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para que hiciera sus confesiones de un modo seguro y eficaz. Ahora, en la plenitud de los tiempos, en la era de la Iglesia de Jesucristo, podrían hacerlo.

      PRIMERAS CONFESIONES

      En este punto, podría sernos útil corregir un malentendido sobre las primeras generaciones de la Iglesia. Muchas personas cometen hoy el error de creer que el cristianismo representó un brusco abandono del pensamiento y las prácticas del antiguo Israel: un hecho tan completamente nuevo que difícilmente hubieran aceptado los contemporáneos de Jesús.

      Esto es también cierto en lo que la Iglesia llama hoy el sacramento de la confesión, el sacramento de la penitencia, el sacramento del perdón o el sacramento de la reconciliación. El Israel renovado, la Iglesia Católica, no abandonó la impactante práctica de sus antepasados. Así, encontramos a cristianos confesando en la primera generación y en cada generación posterior.

      «En la iglesia (asamblea) confiesa tus pecados, ordena la Didaché, y no te acerques a tu oración con mala conciencia» (4, 14). Este pasaje aparece al final de una extensa lista de mandatos morales y de instrucciones para la penitencia.

      Un capítulo posterior habla de la importancia de la confesión antes de recibir la Eucaristía: «Los días del Señor reuníos para la partición del pan y la acción de gracias (eucaristía en griego), después de haber confesado vuestros pecados, para que sea puro vuestro sacrificio» (14, 1).

      A finales del siglo I, probablemente entre el 70 y el 80 d.C., aparece la Epístola de Bernabé, en la que se repite, literalmente, el mandato de la Didaché: «En la iglesia confiesa tus pecados, y no te acerques a tu oración con mala conciencia» (19).

      Tanto la Didaché como Bernabé pueden implicar que los cristianos confesaban sus pecados públicamente, porque «en la Iglesia» puede traducirse también por «en la asamblea». Sabemos que, en muchos lugares, la Iglesia administraba de este modo la penitencia. Esta práctica se abandonó siglos más tarde por razones pastorales fáciles de adivinar: evitar la violencia del penitente, la vergüenza de las víctimas, y por un tema de delicadeza. De este modo la Iglesia aplicaba su misericordia de un modo aún más compasivo.

      Nuestro siguiente testigo aparece a la vuelta del siglo I, alrededor del 107 d.C.: San Ignacio, obispo de Antioquía, desarrolla la idea de la penitencia al servicio de la comunión, como escribe a los fieles de Filadelfia, en Asia Menor: «El Señor garantiza su perdón a todos los que se arrepienten, si, a través de la penitencia, vuelven a la unidad de Dios y a la comunión con el obispo» (Carta a los fieles de Filadelfia 8, 1). El sello del cristiano que persevera, según San Ignacio, es la fidelidad a la confesión. «Así como muchos son de Dios y de Jesucristo, están también con el obispo. Y así como muchos, gracias al ejercicio de la penitencia, volverán a la unidad de la Iglesia, también pertenecerán a Dios, y podrán vivir según Jesucristo» (Carta a los fieles de Filadelfia 3, 2).

      Para los Padres de la Iglesia la alternativa a la confesión es clara y escalofriante. En el año 96 d.C., el Papa Clemente de Roma dijo: «Es bueno para un hombre confesar sus transgresiones en vez de endurecer su corazón» (Carta a los Corintios 51, 3).

      EL DESARROLLO EN EL TRANSCURSO DEL TIEMPO

      Aunque el sacramento ha estado con nosotros desde el día de la Resurrección de Jesucristo, los cristianos lo han recibido de muy diversos modos. También la doctrina de la Iglesia sobre la penitencia se ha desarrollado a lo largo del tiempo. En resumen: el sacramento continúa siendo el mismo, pero en ciertos aspectos podría parecer distinto de una época a otra.

      Por ejemplo, antiguamente, en algunos lugares el obispo enseñaba que determinados pecados —como el asesinato, el adulterio y la apostasía— deberían confesarse, pero la absolución no se conseguía en esta vida. Los cristianos que cometían esos pecados no volverían a recibir la comunión, aunque podían esperar la misericordia de Dios a la hora de la muerte. En otros lugares, los obispos perdonaban esos mismos pecados, pero sólo después de que el pecador llevaba a cabo unas duras penitencias cuyo cumplimiento le exigía años de difícil esfuerzo diario. Con el paso del tiempo, la Iglesia modificó dichas prácticas para hacerlas menos gravosas, y ayudar a los cristianos a buscar fuerza en la Eucaristía para evitar el pecado y que los pecadores arrepentidos cayeran en la desesperación.

      No todos los cristianos estaban dispuestos a admitir a los pecadores de vuelta al redil. Algunos argumentaban que la Iglesia estaba mejor sin semejantes personas débiles e inadaptadas. El asunto alcanzó su punto crítico en el Norte de África cuando un hombre llamado Cipriano era el obispo de Cartago (248258 d.C.). Fue la época de las persecuciones; algunos cristianos se enfrentaban valerosamente a la muerte, mientras otros, da pena decirlo, renunciaban a Cristo ante la amenaza de las torturas o de la muerte. Más tarde, algunos de los que habían «fallado» en su fe lamentaban su decisión y solicitaban la readmisión en la Iglesia, pero se encontraban con la oposición de otros cristianos que habían sobrevivido al suplicio sin renunciar a Cristo.

      Cipriano insistía en que los pecadores arrepentidos deberían ser admitidos a la Eucaristía tras cumplir las penitencias impuestas por la Iglesia. Rogaba a los pecadores, grandes o pequeños, que aprovecharan el sacramento de la confesión, porque, en tiempos de persecución, no sabían el día ni la hora en que serían llamados. (Ciertamente, en cualquier época, nosotros tampoco sabemos el día ni la hora en que tendremos que enfrentarnos con nuestro juicio definitivo). San Cipriano decía:

      Cipriano podría hacer eco al profeta Joel exhortando a los «gentiles» a confesar sus pecados. ¿Por qué? Porque el profeta, el Salvador y el santo compartían el mismo criterio sobre la confesión, la conversión y la alianza. Desde el mismo Cristo, la misión de la Iglesia fue proclamar el conocimiento del Evangelio como la buena nueva: «y en su nombre había de predicarse la penitencia para la remisión de los pecados a todas las gentes, empezando desde Jerusalén» (Lc 24, 47).

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