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15, 15

      A mis amigos,

      a mis feligreses de hoy y de ayer.

      ES MUY DOLOROSO VER A tantos cristianos aburrirse más o menos en su vida cristiana o no ver ningún interés en practicar su fe. Es también doloroso tener a veces esta impresión de aburrimiento en nuestra propia vida de fe. Me da mucha pena ver alejarse poco a poco o desengancharse a jóvenes que, sin embargo, algunos, tanto han recibido. No juzgo a nadie, pero me pregunto con frecuencia: «¿Qué hemos conseguido transmitirles?». Tengo la impresión de que muchos se han quedado en la superficie de esta fe cristiana. Llegados a ser adultos, guardan un recuerdo, un vínculo cultural. Han adquirido una mirada finalmente bastante utilitarista sobre la fe —es un riesgo que nos amenaza a todos, aunque continuemos practicando—, pues ven en ella sobre todo una moral, es decir, valores que pueden inspirar su acción: «Se necesitan referencias», dicen ellos.

      Por otra parte, muchos franceses se reconocen con gusto en esos «valores cristianos» y quieren transmitirlos a sus hijos. Les apuntan al catecismo o les bautizan con ese fin. Pero muy pocos piden ir más allá. Los que lo han recibido todo de más jóvenes piensan a veces que basta conservar esa herencia cristiana, esos «valores», dejando de lado todo lo demás —ritos, doctrina, sacramentos—, que les parece más complicado y finalmente menos útil. La tentación de hacerse su propia religión «a la carta» es grande. Se toma lo que nos va, «lo que nos dice algo». Aquí también, como en tantos otros asuntos, la sinceridad sustituye a la verdad. ¿No nos dice nada tal enseñanza de la Iglesia o tal rito? Se lo deja de lado. ¿Pero de dónde vienen esas enseñanzas? ¿Quién ha querido los sacramentos? ¿Cuál es la fuente de esos valores? ¿Cuál es por tanto la especificidad de la fe cristiana? Después de todo, se puede muy bien tener «valores» sin ser cristiano. Se puede ser un buen chico y una buena chica sin ser cristianos. ¡Faltaría más! Hay una preciosa rectitud humana en muchos no creyentes o en creyentes de otras religiones. Existen muchas otras morales que pueden inspirar una vida honesta. ¿Entonces, por qué ser cristiano?

      Reducir la fe a una moral, a un conjunto de valores, es también correr el riesgo de acabar por ver esta moral muy pronto desechada, pues está desconectada de su fuente. La moral cristiana se vive entonces como un encorsetamiento, una suma de obligaciones sin sentido evidente. Un código de circulación que habrá que respetar por miedo de… ¿De qué justamente? ¿Del juicio? ¿Del infierno? Esos, con mucha frecuencia, ya no creen en eso. Queda solamente a veces la vaga intuición de una especie de justicia divina que hará que caigan algunas «tejas» sobre los que sacan los clavos. «¿Qué le he hecho yo al Buen Dios para merecer esto?», se pregunta a la primera contrariedad. Como si a Dios le gustase castigar cada una de nuestras faltas. Basta luego darse cuenta de que ese no es el caso para que ya no nos detenga gran cosa.

      Como bien lo prueba la experiencia, una moral de la que no se comprende ni el sentido ni el objetivo se deja pronto de lado. Una fe que se reduce a eso acaba por cansar. Ya no es una aventura que vivir, no enciende ya los corazones, no entusiasma a nadie. Acaba por parecer una especie de barniz social, que todo joven deseoso de autenticidad acabará por mandar a paseo. Ritos que han perdido su sentido, que no están ya animados por una fe amorosa, viva, acaban también por cansar. La pereza, la falta de tiempo, las alternativas más fáciles o las dificultades de la vida toman la delantera, hasta reducir —en el mejor de los casos— la práctica a unas pocas ocasiones puntuales. Lamento —y esto es sin duda una prueba para el ministerio de todo sacerdote— no haber conseguido hacer descubrir a cada uno que la fe es verdaderamente mucho más que una moral.

      La fe cristiana no está en primer lugar constituida por cosas que hay que pensar, hacer o no hacer. La fe cristiana es una persona: Jesucristo. Somos cristianos si creemos no en cosas sino en él. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo», pregunta él a sus discípulos (Mt 16, 15). ¿Quién es él justamente para nosotros? Al leer estas líneas, para un momento, unos segundos: ¿qué respondes hoy a esta pregunta?

      Eso es la fe. Es un don —sin la gracia, no se puede hacer esa elección— y una elección libre, una decisión: la respuesta a esta pregunta personal.

