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los más desfavorecidos y en nuevas formas de comunión[46].

      El Espíritu «que habló por los profetas» y actuó anti-idolátricamente a través de ellos, lo sigue haciendo ostensiblemente por medio de los grupos proféticos de la nueva alianza. El mandamiento principal del amor a Dios «con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas», se traduce así mismo en un amor a los hermanos y hermanas que tienen «un solo corazón, una sola alma y todo en común» (He 4,32). La vida consagrada resalta un aspecto u otro de la alianza según los diversos carismas que la configuran: la relación amorosa y adorante con Dios –en la vida monástica y contemplativa–, el servicio evangelizador y caritativo hacia los seres humanos –en los institutos apostólicos–. El Espíritu Santo se sirve del carisma de la vida consagrada –con toda su biodiversidad carismática interna– para significar claramente ante los demás el proyecto de la gran alianza. ¡Qué bien lo expresó el concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium!:

      La profesión de los consejos evangélicos aparece como un signo (tamquam signum apparet) que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a realizar con decisión las tareas de su vocación cristiana. […] Muestra a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia (LG 44).

      La vida consagrada –¡siempre desde la plataforma básica del bautismo!– hace profesión pública de la alianza, la maximaliza, la exagera ante la misma Iglesia y ante la sociedad. Pero lo hace en contextos idolátricos contemporáneos, en los cuales no es fácil ser fieles a la alianza.

      b) …en nuevos contextos idolátricos

      Dos filósofos judíos, Moshe Halbertal y Avishai Margalit –buenos conocedores de la Sagrada Escritura–, han escrito que «el principio fundamental de la Biblia es el rechazo de la idolatría»[47].

      Cuando hablamos de idolatría no nos estamos refiriendo solo al culto dado a una imagen sino a cualquier persona o cosa, que no sea el verdadero Dios[48]: «cualquier cosa puede ser revestida por el hombre con el brillo de lo divino y adorada después como su dios»[49].

      Cuando abandonamos a Dios verdadero, somos proclives a divinizar cualquier realidad. El ser humano tiene necesidad de absoluto y, si no lo alcanza, absolutiza realidades parciales. Pervierte su capacidad de adoración hacia realidades que no la merecen. Expresa su devoción y entrega ante lo que carece de consistencia; lo considera dios verdadero[50]. La apostasía del verdadero Dios ocurre cuando se vuelve irresistible la atracción de otros ídolos, los dioses falsos o innominados[51]. Ya decía Nietzsche que «hay más ídolos en el mundo que realidades»[52].

      Los dioses son una creación humana y por eso, la idolatría cambia a lo largo de la historia. Conforme la idolatría se acerca a los tiempos modernos se vuelve más secular y los «dioses del cielo» dejan paso a los «dioses de la tierra»[53]. Cada época va aportando sus nuevos ídolos a la serie Yavé Baal, Yavé Asiria, Yavé Mammón, Cristo Ley, Cristo César… hoy puede ser dios-Mercado, dios-Globalización, y otras realidades menores como un equipo de fútbol o un ídolo político, espiritual o artístico. Han sido deificados y puestos como centro de la vida con funestas consecuencias éticas[54].

      En el fondo se trata –como nos dice la Biblia– de la idolatría del corazón. El corazón humano es una factoría de ídolos. Hay ídolos internos, que se erigen en el propio corazón. Así se lo dijo Dios a su profeta Ezequiel: «Hijo de hombre, estos hombres han erigido pestilentes ídolos en su corazón» (Ez 14,3)[55]. Tres verbos activan la idolatría en nosotros: amar, confiar y obedecer[56]. El amor al ídolo lleva al adulterio espiritual[57]; la confianza en el ídolo lleva a la desconfianza en el verdadero Dios[58]; la obediencia al ídolo lleva a traicionar al verdadero rey y único señor[59]. Un ídolo es aquello sin lo cual no se puede vivir. Los ídolos son adicciones espirituales. Que conducen hacia un mal terrible.

      c) Hay quienes no ceden

      Ante las desviaciones idolátricas hay siempre personas que no ceden: hombres y mujeres firmes en la fe incluso con riesgo de la propia vida, como la madre de los macabeos y sus hijos (2Mac 7).

