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hijos. Al principio estuvo vinculado a su ciudad natal por un fuerte sentido de pertenencia que, sin embargo, a causa de desacuerdos políticos, con el tiempo se convirtió en una abierta oposición. Aun así, el deseo de regresar allí nunca lo abandonó, no solo por el afecto que, no obstante, siguió teniendo por su ciudad, sino sobre todo por haber sido coronado poeta en el lugar donde había recibido el bautismo y la fe (cf. Par., XXV, 1-9). En el encabezado de algunas de sus Cartas (III, V, VI y VII), Dante se define «florentinus et exul inmeritus», mientras que en la XIII, dirigida a Cangrande della Scala, precisa «florentinus natione non moribus». Él, güelfo de la parte blanca, se encontró implicado en el conflicto entre los güelfos y los gibelinos, entre los güelfos blancos y los negros y, después de haber ocupado cargos públicos cada vez más importantes, hasta convertirse en prior, por una serie de acontecimientos políticos adversos fue exiliado por dos años en 1302, inhabilitado para ejercer cargos públicos y condenado a pagar una multa. Dante rechazó la sentencia, que consideraba injusta, y el juicio contra él se hizo aún más severo: exilio perpetuo, incautación de los bienes y condena a muerte en caso de que regresara a su patria.

      Comenzó así la parte más dolorosa de la historia de Dante, que en vano intentó regresar a su amada Florencia, por la que había combatido con vehemencia.

      Se convirtió así en el exiliado, el «peregrino pensativo», caído en una condición de «dolorosa pobreza» (El convite, I, III, 5), que lo llevó a buscar refugio y protección con algunos señores de la región, como los Scaligeri de Verona y los Malaspina en Lunigiana. En las palabras de Cacciaguida, antepasado del poeta, se percibe la amargura y la desolación de esta nueva condición: «Tú dejarás las cosas / más dilectamente amadas, que es el primer dolor / que produce la primera saeta del arco del exilio. / Tú probarás cómo sabe amargo / el pan ajeno y qué duro camino / es el de bajar y subir por las escaleras de los demás» (Par., XVII, 55-60).

      Posteriormente, no aceptando las condiciones humillantes de una amnistía que le hubiera permitido regresar a Florencia, en 1315 fue condenado a muerte nuevamente, esta vez junto con sus hijos adolescentes. La última etapa de su exilio fue Rávena, donde lo acogió Guido Novello da Polenta y donde murió la noche del 13 al 14 de septiembre de 1321, al volver de una misión en Venecia, a la edad de cincuenta y seis años. Su sepultura, en San Pedro el Mayor, en un arca situada cerca del muro externo del antiguo claustro franciscano, fue trasladada posteriormente al contiguo templete del setecientos, donde, después de convulsas vicisitudes, en 1865 fueron depositados sus restos mortales. El lugar es todavía hoy destino de numerosos visitantes y admiradores del sumo poeta, padre de la lengua y la literatura italiana.

      En el exilio, el amor por su ciudad, traicionado por los «muy infames florentinos» (Carta VI, 1), se transformó en triste nostalgia. La desilusión profunda por la caída de sus ideales políticos y civiles, junto con la dolorosa peregrinación de una ciudad a otra en busca de refugio y apoyo, no son ajenos a su obra literaria y poética, sino que constituyen su raíz esencial y su motivación de fondo. Cuando Dante describe a los peregrinos que se ponen en camino para visitar los lugares santos, representa de algún modo su condición existencial y manifiesta sus sentimientos más íntimos: «¡Oh peregrinos!, que pensando vais» (Vida nueva, 29 [XL (XLI), 9], v. 1). El tema vuelve más veces, como en el verso del Purgatorio: «Como los peregrinos pensativos hacen / al encontrar por el camino gente desconocida, / que se vuelven a mirarla sin pararse» (XXIII, 16-18). La angustiosa melancolía de Dante peregrino y exiliado se percibe también en los célebres versos del Canto VIII del Purgatorio: «Era ya la hora en que renace el deseo / y se enternece el corazón de los navegantes / el día que han dicho adiós a sus queridos amigos» (VIII, 1-3).

      Dante, reflexionando profundamente sobre su situación personal de exilio, de incertidumbre radical, de fragilidad y de constante desplazamiento, la transforma, sublimándola, en un paradigma de la condición humana, que se presenta como un camino, interior antes que exterior, que nunca se detiene hasta que no llega a la meta. Nos encontramos así con dos temas fundamentales de toda la obra dantesca: el punto de partida de todo itinerario existencial, que es el deseo, ínsito en el alma humana, y el punto de llegada, que es la felicidad, dada por la visión del amor que es Dios.

