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que expresaba una verdad que nadie oiría jamás. Pero mientras él la expresara, de alguna tortuosa manera la continuidad no estaría rota.

      La herencia humana no se transmitía cuando lo escuchaban a uno, sino al mantener la cordura. Regresó a la mesa, mojó su pluma, y escribió:

       Para el futuro o el pasado, para un tiempo en que el pensamiento tenga libertad, cuando los hombres sean diferentes uno de otro y no vivan solos un tiempo cuando exista la verdad y lo que se haga no pueda deshacerse:Desde la época de la uniformidad, desde la época de la soledad, desde la época del Gran Hermano, desde la época del doblepensar:¡saludos!

      Ya estaba muerto, reflexionó. Le parecía que sólo ahora, cuando había podido comenzar a formular sus pensamientos, había dado el paso decisivo. Las consecuencias de todas las acciones se incluían en la acción misma. Escribió:

       Una ideadelito no implica la muerte; una ideadelito es la muerte.

      Ahora que se había reconocido a sí mismo como un hombre muerto, se volvía importante mantenerse vivo el mayor tiempo posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente el tipo de detalle que podía traicionarlo a uno. Algún fanático entrometido del Ministerio (una mujer, probablemente; alguien como la mujercita rubia o la muchacha de cabello oscuro del Departamento de Ficción) podría comenzar a preguntarse por qué había estado escribiendo durante el intervalo de la comida, por qué había usado una pluma de otra época, qué había escrito, y después soltar un indicio en el cuartel adecuado. Fue al baño y lavó con cuidado la tinta con el jabón arenoso café oscuro que lastimó su piel como una lija y, por lo tanto, servía bien para tal propósito.

      Guardó el diario en el cajón. Realmente era inútil pensar en ocultarlo, pero al menos podía asegurarse de que su existencia no había sido descubierta. Un cabello colocado a través de las páginas era demasiado obvio. Con la punta de su dedo levantó un grano identificable de polvo blancuzco y lo depositó sobre la esquina de la portada, donde era probable que cayera si movían el cuaderno.

      III

      Winston soñaba con su madre.

      Debía tener, pensó, unos diez u once años cuando su madre desapareció. Era una mujer alta, escultural, bastante callada, con movimientos lentos y una estupenda cabellera rubia. Recordaba vagamente a su padre como moreno y delgado, siempre vestido con pulcras prendas oscuras (Winston recordaba, sobre todo, las suelas muy delgadas de los zapatos de su padre) y que usaba los anteojos. Era evidente que a los dos se los había tragado una de las primeras grandes purgas de los años cincuenta.

      En ese momento, su madre estaba sentada en algún lugar muy debajo de él, con su hermanita en brazos. El no recordaba a su hermana en absoluto, excepto como una bebé diminuta y ligera, siempre callada, con enormes ojos atentos. Las dos lo miraban desde abajo. Estaban en algún lugar subterráneo —el fondo de un pozo, por ejemplo, o en una tumba muy honda—, pero era un lugar que, aunque ya estaba bastante debajo de él, se movía hacia abajo. Estaban en el salón de un barco que se hundía y miraban hacia arriba a través del agua oscurecida.

      Todavía había aire en el salón, ellas aún lo veían y él a ellas, pero se hundía todo el tiempo, en lo profundo de las aguas verdes que momentos más tarde las ocultarían de la vista para siempre. El estaba en la luz y en el aire mientras ellas eran succionadas hasta morir, y ellas estaban abajo porque él estaba arriba. El lo sabía y ellas lo sabían y podía ver la comprensión en sus caras. No había reproche en sus caras ni en su corazón, sólo el conocimiento de que debían morir para que él pudiera permanecer con vida, y todo esto era parte del inevitable orden de las cosas.

