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que tendrían en la situación dada, en un caso pensando que la otra persona es un niño y, en el otro, pensando que es su vecino. No permito que los grupos hablen entre sí, de modo que todos piensan que la situación sobre la que han trabajado es la misma.

      Después de echar un vistazo a los diálogos escritos por ambos grupos, les pregunto si encuentran alguna diferencia en lo que se refiere al grado de respeto, empatía y comprensión presente en cada diálogo. Siempre que he hecho esto, el grupo que ha elaborado el diálogo pensando que la otra persona era su hijo ha sido considerado por todos como menos respetuoso y menos empático en su comunicación que el grupo que elaboró el diálogo pensando que la otra persona era su vecino. Esto revela a los participantes, de una manera dolorosa, lo fácil que es deshumanizar a alguien por el simple hecho de pensar en él o en ella como “su hijo”.

      MI PROPIA CONCIENCIA

      Un día tuve una experiencia que me hizo tomar verdadera conciencia de lo peligroso que es pensar en las personas etiquetándolas como niños. Esta experiencia tuvo lugar un fin de semana en el que había estado trabajando con dos grupos: una banda callejera y un departamento de policía. Estuve mediando entre ellos. Se había dado una considerable violencia entre ambos grupos y me pidieron que hiciera de mediador. Ese fin de semana, después de pasar mucho tiempo con ellos, lidiando con la violencia que ejercían los unos contra los otros, me encontraba exhausto. Y, mientras conducía de camino a casa después del trabajo, me dije a mí mismo que no quería estar en medio de otro conflicto nunca más en mi vida.

      El caso es que, cuando entré en casa, mis tres hijos estaban peleándose. Expresé mi dolor de la forma que proponemos en Comunicación NoViolenta. Les dije cómo me sentía, qué necesitaba y cuál era mi petición. Lo hice de la siguiente manera. Primero grité: “¡Escuchando vuestra pelea, me siento extremadamente tenso! Tengo una verdadera necesidad de paz y de silencio después del fin de semana que he pasado. ¿Estaríais dispuestos a darme ese tiempo y ese espacio?”.

      Mi hijo mayor me miró y me dijo: “¿Te gustaría hablar de ello?”. Entonces, en ese momento, yo le deshumanicé en mi pensamiento. ¿Por qué? Dije para mis adentros: “¡Qué majo! Mira a este niño de nueve años, cómo intenta ayudar a su padre”. Si se fija bien, se dará cuenta de que yo estaba descartando su oferta debido a su edad, porque le había etiquetado como “niño”. Afortunadamente, me percaté de lo que estaba sucediendo en mi cabeza. Tal vez fui capaz de verlo más claramente gracias al trabajo que había estado haciendo con la banda callejera y la policía, que me hizo ver lo peligroso que es pensar en las personas en términos de etiquetas en lugar de tener presente su humanidad.

      De modo que, en vez de verle como un niño y pensar “qué majo”, lo vi como un ser humano que estaba ofreciendo ayuda a otro ser humano al ver que sufría, y le dije en voz alta: “Sí, me gustaría hablar de ello”. Entonces, los tres me acompañaron a otra habitación y me escucharon mientras abría mi corazón y expresaba lo doloroso que había sido para mí ver a personas que podían llegar al punto de querer hacerse daño unas a otras simplemente porque no les habían educado para ver la humanidad en los demás. Después de hablar de ello durante 45 minutos me sentí de maravilla y, si no recuerdo mal, acabamos poniendo música y bailando como locos durante un rato.

      NUESTRA EDUCACIÓN

      COMO PADRES

      No estoy diciendo que dejemos de usar la palabra “niño” como forma práctica y breve de hacer saber a quien escucha que estamos hablando de personas de una determinada edad. Me refiero al hecho de permitir que las etiquetas como esta nos impidan percibir a otras personas como seres humanos; que lleguemos a deshumanizarlos debido a las ideas que nuestra cultura nos ha inculcado sobre “los niños”. Permítame extenderme un poco más sobre esto, sobre cómo la etiqueta “niño” o “hijo” nos puede llevar a comportarnos de maneras poco afortunadas.

      Habiendo sido educado, como fue mi caso, para concebir la paternidad de una determinada manera, yo pensaba que la obligación de los padres y madres era hacer que sus hijos se comporten bien. Fíjese: en la cultura en la que me crié, cuando alguien se otorga autoridad (como profesor, madre, padre) automáticamente entiende que es responsable de hacer que las personas a las que etiquetamos como “hijos” o “alumnos” se comporten de una determinada manera.

      Ahora comprendo que ese objetivo conlleva la propia derrota, porque he llegado a la conclusión de que, siempre que nuestro objetivo sea que otra persona se comporte de una determinada manera, esa persona se va a resistir, no importa qué le pidamos. Al parecer, esto se cumple tanto si la persona tiene dos años como si tiene noventa y dos.

      Este objetivo de conseguir lo que queremos de los demás, o de lograr que hagan lo que nosotros queremos que hagan, amenaza la autonomía de las personas, su derecho a decidir lo que quieren hacer. Y siempre que alguien sienta que no es libre de elegir lo que quiere hacer, es muy probable que se resista, incluso aunque vea el propósito y el sentido de lo que le estamos pidiendo y tenga ganas de hacerlo. Como seres humanos, es tan fuerte la necesidad de proteger nuestra autonomía, que cuando vemos que alguien tiene un propósito inamovible respecto a nuestro comportamiento, cuando percibimos que actúa como si pensara que sabe lo que es mejor para nosotros y no nos permite tomar nuestras propias decisiones sobre cómo comportarnos, se estimula nuestra resistencia.

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