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hojas para las coronas que se llevaban en la cabeza era algo que podía expresar sutiles distinciones.

      La atención, tanto de la deidad como de cualquiera que pasara por allí, se podía atraer también mediante el movimiento coordinado. Las procesiones, ya fueran grandes o pequeñas, o el caminar acompasado, eran muy habituales. En las ciudades más grandes apenas había otra manera de atraer amplias multitudes, tanto de participantes como de observadores. Los bailes en distintos grados de exuberancia, como los bailes «de tres pasos» de los salii (saliari, saltadores) romanos, y los bailes con mayor abandono dedicados a Isis que se describen en los relieves del Lazio, también tenían su papel. La autoflagelación, a veces en público, fue practicada por primera vez por los monjes del Mediterráneo oriental; y hay escritos que informan de la castración de los sacerdotes de Cibeles; aunque sin duda este no era un rito público abierto a observadores.

      La costumbre, que se había tomado prestada del ámbito interpersonal, de hacer regalos que, por su valor material, podían incrementar la relevancia del mensaje oral proporcionaba también un amplio margen para la comunicación. Estas ofrendas se elegían según la intención de la comunicación (el cumplimiento de una petición, una demostración de gratitud y alabanza, la armonía permanente con la divinidad) y tenían la capacidad de garantizar ese mensaje en una forma duradera, al menos hasta que se retirara de allí el objeto. Tanto el aspecto estético como el material podía jugar un papel en la elección de la ofrenda, pero era habitual usar miniaturizaciones producidas en serie y, aparentemente, bastaba con eso para atraer la atención divina. Pero no era necesaria una visibilidad duradera. Las pequeñas ofrendas (acompañando la emisión de un voto o documentando su éxito) podían depositarse directamente en los pozos, sumergirse en los ríos o arrojarse al fuego y así quedar destruidas o fundidas. Estas prácticas se discutirán en el próximo capítulo sobre el periodo temprano. A diferencia de las inscripciones, de los mensajes escritos (sobre piedra o sobre tabletas de madera), en esos casos ya no serían legibles para nadie excepto las deidades. Sobre la base de un juicio específicamente teológico sobre lo que debería ser la religión, las investigaciones modernas han postulado erróneamente que el término «magia» podría aplicarse a estas variantes de las prácticas.

      La ofrenda no tenía por qué ser duradera. Quemar incienso, ofrecer alimentos selectos (muchos tipos diferentes de pasteles, por ejemplo), el olor procedente de la preparación de los animales que habían sido sacrificados y dedicados a la deidad: todas estas cosas eran representaciones que subrayaban la importancia del intento de comunicación. Las representaciones teatrales como ofrendas a las deidades eran una especialidad de los griegos y después de los romanos a partir del siglo V a.C. Se volvieron bastante elaboradas, pero no dejan de tener sus paralelismos en las culturas de América Central y en el Sudeste Asiático. Además del baile y el canto, debemos mencionar el fenómeno que en latín se llama ludi (juegos). Eran competiciones que se dedicaban a los dioses, normalmente a grupos enteros de dioses, cuyos bustos se paseaban en procesión hasta el circo y se colocaban en asientos de preferencia. Los juegos escenificados (ludi scaenici) eran producciones dramáticas que se representaban para los dioses; primero en Grecia y poco después también en Roma. Incluso encontramos estructuras especialmente erigidas para estas ocasiones.

      A medida que la religión antigua fue incluyendo cada vez más los actos públicos visibles, las comunicaciones religiosas privadas de los individuos empezaron también a atraer a un público, que bien podría estar presente durante el proceso o, si estaba ausente, podía enterarse del acontecimiento por medios metacomunicativos, mediante el discurso sobre el procedimiento transmitido por el boca a boca o por medios de comunicación secundarios (como las inscripciones o los textos). El sacrificio animal requería un comité de fiestas; los votos se hacían en voz alta y muchas formas de adivinación tenían lugar en público. Como resultado, el acto comunicativo de dirigirse a una deidad era recibido por un público que desbordaba al supuesto receptor. El voto pronunciado en alto por el comandante del ejército no solamente llegaba a la deidad, sino que era también la demostración de la competencia religiosa del comandante ante sus soldados, que eran así su público meta.

      Pero el carácter público de las comunicaciones religiosas no solamente buscaba el efecto de añadir más niveles de sentido a la comunicación entre los humanos y los dioses. La exposición pública también jugaba un papel de testigo y aportaba un peso extra a una comunicación que, por otro lado, era enormemente asimétrica y tenía muchas posibilidades de fracasar; o al menos la sometía al escrutinio de las reglas socialmente contrastadas de la obligación, la reciprocidad y la deferencia. Cuando el elemento de testimonio público estaba ausente, en el mundo grecorromano hubo desde muy pronto formas escritas disponibles, como lo demuestran las tablillas de maldición y los textos votivos inscritos.

      4. LA RELIGIÓN COMO UNA ESTRATEGIA EN EL PLANO INDIVIDUAL

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