      La vida religiosa se ha sentido especialmente inspirada por el profeta anti-idolátrico, Elías (1Re 17-19). Este profeta, apasionado por la alianza y la fidelidad a la ley del Señor, fue considerado referente de la vida monástica y lo sigue siendo de la vida consagrada[60].

      Otro modelo de fidelidad a la alianza en medio de un pueblo que se entrega a los cultos idolátricos de la fecundidad (cf Os 1-3; 4,6-14) fue el autor del salmo 16 –israelita anónimo en tiempos del profeta Oseas, comienzos del siglo VIII a. C.–. Este hombre confiesa que él también se dejó llevar por la idolatría, pero que después se encontró con el Bueno –el Bien sobre todo bien– y descansó en Él[61]; Él es el Dios que le aconseja –lo instruye– como un padre a su hijo, que lo guía y nunca lo abandonará, que le mostrará «el camino de la vida». Entre Dios y el salmista se han estrechado vínculos irrompibles de alianza. Ya no hay cabida para ningún otro dios. ¿No se ve en este israelita anónimo una anticipación de quien se siente seducido por Dios y vive en fidelidad a la alianza, según sus consejos?

      La situación actual de la humanidad necesita la presencia de testigos y servidores de la nueva alianza. La alianza de Dios con la humanidad y aun de Jesús con su Iglesia están amenazadas por nuevas desviaciones o versiones idolátricas: el dinero, el poder, el sexo y sus terribles consecuencias, como la pobreza, la violencia, la marginación. Aunque el dinero, el sexo y el poder son en sí mismas realidades positivas y benéficas, fácilmente se convierten en ídolos seductores, que absorben la capacidad de entrega y adoración del ser humano y lo apartan progresivamente de la alianza con el Dios verdadero. Los sistemas económicos perversos, la pornocracia, el poder violento y sofisticadamente invasor y el poder religioso favorecen tales idolatrías y dejan al ser humano en un estado deplorable, de vaciedad y sin sentido.

      Hemos de reconocer, no obstante, que vivimos la alianza en tensión: que no es posible vivir solo en el Espíritu, sin vivir en la carne, ni vivir en la carne sin vivir en el Espíritu. Se da en nosotros una coexistencia entre la carne y el Espíritu y entre el Espíritu y la carne. Somos el escenario vivo de una lucha entre la fidelidad o la infidelidad a la alianza. Ninguna de ellas logra derrotar totalmente a la otra, porque se implican dialécticamente entre sí. Lo diabólico convive en tensión con lo simbólico y ambas cosas porfían por prevalecer. En la condición presente no nos es dado ser totalmente espirituales ni gozar plenamente de nuestra carnalidad; nos sentimos divididos y por eso nuestro cuerpo anhela ser liberado[62].

      La vida consagrada sueña organizarse «desde el Espíritu» para poder vivir la alianza en su plenitud y ser en la sociedad y en la Iglesia un memorial permanente de ella. Proclama que quien elige vivir según el Espíritu, aunque muera vivirá, y dará vida a la carne, y descubrirá cómo poco a poco la fragilidad, la enfermedad, la muerte y el propio pecado son asumidos en la alianza: ¡Hay resurrección de la carne! ¡No vivimos para morir, sino que morimos para resucitar!, ese pretende ser su testimonio. El Espíritu Santo la induce a creer y proclamar que Jesús es Señor y a vivir en alianza «en Él, con Él y por Él».

      La vida consagrada se convierte en signo, en señal de aquello a lo que todos, tanto en la Iglesia como fuera de ella, estamos llamados a ser y vivir:

      Por la profesión de los consejos evangélicos aparece como un signo (tamquam signum apparet) que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a realizar con decisión las tareas de su vocación cristiana […] El estado religioso manifiesta los bienes del cielo […] da testimonio de la vida nueva y eterna adquirida por la redención de Cristo y anuncia ya la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos […] Muestra a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia (LG 44, 3)[63].

      Y esto acontece cuando la vida consagrada se caracteriza por una entrega incondicional a la alianza: a vivirla y a servirla. Cada instituto presenta un aspecto del rostro de Dios y su experiencia de Él, un peculiar modo carismático de seguir a Jesús[64]; participa en la misiso Dei según

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