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ampliar el mundo de héroes y heroínas y presentarles a otros personajes a los que puedan admirar e imitar, ojalá que de los dos géneros y evitando los estereotipos. Ello ayuda a salir del egocentrismo. El cristianismo cuenta con un depósito riquísimo (y vivo) de personajes para la imitación: personajes de la Biblia, personajes de la historia de la Iglesia, ya sean o no del santoral, personajes de la actualidad. En muchos de los diálogos del libro entre madre e hijo, la madre va mencionando amigas y amigos, personas a las que ha conocido y entrevistado, de la vida cotidiana o de la historia, que, para Miguel, resultan seres extraordinarios. La admiración es el primer paso para suscitar la imitación sin necesidad de imponerla. En esta fase las niñas y los niños todavía se encuentran bajo las características del «animismo», que es la tendencia a atribuir vida e intención a las cosas, los sucesos externos o a seres inanimados a quienes otorgan el poder de premiarles o castigarles.

      Con sus siete años, Miguel todavía tiene reacciones coherentes con la «justicia inmanente» (castigo o premio inmediatos) que es propia de su edad, aunque va disminuyendo lentamente. En este momento todavía permanece el «pensamiento mágico», que es afín al «animismo» porque ambos se arraigan en el egocentrismo. A partir de los siete años disminuye progresivamente, también, el «antropomorfismo imaginativo». Por ello, aunque niños y niñas siguen construyendo su imagen de Dios con características humanas, más descriptivas que especulativas, poco a poco irán accediendo a la imagen de un Dios diferente de los humanos, distinto a sus padres, o de representaciones fijas, y esa imagen se irá volviendo más trascendente y universal. Para este paso lo prepara esa relación que su madre establece entre el Dios de los cristianos y el Dios de otras religiones que conviven en nuestro entorno y, probablemente, en el suyo de la escuela o del barrio.

      En esta edad las historias y los ritos adquieren una enorme importancia para la evolución normal de la religiosidad. Es conveniente que el adulto observe sus percepciones, juicios de valor, tendencias, reacciones y comportamientos ante las historias entre las que se manejan los niños y niñas de dicha edad y en los ritos normales de la vida cotidiana, ritos diarios, ritos extraordinarios como fiestas, cumpleaños, etc., pues darán muchas claves sobre cómo tratar esto mismo en el plano de la religiosidad. No es preciso contarles muchas historias, sino las precisas. Algunas de la Biblia hebrea o Antiguo Testamento, que salgan al paso de la vida (siempre desde ellos), y algunas de Jesús, pues sólo desde él se puede conocer algo de Dios, incluido el Dios bíblico. Y con respecto a los ritos es necesario estar atentos y atentas a su mundo emocional: qué les entusiasma, qué les sobrepasa emocionalmente, qué les gusta y en qué se sienten dentro, participando. Son experiencias importantísimas. Las explicaciones hay que dosificarlas y no desmitificar ni historias ni ritos antes de tiempo. Es importante observar, a este propósito, que no se debe engañar nunca a los niños y niñas. Una cosa es limitar y delimitar la información, y otra muy distinta es desmitificarla, sobre todo cuando los niños y niñas todavía demandan «mitos», ya que experimentan un gran despliegue de fantasía que, con el paso de los años, irá cambiando (y ojalá no disminuya). Si se desmitifica antes de tiempo se perderían muchas posibilidades para la profundidad de la experiencia religiosa en ese momento y posteriormente. No engañarles significa que nada de cuanto se les diga o se les cuente, ni la forma en que se diga o se cuente, tenga que ser después desmentido, pues eso les hace daño: daña su confianza en lo narrado y en las personas que lo transmiten y narran.

      Las personas adultas que inician a los niños y niñas, que les acompañan, o les instruyen en la vida de fe tienen más recursos de los que a primera vista parece. Si son capaces de acompañarles en su evolución a la vida de adultos, también lo han de ser en la dimensión de la fe. Las ayudas específicas siempre son bienvenidas, pero este libro indica que la educación en la fe y la transmisión de la experiencia cristiana puede ser un éxito cuando se integra en la totalidad de la vida y la persona, tanto de quienes la transmiten como de quienes la reciben.

