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3, ¿quién soy yo para juzgar a tu hermano? ¿Y quién eres tú para hacerlo?

      –Pero… “Ojo por ojo y diente por diente” 4.

      –¡Joaquín! –le regañó Ana entre lágrimas–. Nadie va a echar más de menos a Peraj que yo, pero “¡Misericordia quiero y no sacrificio!” 5.

      –¡Te perdono, Joaquín! ¡Lo perdono a él y te perdono a ti!

      En ese momento, una tonelada de peso cayó de sobre los hombros del muchacho, que rompió a llorar. Ella nunca olvidaría esos ojos inundados. Esos preciosos ojos llenos de lágrimas la mirabaan de una forma en que nunca nadie la había mirado. Desde aquella noche, Joaquín y Ana fueron inseparables, el yugo del odio dio paso al yugo suave del perdón y del amor. Los padres de Ana entendieron enseguida que la muerte de la pequeña Peraj y el encuentro de su hija con Joaquín escondían la voluntad del Todopoderoso y admitieron el desposorio.

      Anoche, cuando al fin se quedaron Joaquín y ella solos en el “cheder”, la habitación nupcial, fue un momento mágico. Joaquín había decorado la cámara con cientos de flores. Peraj en hebreo significa flor. Era un homenaje a la pequeña hermana de Ana y a la obra de reconciliación y amor que propició. El lecho nupcial estaba cubierto de pétalos de azucenas que llenaban de su dulce aroma la habitación. El encuentro fue místico e inolvidable. ¡Cuánto amor tanto tiempo esperado y derrochado por fin en el cheder! Fuera quedaron la búsqueda de sí y los egoísmos, dentro la donación, la entrega y el proyecto común. Dulzura, ternura, devoción mutua, respeto… Entendieron aquello que tantas veces habían cantado: “Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los haberes de su casa por el amor, se granjearía desprecio” 6.

      –Ana, ¿dónde estabas? Llevo un rato buscándote. –La pregunta de Joaquín sacó a Ana de su ensueño–.

      –Pues ¿dónde voy a estar, esposo mío? Despidiendo a los invitados –respondió ella con una sonrisa complacida.

      –¿Por qué no nos vamos a dar un paseo para poder charlar y bajar un poco la comida? ¡Que llevo dos días sin parar de comer! –Exclamó Joaquín mientras se tocaba la barriga.

      –Espera que salude a mis primos de Siquem y nos escapamos –contestó Ana con tono de complicidad.

      El paseo les llevó hasta las cercanas piscinas del Rey Salomón. Unos enormes depósitos de agua alimentados por un manantial subterráneo y ubicados en un jardín frondoso, lleno de árboles frutales. Iban caminando al borde del agua haciendo chistes sobre el estrafalario atuendo de algún invitado y las ingeniosas frases de felicitación de algún familiar más bebido de la cuenta, cuando... en un instante, una serpiente salió de entre unas matas y mordió a Ana en el talón. Al tratar de apartarse en un movimiento reflejo, cayó al agua sin que Joaquín tuviera tiempo ni de tratar de agarrarla. Cayó y se hundió como plomo hasta el fondo. Mientras se hundía, Ana tenía la sensación de estar cayendo también en un profundo sueño. Sus sentidos se embotaron y todo se volvía cada vez más oscuro y tenebroso.

      En el sueño aparecía un ajusticiamiento. Un hombre ensangrentado, completamente magullado, con heridas horribles, estaba siendo clavado en una cruz. No podía verle el rostro porque los soldados romanos no se apartaban de delante de él.

      El descenso terminó y Ana tenía la sensación de haber caído sobre un fondo limoso. Trató de ponerse de pie, pero la capa de lodo era profunda y, cuanto más trataba de enderezarse, más se hundía. El barro le cubría casi hasta el pecho mientras que la visión se hacía cada vez más nítida. El hombre fue levantado en la cruz junto a otros dos. Al verlo ahí arriba Ana sintió una fuerte punzada en el lugar de la mordedura de la serpiente y el dolor y la hinchazón desaparecieron de repente.