      No recordaba qué había sucedido, pero en su sueño sabía que, de algún modo, su madre y su hermana habían sacrificado sus vidas por la de él. Era uno de esos sueños en los cuales, al mismo tiempo que conservaba las escenas características de los sueños, era una continuación de la vida intelectual propia, y en el cual uno está consciente de sucesos e ideas que todavía parecen nuevos y valiosos después que uno despierta. Lo que Winston comprendió de repente fue que la muerte de su madre, hacía casi treinta años, había sido trágica y dolorosa de un modo irrepetible. Percibía que la tragedia pertenecía a una época antigua, a un tiempo en el que todavía existían la privacidad, el amor y la amistad, y en el que los integrantes de una familia se apoyaban entre sí sin necesidad de saber la razón. El recuerdo de su madre destrozó su corazón porque ella había muerto amándolo, cuando él era demasiado joven y egoísta para amarla a su vez y porque, de un modo que él no recordaba, se había sacrificado en un concepto de lealtad que era privado e inalterable. Vio que tales cosas no podían ocurrir en la actualidad. Hoy todo era temor, odio y dolor, pero no había dignidad en la emoción, nada de penas profundas o complejas. Le parecía que veía todo esto en los grandes ojos de su madre y su hermana, que lo miraban desde abajo a través de las aguas verdes, a cientos de brazas hacia abajo y todavía hundiéndose.

      De repente estaba parado en un césped corto y mullido, en una tarde de verano cuando los inclinados rayos del sol doraban la tierra. El paisaje que observaba reaparecía tan a menudo en sus sueños que nunca estaba seguro de si lo había visto o no en el mundo real. Cuando pensaba despierto en él lo llamaba el País Dorado. Era un viejo pastizal devorado por los conejos, con un sendero que lo atravesaba y una topera aquí y allá. En el seto irregular del lado opuesto del campo, las ramas de los olmos se mecían ligeramente en la brisa, sus hojas se agitaban en masas densas como la cabellera de una mujer. En algún lugar cercano, aunque fuera de la vista, había un arroyo de aguas transparentes que avanzaban lentas, en donde los peces nadaban en los estanques bajo los sauces.

      La muchacha del cabello oscuro venía hacia ellos a través del campo. Con lo que parecía un solo movimiento, rompió sus ropas y las lanzó en forma despectiva a un lado. Su cuerpo era blanco y fluido pero no estimulaba su deseo, en realidad él apenas lo miraba. Lo que lo abrumaba en ese instante era la admiración por el gesto con el que ella había hecho a un lado sus ropas. Con su gracia y despreocupación parecía aniquilar una cultura completa, todo un sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento pudieran desaparecer hacia la nada con un único movimiento esplendoroso del brazo. Ese también era un gesto que pertenecía a una época antigua. Winston despertó con la palabra Shakespeare en los labios.

      La telepantalla emitía un silbido que partía los oídos y que continuó en la misma nota durante treinta segundos. Eran las siete quince exactas, la hora de levantarse para quienes trabajaban en las oficinas. Winston saltó de un tirón de la cama —desnudo, porque un afiliado a la masa del Partido sólo recibía 3000 cupones para ropa al año, y una pijama costaba 600— y tomó una sucia camiseta y un par de pantalones cortos que estaban sobre una silla. Los Estiramientos Físicos comenzarían en tres minutos. Al instante siguiente estaba doblado por un violento acceso de tos que casi siempre lo atacaba poco después de levantarse. Vaciaba tan completamente sus pulmones que sólo comenzaba a respirar de nuevo acostado sobre su espalda y después de una serie de respiraciones profundas. Sus venas se hincharon por el esfuerzo de toser, y la úlcera varicosa comenzó a darle comezón.

      —¡Grupo de los treinta a los cuarenta! —ladraba una aguda voz de mujer-. ¡Grupo de los treinta a los cuarenta!

      ¡Tomen sus lugares, por favor! iDe los treinta a los cuarenta!

      Winston saltó atento frente a la telepantalla, sobre la cual había aparecido la imagen de una mujer joven, flaca pero musculosa, vestida con una túnica y zapatos para gimnasia.

      —¡Doblen y estiren los brazos! —indicó—. Sincronícense conmigo. ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! iVamos, camaradas, pongan un poco de ánimo en esto! Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!...

      El dolor del acceso de tos no había borrado de la mente de Winston la impresión del sueño, y los movimientos rítmicos del ejercicio la restablecieron de algún modo. Conforme lanzaba sus brazos mecánicamente atrás y adelante, y adoptaba la expresión de sereno placer que se consideraba adecuada durante los Estiramientos Físicos, se esforzaba por retroceder al borroso periodo

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