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lo que se pueda vivir

       I. Maldita Simone Weil

       II. Sucedáneos, ídolos

       III. Maestra del pesimismo: descrearse

       IV. Mierda de mundo

       V. Aceptar el mundo tal como es

       VI. Filosofía para una vida peor

      EL AUTOR

      Oriol Quintana nacido en Barcelona en 1974, es licenciado en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Amplió sus estudios cursando el doctorado en la misma, y presentando la tesina Orwell and War, sobre el escritor George Orwell. Ejerce de profesor de Filosofía, Psicología y Religión en la enseñanza secundaria.

      1. Unos cuantos millones de cadáveres

      I. La literatura de autoayuda, ¿una anomalía histórica?

      Todo libro de autoayuda parte siempre de una premisa básica: uno puede mejorar. La vida, ciertamente, está llena de obstáculos, pero se puede triunfar sobre ellos. En realidad, no existen las dificultades: existen los retos. Desde el Usted puede sanar su vida hasta los esfuerzos por Un mundo sin quejas, una riada casi infinita de títulos pretenden calmar nuestra angustia vital a base de inundar cada rincón de la existencia con un recalcitrante optimismo, que dice que alguna fuerza cósmica empuja las cosas hacia lo mejor, y que al individuo sufriente e inseguro le bastaría con dejarse llevar por esas fuerzas benevolentes para salir de su situación.

      Recalcitrante es el adjetivo justo: la doctrina que dice que todo está providencialmente dispuesto para que el bien triunfe debería haberse extinguido hacia finales del siglo XX, justo cuando los regímenes dictatoriales del este de Europa comenzaron a desmoronarse de manera casi incruenta: morían de puro cansancio, porque su inercia se había agotado. ¿Quién iba a tener ganas de encabezar una revolución por un futuro mejor, cuando justamente por este eslogan y otros similares se instaló una opresión escandalosa y duradera? Lo cierto es que celebró el fin de las dictaduras con cierto alivio pero sin mucha alharaca: si uno presta atención al repasar los vídeos de la época, verá como los martillazos que la gente propinaba al muro de Berlín en el año 1989 se daban con cierta desgana. Faltaba la ira, la furia, la determinación del que cree que está salvando al mundo, del que cree que abre el camino de la libertad y deja por fin atrás el sufrimiento. Faltaba el empuje de las masas. Pero es que nadie que conociera mínimamente los hechos transcurridos entre 1914 y el mismo 1989, y no digamos los que directa o indirectamente sufrieron sus consecuencias, podría creer que las cosas, algún día, llegarían a estar bien.

      Y es que incluso una mirada superficial, estadística, a la historia del siglo XX revela que los niveles de sufrimiento y las pérdidas de vidas humanas que se dieron a lo largo del siglo son de tal dimensión que casi constituyen un novum histórico. Es evidente que es siglo XX no inventó la guerra ni la tortura, pero si es cierto que la cantidad supone una transformación en la calidad, por lo menos a partir de ciertas cifras astronómicas, entonces sí estamos ante lo nunca visto. ¿Cuánta gente murió en la Primera Guerra Mundial? Algunas fuentes dicen que en total, se llegó a los diecisiete millones de personas, la mayoría de las cuales fueron soldados en el frente. En la Segunda Guerra Mundial, Alemania perdió tres millones de soldados; la URSS, ocho millones. Otros ejércitos, algo menos: Estados Unidos sólo trescientos mil, Gran Bretaña, menos de medio millón; Francia, doscientos mil. Y en cuanto a las víctimas civiles, ni que decir tiene que los años de la Segunda Guerra Mundial constituyen un macabro récord imbatible. Los nazis asesinaron alrededor de seis millones de judíos, como es bien sabido: el número de víctimas civiles del conflicto asciende a catorce millones de personas −en sólo doce años. Esos años, además, supusieron la resurrección de fenómenos sociales que no se veían desde la Edad Media, como los encarcelamientos sin juicio ni acusación formal, las cazas de brujas y las torturas para extraer falsas confesiones, aunque, de nuevo, a una escala que haría parecer a los antiguos inquisidores como simples aficionados (George Orwell dixit)... Por no mencionar las deportaciones forzosas, lo que antes se llamaba el destierro, que, curiosamente, hasta entonces había tenido una especie de aura romántica.

