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la justicia en situaciones profundamente injustas...

      —Jo, mamá, ¡que te estás emocionando! ¿Y por qué no me presentas a alguna de esas personas?

      —Me parece una buena idea. Así podrás comprobar lo que te digo. Y será más fácil para ti ponerle cara a Dios.

      —¿Cara? ¡Yo ya le he puesto cara! Lo he dibujado con barba muy larga y una sonrisa muy grande, de bueno que es. Porque Dios nos quiere mucho.

      —Ya. Veo que te cuesta un poco escapar a las imágenes clásicas de Dios. Lo comprendo. Pero al menos intenta no verlo como ese superhéroe que lanza desde el cielo rayos y centellas. Más bien habría que intentar verlo como a un Dios «nadapoderoso»[8].

      —Estás loca, mamá: si es nadapoderoso ya no es Dios...

      El argumento de Miguel cae por su propio peso. Pero quizás pueda hacer que se cuestione su propia afirmación.

      —Y entonces, ¿por qué crees que Dios se hace pequeño y nace frágil e indefenso, en un pesebre?

      —¡Ese es el niño Jesús! ¡Yo me sé toda la historia!

      —Lo sé, lo sé. Pero a lo mejor no habías reparado en ese detalle. ¿En qué clase de Dios creemos los cristianos, que nace vulnerable y carente de cualquier poder? ¿Que acaba muriendo en una cruz como un maleante?

      —Hombre, mamá, que ese es su hijo... ¡No te líes!

      Miguel sacude la cabeza de un lado a otro y chasquea la lengua con suficiencia. Ha encontrado un agujero en la aparentemente sólida línea de flotación del argumentario de su madre y lo exhibe orgulloso de su hallazgo. ¿Y tengo ánimos para meterme ahora con él en un debate bizantino sobre la Trinidad y su misterio? Mejor lo dejamos para otro día, que aún hay que hacer los deberes y preparar la cena. ¡Y yo sí que no tengo superpoderes! Aunque ya me gustaría...

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      3

      Tres mejor que uno

      ¿Qué tienen que ver Indiana Jones y el misterio de la Trinidad? ¿Te atreves a bailar al ritmo de la banda sonora del Espíritu y perfumarte de justicia, compromiso y compasión?

      A los pocos días de nuestra última conversación «teológica», me encuentro a Miguel pensativo mientras mira al cielo en un despejado día de primavera.

      —¿Qué haces, Miguel?

      —Mirando el sol.

      —¿Y eso?

      —Porque dice mi profe que el sol es «una muestra de Dios». ¿También la luna, mamá? Si no, la luna, ¿qué es? ¿¡El demonio!? No me aclaro... ¿Pues Dios no estaba dentro de nosotros? ¡Yo no tengo el sol dentro, que me quemaría y explotaría!

      —Tú eres un sol, que no es lo mismo...

      —En serio, mamá. Esto de Dios es muy difícil porque se supone que hay un solo Dios, ¡pero son tres! Y de los tres... Jesús es el mejor, ¿no?

      Imposible contener la risa, así que Miguel vuelve a enfadarse por mi incomprensión ante su lío con esto de la Trinidad y sus misterios. Me viene entonces a la memoria la «solvencia» con que creí explicar yo perfectamente y sin resquicios a la duda, en una sesión de formación en mi parroquia cuando contaba quince o dieciséis años, en qué consistía eso de la Trinidad, anulando por completo todo su misterio. No comprendía entonces que el misterio es una parte esencial de cuanto acontece en torno a la fe, las creencias, la dimensión trascendente de los seres humanos[9]. Que las palabras no siempre pueden ayudarnos a contar lo que vivimos y experimentamos íntimamente los creyentes. Los seres humanos en general. Aunque estemos acostumbrados a manejar montones de palabras y estereotipos para explicar la fe o definir la divinidad. Así que, ¿cómo contar a un niño de siete años eso de tres personas en una? Menudo embrollo.

      —Verás, Miguel, lo de las tres Personas en una...