      Mercedes Navarro Puerto, MC

      Profesora de Psicología y Religión en la Facultad

      de Psicología de la UPSA durante 15 años

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      Palabra de Miguel

      ¿Qué piensan verdaderamente de Dios los niños educados en la fe cristiana? ¿Les permitimos formular con sus propias palabras su experiencia trascendente? ¿No sabías que Dios puede ser verde, como lo imagina Miguel, o azul como el cielo infinito del Algarve? ¿Que puede y debe ser de mil colores, olores, matices y sensaciones?

      Ocurrió en la playa portuguesa de Roxa Baixinha, entre dos localidades costeras del Algarve: Vilamoura y Albufeira. Allí, a pie de mar, con la vista perdida en el horizonte enrojecido por el atardecer, mi hijo pequeño, Miguel, que contaba entonces sólo cinco años, me espetó con su media lengua: «Mamá, ¿Dios es verde?». Ante mi extrañeza por semejante pronunciamiento, Miguel se dispuso a explicarme su reflexión: «Dios tiene que ser verde».

      Venía a decir Miguel, quise entender después de hablar con él, que en aquel momento de extraordinaria belleza y plenitud, rodeados de la hermosa paleta cromática que nos ofrecía la naturaleza, Dios debía asemejarse al intenso verde esmeralda del océano Atlántico. A lo más bello, lo más bueno, lo más grande que él podía divisar y percibir en aquel instante. Y seguramente no iba muy desencaminado al decir de los teólogos[1].

      Lógicamente, Miguel habla de Dios porque alguien le ha hablado previamente de Él, puesto que crece en una sociedad laica en la que la religión ya no es, ni mucho menos, omnipresente. Tendrá pues que convivir con muchas personas no creyentes o que profesan otras religiones distintas de la suya, si confirma finalmente la fe incipiente en que está siendo educado. Y deberá hacerlo desde el respeto. Pero ese respeto no debe paralizarnos a quienes vivimos nuestra propia fe como algo bueno y hermoso en nuestras vidas, para ofrecerlo a nuestros hijos como una oportunidad de felicidad, para dejarles en herencia lo que ha sido para nosotros un precioso bien de incalculable valor. De ahí que, dos años más tarde, me disponga a debatir con Miguel sobre cuestiones que quizás otros niños y otros padres no discutirán jamás.

      Porque, ¿qué piensan verdaderamente de Dios los niños educados en la fe cristiana? ¿Les permitimos formular con sus propias palabras su experiencia trascendente? ¿Encontramos nosotros, padres creyentes, las expresiones acertadas para acercarles al misterio de nuestra fe, para enseñarles como cristianos a seguir los pasos de Jesús de Nazaret, que es el más fiel retrato de Dios que conocemos?

      Dos años después de aquella primera conversación a la orilla del mar, las clases de religión y la catequesis de preparación para la Primera Comunión han ido llenando el discurso de Miguel de fórmulas memorizadas sobre Dios que él repite a veces deshaciéndolas de su verdadero sentido o incluso deformándolas hasta convertirlas en divertidas aberraciones propias de la imaginación de un niño. Y allá que voy yo a corregirle y explicarle, desde mis humildes conocimientos teológicos y mi íntima experiencia trascendente, lo que significa para mí creer en Dios.

      Y al mantener con él esas conversaciones «teológicas» he caído en la cuenta de que muchos padres se sienten hoy incómodos al hablar de Dios a sus hijos. Necesitados de trasladarles las bondades que la fe ha supuesto para ellos, pero incapaces de utilizar las fórmulas, los mecanismos y los lenguajes de antaño, que se han quedado caducos y obsoletos. Ya no nos sirve el «Jesusito-de-mi-vida» que nos enseñaron a recitar nuestras abuelas. Por eso pienso que quizás este libro pueda ser útil. Que pueda servir para desnudar a Dios y la religión del ajado vestido que los ha envuelto durante siglos hasta volverlos casi invisibles a nuestros ojos contemporáneos. Para afrontar sin miedo las preguntas más extrañas de nuestros hijos y ofrecerles respuestas, si es que las tenemos, compatibles con la mentalidad contemporánea. Y puede que incluso para reconciliarnos con nuestras propias experiencias del misterio y devolver luz a nuestro mundo interior y lustre a nuestro compromiso por la construcción de un mundo mejor a la medida de ese Dios en que decimos creer.

      Un Dios imposible de enclaustrar en ninguna forma, que puede ser verde, como lo imaginó Miguel, o azul como el cielo infinito del Algarve. Que puede y debe ser de mil colores, olores, matices y sensaciones.

      —Pero mamá, que yo dije que era

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