humanidad. Más que nunca, dado su enorme poderío, hoy la ciencia y la técnica necesitan ser controladas y orientadas por la ética. Quienes ponen las exigencias éticas por encima de las posibilidades científicas y técnicas no deben ser demonizados. Están en su derecho. Les acredita la recta intención de buscar el bien de la humanidad y prevenir contra cualquier daño a la humanidad.

      Entre los mismos científicos algunos de reconocida autoridad expresan mucha precaución sobre algunos proyectos de investigación y sobre un uso demasiado alegre de sus resultados. Se trata de personas que conocen bien los niveles actuales del progreso científico y tecnológico y precisamente por eso expresan esa precaución. No comparten el exagerado entusiasmo que manifiestan algunos

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