      —¡Es la Santísima Trinidad! ¿A que me lo sé todo? Es que la profe de Reli es muy maja y explica muy bien –vuelve a recitar de memorieta sin calcular el efecto un tanto repipi que provoca en los demás.

      —Pues eso, Miguel: la Santísima Trinidad es una manera de explicar las distintas formas de percibir la presencia de Dios en tu vida. Es algo así, para que me entiendas, como diferentes versiones de un juego o una película que te guste mucho. Estaría la película como tal, que puedes ver en el cine, en la tele o en ese reproductor de vídeo pequeño que llevamos para los viajes largos en el coche. Pero de esa película han hecho una obra de teatro para que puedas ver a sus personajes en carne y hueso. Y el resultado es absolutamente fiel al guión original. Incluso puedes entender mejor el guión y conocer de verdad el contenido de la película en toda su profundidad. Ese sería Jesús.

      —¡El prota! ¿Y el que falta?

      —Pues el Espíritu Santo sería algo así como la banda sonora. Cada vez que oigas la música, en la tele, por la calle o en el MP3, sentirás que revives la película, que vuelves a estar dentro de ella o ella dentro de ti. Incluso te moverás o gesticularás como el protagonista, a imitación suya. Exactamente como te ocurre cuando oyes la música de Piratas del Caribe, o de Indiana Jones, para que me entiendas.

      —Tananana, tananá, tananana, tananananá, tananana, tananá, tananana nanana, tanananá naná...

      Miguel se sabe de memoria la melodía principal de esas películas de Steven Spielberg que se han convertido en un clásico. Y parece que ha entendido mi explicación porque anda moviendo un látigo ficticio como si se enfrentara a una banda de malhechores que le persiguen por las calles de El Cairo. Mi argumentación quizás no sea demasiado ortodoxa[10], pero puede serle útil a sus siete años. Y luego, como todo creyente, si se confirma en la fe que ha heredado de sus padres desde la libertad, tendrá que buscar y formular sus propias respuestas.

      Cuando se cansa de jugar al arqueólogo aventurero, procuro que Miguel regrese a la conversación. No me gustaría que se quedara en la superficie de mi ejemplo.

      —Oye, Miguel, que lo divertido, lo interesante, es estar atento a la música. Procurar escucharla y bailar a su ritmo.

      —A mí me gusta bailar. Y tocar la flauta.

      —Ya lo sé. Pero en el caso del que hablamos, no vale con bailar cuando a uno le apetece. No. Si uno es creyente tiene que intentar bailar siempre al son de Dios, de su aliento divino, la Ruah.

      —¿Qué es eso de la Ruah? Suena a monstruo de cómic...

      —Pues es otra manera de nombrar al Espíritu Santo. Y además hay que hacer algo más difícil aún: hay que transparentar a Dios.

      —¡Ah! –pone cara de repugnancia–. ¡Yo no quiero ser transparente, que se me verían las tripas!

      —Es sólo una forma de hablar, ya me entiendes. Como si al hacerte una radiografía, de las que hacía la abuela en el ambulatorio antes de jubilarse, además de verse tus huesos, se percibiera la presencia de Dios. Porque tiene que notarse de alguna manera que Dios está dentro de ti. Algo así como si te pones un perfume que huele muy bien y la gente se vuelve cuando pasas y te pregunta qué clase de colonia es la que llevas puesta que te hace oler tan bien. Pues los cristianos tenemos que «oler» a Jesús.

      —¿Y a qué huele Jesús? ¿A uno de los perfumes que vende papá? No, ya sé, a flores, o a chucherías, porque si es tan bueno...

      —Pues no sé a qué olería físicamente Jesús en su tiempo, aunque dada la época, me lo puedo imaginar... –divago–. Pero el perfume de Jesús huele a justicia, a solidaridad, a respeto, huele a compromiso con los demás seres humanos y a la defensa de sus derechos. Desde luego huele a igualdad, a abrazo, curación, compasión, perdón...

      Se dispara mi discurso y no reparo en que

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