      Enseguida, la noche sobre el monte de los crucificados se hizo cerrada y empezó a llover. Paradójicamente, estando en el fondo de la cisterna, Ana sentía cómo la lluvia la mojaba. No era agua, parecían gotas de perfume de nardo puro. De ese que su tía Judith le había regalado en un caro tarro de alabastro. Las gotas iban limpiándole el barro, hasta que desapareció por completo. Nunca se había sentido tan limpia y pura. Ni siquiera en la Mikvah (el baño ritual judío) del día antes de la boda, donde sus primas le habían preparado los mejores aromas.

      De repente, un fuerte grito dio paso a la oscuridad total y a un silencio sepulcral que inundó todos sus sentidos. Muerte y desolación, tristeza y angustia, abandono y desesperanza. Borbotones de estos sentimientos, más profundos que en la más profunda de las muertes, brotaron de su corazón durante un día, dos, tres… ¿O fueron tres segundos? La percepción del tiempo no era la habitual, se estiraba como la masa del pan y se volvía a juntar. Un segundo parecía un día entero; 50 años, un suspiro.

      Dos hombres, con vestiduras deslumbrantes aparecieron de entre la oscuridad y empujaron una gran piedra que dejó entrar de nuevo luz al abismo. Desde esa luz, una mano comenzó a llamarla, a pedirle que se acercara. Su cuerpo empezó a hacerse ligero y a elevarse hacia la luz, hacia esa mano que la llamaba. La fuerza que tiraba de ella hacia arriba parecía venirle desde su vientre, como si una burbuja de aire dentro le empujara hacia la superficie. Conforme se acercaba y la luz celeste iba abriéndose paso entre las tinieblas comenzó a reconocer al personaje que la llamaba. Era el hombre de la cruz al que por fin podía ver el rostro. Le era tremendamente familiar, casi todos sus rasgos, pero especialmente sus ojos… ¡Eran los ojos de Joaquín! Estiró la mano y sintió cómo el hombre la agarraba fuertemente y tiraba de ella hacia arriba.

      –¡Ana! ¿Estás bien? ¡Déjame que te vea la mordedura! ¡Tenemos que ir al pueblo! –Ametralló Joaquín mientras la terminaba de sacar del agua y la tumbaba sobre su manto.

      –¡Joaquín! ¿Eres tú? –Balbuceó Ana.

      –¡Claro que soy yo! ¿Quién va a ser? Estás delirando, el veneno te está afectando. Déjame que vea la herida.

      –¿Pero qué herida? No me duele nada.

      Ciertamente, junto a los orificios de los colmillos de la serpiente no había ni rastro de hinchazón, y su aspecto era rosado y sano.

      –Has tenido suerte –respiró Joaquín aliviado–. Se ve que la serpiente acababa de morder a otra presa y no le quedaba veneno.

      –¿Cuánto tiempo he estado en el agua? –pregunta Ana con la mirada aún perdida.

      –¿Cuánto tiempo? Si ha sido un instante. Has llegado al fondo y has vuelto a subir en un pestañear de ojos –soltó sorprendido el recién casado.

      –¿En serio? A mí me ha parecido una eternidad. Y ese hombre, Joaquín… –dijo mientras le tomaba la cara con ambas manos– ¡Se parecía a ti!

      –Sí, sí, se parecía a mí –le siguió la corriente su joven esposo mientras la ayudaba a levantarse–. Anda, vámonos para la casa a ponerte ropa seca y a que te vea mi primo Absalón, que es médico porque yo no me quedo tranquilo.

      Los dos jóvenes novios volvieron junto a los invitados a la boda que acabó felizmente, a su tiempo, quedando el episodio de la serpiente y la piscina en una más de las múltiples anécdotas familiares.

      Esta historia de Joaquín y Ana me la contó mi madre, que es la partera de Nazaret. Nueve meses después de este episodio, un 8 de septiembre, nació un precioso bebé al que pusieron por nombre María. Mi madre, me contó que nunca vio a una madre tan feliz de ver que su primogénito no era un varón. Y en el parto ocurrió algo excepcional, al romper aguas, la sala se inundó de olor a nardo. Nardo puro como nunca mi madre había olido cosa igual.

      A la niña yo la he visto varias veces por el pueblo, y es verdad que tiene los ojos del padre. Cuando la gente se lo menciona, Ana siempre responde lo mismo: “Los ojos, de Joaquín; y la boca y la nariz de un ángel. De mi pequeña hermanita ángel Peraj”.

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