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target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_38f76cc4-2934-5897-8340-9e9d98166c78">[7] G. Esteva y M. S. Prakash, Grassroots Post-Modernism, Nueva York, 1997; R. Patel, The Value of Nothing: How to Reshape Market Society and Redefine Democracy, Nueva York, 2009; L. Hyde, Common as Air: Revolution, Art, and Ownership, Nueva York, 2010; M. Hardt y A. Negri, Commonwealth, Cambridge, 2009 [ed. cast.: Commonwealth, el proyecto de una revolución del común, Madrid, 2011]; D. Graeber, Debt: The First 5.000 Years, Nueva York, 2011; H. Reid y B. Taylor, Recovering the Commons: Democracy, Place and Global Justice, Urbana, IL, 2010; D. Bollier, Silent Theft: The Private Plunder of Our Common Wealth, Nueva York, 2002; I. Boal, J. Stone, M. Watts y C. Winslow (eds.), West of Eden: Communes and Utopia in Northern California, Oakland, 2012; M. De Angelis, Omnia Sunt Communia: On the Commons and the Transformations of Postcapitalism, Londres, 2017; G. C. Caffentzis, «On the Scottish Origin of “Civilization”», en S. Federici (ed.), Enduring Western Civilization: The Construction of the Concept of Western Civilization and Its “Others”», Westport, CT, 1995.

      Primera parte

      La búsqueda

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      Figuras 1 y 2. «Antes de la revolución» y «Después de la revolución». Dos fichas monetiformes acuñadas por Thomas Spence.

      A

      LA BÚSQUEDA

      1. La tumba de una mujer

      Un ventoso día otoñal del año 2000 fui a dar un paseo con mi familia y unos amigos por el camino de sirga del Gran Canal, a las afueras de Dublín. Nos estábamos tomando un fin de semana de descanso en el trabajo de documentación de archivo sobre la Rebelión irlandesa de 1798. El 98 fue el momento crucial de esa época revolucionaria. La idea era combinar una excursión agradable con un reconocimiento preliminar. En el camino me paré ante un rosal silvestre. Tenía una sola rosa roja, con los pétalos relucientes en la luz del atardecer por las gotas de un chaparrón reciente. Además de formar parte de una época revolucionaria, el 98 se produjo durante el Romanticismo, y esa rosa, en ese lugar, en ese momento, me pareció una señal de ánimo.

      ¿Debía pensar en ella como una esclava o una mujer afroamericana –perdida ahora y lejos de su cultura étnica– que había sido emancipada de la plantación de esclavos atlántica, cuyos terrores formaban la base de las riquezas europeas? ¿O había otras formas de contemplarla? Como reformista del sistema carcelario; como ayudante y compañera; como figura del West End londinense, moviéndose con afán bajo los plátanos de sombra recientemente plantados (1789) en Berkeley Square, donde tuvo por vecino a Charles James Fox, el gran político reformador. Ella había dirigido sus esfuerzos para limitar los instintos de cercamiento de la elite, los señores del imperio. ¿Debemos entonces agradecerle que se asegurara de que el panóptico de Jeremy Bentham se convirtiese solo en una idea distópica del imaginario totalitario? ¿Debía yo verla como conocida de lord Horatio Nelson, ya por entonces héroe del país? ¿Como aquella que logró alterar tanto al magistrado jefe de la nueva policía londinense como para hacerlo quejarse lastimosamente ante el secretario de Interior, deseando que esa mujer se esfumara sin más?

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