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de un garaje —me apremia Mac.

      —Dentro de un garaje.

      —Tiene el coche en marcha. Dentro del garaje.

      —Tiene el coche en marcha dentro del garaje —repito.

      —Creo que está intentando autolesionarse —prosigue.

      Me detengo. Mac asiente. No pasa nada. No pasa absolutamente nada. Con los ojos me promete que estamos juntos en esto, por lo que le digo a la operadora:

      —Puede que esté intentando autolesionarse.

      Levanta los pulgares. Alejo el auricular de mi boca y le informo de que la operadora me ha pedido una dirección.

      —El número 88 de Anchorage Road —contesta Mac.

      Le doy la dirección a la operadora y solo entonces asimilo la información. Mac vive en Anchorage, cerca del museo, en la dirección opuesta a mi casa. El centro cultural se encuentra más o menos a medio camino.

      La operadora me pregunta cómo me llamo. Al oír esto, Mac me indica mediante señas que cuelgue. Vacilo, pero me arrebata el auricular y cuelga. El museo está en silencio, tranquilo. Me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada, pero se la mete en el bolsillo del abrigo.

      Mac Durant respira hondo, levanta los hombros y exhala. Toda la tensión con la que ha entrado en el museo ha desaparecido. Una transformación. Vuelve a ser el chico de siempre, con sus distendidos hoyuelos, ojos de un dorado líquido y eterna fanfarronería. Y me está mirando a mí, a mí, mientras pronuncia la palabra más directa en la situación menos directa de todas:

      —Gracias.

      18:39

      El teléfono permanece en silencio entre ambos. Lo observamos como si se tratara de un cadáver abandonado en una fosa. Me enfrento a la idea de que acabo de participar en algo gordo y que no sé qué es.

      —Ha sido raro. Iba caminando y he visto a un tipo sentado en el coche, en su garaje —comienza a explicarme Mac.

      Espero a que siga contando el resto de la historia, pero se limita a sonreír como si dijera: «Bueno, ha sido divertido. ¿Qué hacemos ahora?». Un momento. Después de lo que me ha obligado a hacer, me debe una explicación seria. ¿A dónde iba en mitad de una tormenta de nieve? ¿Qué le ha hecho pensar que el tipo trataba de hacerse daño? ¿La puerta del garaje no tendría que estar cerrada? Entonces, ¿cómo lo ha visto? Además, si estaba tan cerca de casa, en su propia calle, ¿por qué no ha llamado desde allí? Ah, sí, y ¿qué le ha pasado en la mano?

      Es una pena que no pueda verbalizar nada de esto. Las cosas no funcionan así. Hablar significaría romper con las reglas de nuestro universo compartido en el que él impone su voluntad y yo obedezco en silencio. Mi sorpresa aumenta todavía más cuando se mete la mano en el bolsillo del abrigo y enciende el móvil. ¡Su móvil, el que podría haber usado perfectamente para pedir ayuda! No puedo dejar pasar esto. A la porra el universo.

      —Bonito teléfono —suelto.

      Lo examina como si buscara qué tiene de bonito.

      —Gracias —comenta y me mira como si yo fuera la rara de los dos. Acto seguido, se mete el móvil en el bolsillo y echa un vistazo a la sala—. Nunca había entrado. Paso por aquí a todas horas, pero…

      Entonces, se pone en movimiento con un aspecto elegante incluso en mitad de una crisis: chinos holgados, deportivas blancas y un abrigo acolchado con la capucha de pelo artificial. Se acerca al busto de Thomas Edison que da la bienvenida a todos los visitantes cuando entran en el museo. Lo llaman «El mago de Menlo Park». A Edison, no a Mac Durant, aunque, sinceramente, el nombre sirve para ambos.

      —Así que aquí está —dice Mac con el tono más neutro posible—. El hombre, el mito, la leyenda.

      —El mito —repito y mi propia voz me sorprende.

      Mac me muestra uno de sus profundos hoyuelos.

      —¿No te gusta?