      El sumo poeta, aun viviendo sucesos dramáticos, tristes y angustiantes, nunca se resignó, no sucumbió, no aceptó que se suprimiera el anhelo de plenitud y de felicidad presente en su corazón, ni mucho menos se resignó a ceder a la injusticia, a la hipocresía, a la arrogancia del poder y al egoísmo que convierte a nuestro mundo en «la pequeña tierra que nos hace tan feroces» (Par., XXII, 151).

      LA MISIÓN DEL POETA, PROFETA DE ESPERANZA

      Dante, por consiguiente, releyendo la propia vida, sobre todo a la luz de la fe, descubrió también la vocación y la misión que le habían sido confiadas, y mediante las cuales, paradójicamente, de hombre aparentemente fracasado y decepcionado, pecador y desalentado, se transformó en profeta de esperanza. En la Carta a Cangrande della Scala aclara, con extraordinaria transparencia, la finalidad de su obra, que no se realiza y explica a través de acciones políticas o militares, sino gracias a la poesía, al arte de la palabra que, dirigida a todos, a todos puede cambiar: «Hemos de afirmar brevemente que la finalidad del todo y de la parte es la misma; apartar a los mortales, mientras viven aquí abajo, del estado de miseria y llevarlos al estado de felicidad» (XIII, 39 [15]). Dicha finalidad pone en movimiento un camino de liberación de cualquier tipo de miseria y degradación humana (la «selva oscura») y, al mismo tiempo, señala la meta final, que es la felicidad, entendida sea como plenitud de vida en la historia que como bienaventuranza eterna en Dios.

      Dante es mensajero, profeta y testigo de este doble fin, de este audaz programa de vida, y Beatriz lo confirma en su misión: «En pro del mundo que vive mal, / fija tus ojos en el carro, y lo que veas / escríbelo una vez vuelto allá» (Purg., XXXII, 103-105). También Cacciaguida, su antepasado, lo exhorta a no desfallecer en su misión. Al poeta, que recuerda brevemente su camino en los tres reinos del más allá y que hace presente la dificultad para comunicar las verdades que lastiman, que son incómodas, su ilustre ancestro le replica: «La conciencia, turbada / por la propia vergüenza o la ajena / será la que sienta la rudeza de tus palabras. / Pero, sin embargo, aparta toda mentira, / manifiesta totalmente tu visión / y deja que quien tiene sarna se rasque» (Par., XVII, 124-129). Una exhortación similar a que viva con valentía su misión profética le dirige san Pedro a Dante en el Paraíso, allá donde el apóstol, después de una diatriba terrible contra Bonifacio VIII, se dirige así al poeta: «Y tú, hijo, que, por el peso de lo mortal / aun volverás allá abajo, abre la boca / y no escondas lo que yo no escondo» (XXVII, 64-66).

      De este modo, en la misión profética de Dante se incluye también la denuncia y la crítica dirigida a los creyentes, sean pontífices o simples fieles, que traicionan la adhesión a Cristo y transforman a la Iglesia en un medio para sus propios beneficios, olvidando el espíritu de las bienaventuranzas y la caridad hacia los pequeños y los pobres, e idolatrando el poder y la riqueza: «Pues todo lo que la Iglesia guarda / pertenece a la gente que pide por Dios, / y no a los parientes o a otros más indignos» (Par., XXII, 82-84). Pero el poeta, por medio de las palabras de san Pedro Damián, san Benito y san Pedro, a la vez que denuncia la corrupción de algunos sectores de la Iglesia, se hace portavoz de una renovación profunda, e invoca a la Providencia para que la impulse y la haga posible: «Pero la alta providencia, que con Escipión / defendió en Roma la gloria del mundo, / la socorrerá pronto, según pienso» (Par., XXVII, 61-63).

      Dante exiliado, peregrino, frágil, pero ahora fortalecido por la profunda e íntima experiencia que lo transformó, renacido gracias a la visión que, desde la profundidad del infierno, desde la condición humana más degradada, lo elevó a la misma visión de Dios, se yergue ahora como mensajero de una nueva existencia, como profeta de una humanidad nueva que anhela la paz y la felicidad.

      DANTE CANTOR DEL DESEO HUMANO

      Dante sabe leer el corazón humano en profundidad y en todos, aun en las figuras más abyectas e inquietantes, sabe descubrir una chispa de deseo por alcanzar cierta felicidad, una

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