      He decidido creer lo que el Evangelio me dice de Jesús, lo que Jesús dice de sí mismo: es Dios que ha venido a nosotros para salvarnos. Muerto y resucitado para que ni la muerte, ni el mal ni el pecado tengan la última palabra en nuestras vidas. He decidido creer en este encuentro inaudito entre Dios y el hombre. La fe se juega en este encuentro, en esta relación personal que ella hace posible entre Dios y el hombre.

      Ser cristiano no es ante todo respetar una moral. Ser cristiano es haber elegido seguir a Jesucristo, devenir discípulo de Cristo, amigo de Cristo. Ser cristiano es creer en la victoria de Cristo y querer participar en esta victoria. Ser cristiano es querer amar a Jesucristo y, en segundo lugar, porque le amamos, amar lo que él nos pide. La fe cristiana es adhesión a Jesús, reconocido como «mi Señor y mi Dios». Esta adhesión va a permitirme descubrir el proyecto de Dios para mí y llevar a mi deseo a sumarme a este proyecto. Vivir la moral cristiana no precede a esta amistad con Cristo, sino que se deriva de ella. Esta amistad da el sentido profundo y vivifica la moral: hemos descubierto escuchándole que Jesús quería nuestra felicidad verdadera y eterna. Recibimos de él el camino de esta felicidad. Las orientaciones y mandamientos son entonces recibidos como un don al servicio de esta felicidad, tratamos de vivirlos por amor a quien nos los da, apoyados en su gracia. Solo él puede hacernos capaces de vivir según el Evangelio. La moral está vivificada por el amor, está al servicio de nuestra felicidad auténtica, de nuestra vocación. ¡Eso lo cambia todo! La moral cristiana es una moral de la felicidad. Toda exigencia de esta moral cristiana encuentra su fuente en el amor de Jesús por nosotros, y se nos propone al servicio de nuestra alegría.

      Pero para vivir todo eso, para acoger plena y justamente estas orientaciones y ajustar nuestra vida a estas exigencias del Evangelio, para recorrer este camino hacia el cielo, necesitamos creer, amar, acoger a quien nos las proporciona. Zaqueo, la Samaritana, María Magdalena, Mateo y tantos otros cambiaron de vida, pero todo comenzó por un encuentro. Un encuentro personal con Cristo, que les llevó a plantearse una elección de vida: la de aceptar su amistad. Una amistad que puede trastornar una vida, que puede cambiar nuestra vida. ¿Por qué?

      Jesús viene hasta nosotros para darnos su vida, revelándonos así, de la manera más fuerte que puede darse, el amor loco con que nos ama Dios. Jesús nos salva y nos invita a entrar en una relación de amor y amistad con él. Allí donde se podría pensar que este Dios todopoderoso es también un Dios lejano, temido y adorado desde lejos, se descubre que se hace el más cercano, proponiéndonos su amistad. Esta es una de las frases más fuertes del Evangelio, unas palabras pronunciadas por Jesús la tarde del jueves santo: «Ya no os llamo siervos, […] os he llamado amigos…» (Jn 15, 15). ¡«Mis amigos»! El Señor Jesús me propone vivir una hermosa y gran amistad con él. Me ofrece su amistad. No quiere una relación de sumisión. Quiere que yo sea su amigo, con toda la fuerza, la belleza y la grandeza que ese término puede y debe tener, cuando se lo toma en serio.

      Meditar estas pocas palabras me ha hecho descubrir que la fe puede comprenderse y vivirse como una amistad. Descubrir eso puede cambiar profundamente nuestra manera de ver y de vivir la fe. Jesús emplea este término de amistad para definir la relación que puede existir entre él y cada uno de nosotros, si queremos. Solo Jesús podía ofrecernos su amistad. ¿Qué pobre pecador —y todos lo somos— hubiera osado imaginar eso posible? ¿Ser el amigo del Salvador? ¿Ser el amigo del Rey de reyes, del Mesías? ¿De Jesucristo, hijo único del Padre, muerto y resucitado por nosotros? Vino no solamente a reconciliarnos con Dios, sino también a hacer de nosotros sus amigos. Misterio y belleza de esta mano tendida hacia los pobres que somos nosotros. Asombrosa amistad entre un pobre y su Rey. Entre un pecador y el que es tres veces santo. Solo Dios podía imaginar y permitir eso. ¡El amor lleva a hacer locuras!

      Toda amistad es una aventura de atrevimiento, que hay que elegir y vivir. Una aventura que nos hace felices, pues nos ofrece la ocasión de entregarnos.

      Pero volvamos a la afirmación inicial: ¿Por qué muchos se aburren? ¿Por qué muchos se desenganchan y se cansan? Parece que muchos se arriesgan a vivir su fe demasiado centrada en ellos mismos, sus ganas, sus necesidades y su sentimiento.

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