      Me encojo de hombros. Como mi padre, antes admiraba a Thomas Edison, pero ahora creo que está sobrevalorado. De todas maneras, ¿de qué estamos hablando? ¿Por qué Mac sonríe como si todo esto le divirtiera? Al mismo tiempo, el miedo ante la desconocida gravedad de la situación me sacude y la gran predictibilidad de esta me desconcierta. ¿Me encuentro en peligro o solo atrapada en el mismo programa de telebasura adolescente que vivo todos los días? Porque, en cierto modo, es muy típico de los chicos como Mac Durant colarse aquí como si el lugar fuera suyo mientras todas las puertas del patio de los dioses se abren para él y todas las mujeres que cree que merecen su mirada dorada se pliegan a su mandato, incluso si eso supone implicarse en posibles actos criminales. ¿Y ahora qué? ¿Estamos pasando el rato y hablando de forma inocente?

      Centro los ojos en el suelo. Junto al patrón cuadrado ahora hay una nueva imperfección: puntos rojos. Sigo la trayectoria hasta la mano de Mac, que hasta hace un momento estaba tocando el busto de Edison.

      —No —digo.

      —¿Qué pasa?

      —No, no, no.

      —¿Estás bien?

      Señalo a Thomas Edison, al que ahora le sangra la nariz.

      —Mierda, culpa mía —comenta Mac.

      Desaparezco a toda velocidad y vuelvo con servilletas de papel y espray de limpieza. Me encargo del suelo y atiendo al señor Edison mientras Mac trata de taparse la fea herida, aunque no lo hace demasiado bien, por lo que saco un botiquín de detrás del mostrador principal. Solo se ha usado una vez (para una picadura de abeja) y, a juzgar por lo amarillentas que están las tiritas, debe de tener más años que los artilugios con los que comparte espacio. Lo coloco sobre el mostrador, abro la tapa y suelto un suspiro dramático.

      —Ven —le ordeno.

      Mac acerca la mano al mostrador de cristal que exhibe los artículos de regalo de Thomas Edison, como un llavero con forma de bombilla, unas pelotas antiestrés con forma de bombilla, una libreta con forma de bombilla o una bombilla con forma de bombilla, además de botellas de agua Genius por un dólar (una ganga). Hay un Edison cabezón sobre la caja. Mac le da un golpecito y la cabeza asiente. Sí, sí, sí, sí, sí.

      Cuando señalo la mano, se muestra inseguro. De nuevo, es difícil entender lo que estoy presenciando. El chico que siempre flota mientras el resto camina ahora tiene los pies en la tierra. Y no me refiero a que sea más estable, sino que parece incapaz de volar con libertad. Conozco el sentimiento mejor que nadie; no hay nada más vulnerable que enseñar una mano.

      —En otra circunstancia, dejaría que te desangraras todo lo que quisieras —comento—. Pero ahora no me viene bien.

      Me sonríe con una expresión que rompería un átomo. Extiende los dedos y coloca la mano abierta sobre el mostrador. Utilizo las mías, las dos, para hurgar en el botiquín y sacar todo lo necesario. Vendas, tijeras, crema. Primero, alcohol. Hago una bola de algodón y presiono la parte húmeda contra la piel de Mac, que esboza una mueca.

      —Esto te va a escocer un poco —advierto.

      —Creo que eso se dice antes de ponerlo.

      Cierto. Le palpo el cardenal rosa y púrpura, el corte interno. La realidad se filtra dentro de mí. El pensamiento de lo que estoy haciendo y con quién. ¿Me huele el aliento? ¿Cómo tengo el pelo? ¿Y las cejas? Tampoco es que importe. Cuando la gente me mira, se suele centrar en otra cosa. En el mostrador hay cuatro manos y es evidente que una de ellas no es como las demás. Solo tengo dos dedos en la mano izquierda. Estoy segura de que Mac la está mirando. Para comprobar mi teoría, aparto la mano izquierda de la acción y observo los ojos de Mac para ver si la siguen. Lo hacen.

      Escondo la mano, lo pilla y trata de actuar con naturalidad. Al menos no se disculpa. Eso es lo peor, cuando la gente se excusa como si hubieran irrumpido en tu habitación mientras estabas desnuda y hubiesen visto una

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