      Algunos historiadores se han empeñado en recordar a sus lectores que los tristemente famosos métodos industriales de exterminio, que tanto han impresionado nuestras mentes, en realidad fueron menos usuales que el tradicional método de dejar morir de hambre a tus enemigos, largamente practicado en los antiguos asedios de ciudades. Entre Hitler y Stalin mataron de hambre a siete millones de personas, ya fueran civiles que no mostraron el suficiente entusiasmo en las colectivizaciones de tierras, ya fueran prisioneros de guerra, ya fueran ciudadanos sitiados en los cercos a ciudades o en los guetos. Lo que hizo resucitar el canibalismo.

      Como dijo una vez un superviviente de Auschwitz, todavía no ha existido una realidad contraria y simétrica al campo de concentración como para que el mal que encerró quedara compensado. No existe ninguna refutación histórica posible para Auschwitz. En realidad, no puede concebirse siquiera. Ya no queda energías para ese esfuerzo mental que es diseñar una utopía. Del Lager y de hechos concomitantes deberíamos haber aprendido que las cosas no están providencialmente dispuestas para la producción del bien, y que la única regla de oro que hay para la vida humana no es que hay que elegir entre el bien y el mal, sino únicamente entre dos males posibles. No era la búsqueda del bien, sino del mal menor, pues, lo que hacía chocar la cabeza del martillo contra el muro. Era el momento propicio para extender el certificado de defunción del optimismo.

      Y a pesar de todo ello, a pesar de los millones de cadáveres, hay una miríada de libros que crecen sobre un humus optimista que no debería existir. ¿Se trata de una anomalía histórica? Lo cierto es que no: hubo otras épocas en que la imposibilidad de diseñar un proyecto histórico optimista era algo patente. Tras el desmembramiento del imperio de Alejandro Magno proliferaron las escuelas de filosofía que proponían una suerte de salvación individual, de las que conocemos el estoicismo y el epicureísmo. Es de estas escuelas la idea según la cual la filosofía debía dedicarse únicamente a la sanación del alma. Un antiguo fragmento atribuido a Epicuro lo afirmaba con rotundidad [Epicúrea, 221]:

      “Vana es la palabra de aquel filósofo que no remedia alguna dolencia del hombre. Pues así como ningún beneficio hay en la medicina que no expulsa las enfermedades del cuerpo, tampoco lo hay en la filosofía si no expulsa la dolencia del alma”

      Salvando las insalvables distancias respecto a la autoayuda contemporánea, el estoicismo volvió a poner en circulación una antigua doctrina que luego fue reciclada otra vez por el monoteísmo cristiano: la idea de que un orden providencial regía el mundo, y que los males eran puestos por Dios, o el Logos, o como se le quisiera llamar, en dirección al bien. Uno no puede dejar de sorprenderse al comprobar cómo, en ciertos autores estadounidenses, que son los que más libres están de toda sospecha de haber leído, por ejemplo, a Marco Aurelio (emperador romano seguidor del estoicismo), se pueden encontrar afirmaciones así de providencialistas [de Louise L. Hay, Usted puede sanar su vida, 1993, Círculo de Lectores, escrito originalmente en 1984]:

      “En la infinitud de la vida, donde estoy, / todo es perfecto, completo y entero. /La Divinidad siempre me guía y me protege/.../Todo está bien en mi mundo (...)”

      No es nuestra intención poner en el mismo saco la literatura de autoayuda y a esa consagradísima escuela filosófica de la antigüedad: sólo queremos señalar cómo ambas surgieron a la sombra de los desastres (los imperios, que se construyen y se destruyen siempre con sangre, son invariablemente una forma de desastre). Por lo demás hay muchas diferencias, y la más importante es la que los separa como a dos

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