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—añadió con una leve sonrisa, aunque sus ojos lo seguían mirando del mismo modo extraño.

      Pavel Petrovich no era feliz ni siquiera mientras la princesa R. lo amaba. Pero cuando ésta lo olvidó, cosa que no tardo en suceder, estuvo a punto de perder el juicio. Le atormentaban los celos, la asediaba por doquier, hasta que ella hastiada de aquella insistente persecución, salió para el extranjero. Pavel Petrovich se retiró del servicio, pese a los ruegos de la princesa. Pasó cerca de cuatro años en distintos países, siguiendo su huella con el propósito de perderla de vista. Se avergonzaba de sí mismo, su flaqueza lo exasperaba, mas todo era inútil: la imagen de aquella mujer, una imagen incomprensible, casi absurda, pero fascinante, había calado demasiado hondo en su alma. En Baden, en cierta ocasión, consiguió reanudar con ella sus antiguas relaciones, La princesa parecía no haberlo amado nunca tan apasionadamente, y al cabo de un mes todo concluyó de nuevo. La llama se había avivado por última vez, apagándose para siempre. Presintiendo lo inevitable de una separación, él quiso continuar al menos siendo amigos, como si la amistad con semejante mujer fuera posible... Ella abandonó sigilosamente Baden y desde entonces evitó toda clase de encuentros con Kirsanov. Éste regresó a Rusia y trató de vivir como antaño, pero no consiguió encarrilarse. Vagaba de un lugar a otro como hechizado. Todavía seguía saliendo de viaje, conservaba todas costumbres de hombre de mundo, tuvo ocasión de vanagloriarse de dos o tres nuevas conquistas, pero ya no esperaba nada especial de sí mismo ni de los demás y no emprendía nada. Envejeció, encaneció. Frecuentar por las tardes el club, aburrirse mortalmente, discutir con indiferencia entre solteros, todo eso se convirtió en una necesidad para él, cosa que como se sabe, es un mal síntoma. Ni qué decir tiene que no pensaba ni por asomo en el matrimonio. De esa forma pasaron volando diez años, diez años insípidos, estériles y rápidos, como espantosa rapidez. En ningún sitio corre el tiempo tan veloz como en Rusia. Dicen que en la cárcel corre más rápido aún. Una vez, en el transcurso de un almuerzo en el club Kirsanov se enteró de la muerte de la princesa R. Había fallecido en París cuando estaba al borde de la locura. Se levantó de la mesa y durante largo rato vagó por los salones del club, deteniéndose como clavado ante los jugadores de naipes, pero no regresó a casa antes que de costumbre. Al cabo de algún tiempo recibió un paquete a su nombre en el que se hallaba un anillo que en otro tiempo regalara a la princesa. Ella había trazado una cruz sobre la esfige y ordenó que le dijeran que la clave del enigma estaba en la cruz.

      Esto sucedía a comienzos del año 1848, justamente cuando Nikolai Petrovich apenas había visto a su hermano desde que éste se instalara en la aldea: Las bodas de Nikolai coincidieron con el comienzo de su amistad con la princesa. A su regreso del extranjero fue a ver a su hermano con la intención de pasar con él al menos dos semanas y gozar viéndolo feliz, pero sólo vivió con él una semana. La diferencia de situación entre ambos hermanos era demasiado evidente. En 1848 esa diferencia se hizo menor: Nikolai Petrovich había perdido sus recuerdos. Después de la muerte de la princesa trataba de no pensar en ella. Sin embargo, Nikolai conservaba el sentido de la vida ordenada y veía a su hijo Pavel, por el contrario, solterón, se iba aproximando a ese vago y tenebroso periodo de la vida, tiempo de pesares con hálito de esperanza y de esperanzas con matices de pesares, cuando ha pasado la juventud y todavía no ha llegado la vejez.

      Para Pavel Petrovich esa época era más difícil que para cualquier otro hombre, pues habiendo perdido su pasado lo había perdido todo.

      Una vez Nikolai Petrovich le dijo:

      —No te invito a Marino —así llamaba a su aldea, en honor a su mujer— porque allí te aburrirías, incluso en vida de la difunta, y ahora supongo que morirías de tedio.

      —Entonces todavía era necio y vanidoso —respondió Pavel Petrovich —. Si desde entonces no me he vuelto más razonable al menos me he serenado y ahora, por el contrario, si tú me invitas, estoy dispuesto a alojarme para siempre en tu casa.

      Nikolai Petrovich abrazó a su hermano por toda respuesta. Sin embargo, transcurrió todavía año y medio antes de que Pavel Petrovich se decidiera a realizar su propósito. Pero una vez en la aldea, ya no se movió de allí, ni siquiera aquellos tres inviernos que Nikolai Petrovich pasó con su hijo en Petersburgo. Comenzó a leer principalmente en inglés y, en general, ordenó toda su vida al estilo inglés. Rara vez se veía con los vecinos y sólo salía para asistir a las colecciones, en las que permanecía callado casi todo el tiempo. Sólo a veces exponía algún criterio liberal, más bien para mofarse e intimidar a los terratenientes de vieja escuela, sin acercarse tampoco a los representantes de la nueva generación. Unos y otros lo consideraban orgulloso y alguno que otro lo respetaba por su porte aristocrático, por la fama de sus conquistas, por elegancia en el vestir y porque siempre se alojaba en las mejores habitaciones de los mejores hoteles; porque siempre comía bien e incluso, en una ocasión, se sentó a la mesa con Wellington y Luis Felipe, porque en toda ocasión llevaba consigo su neceser de plata auténtica y una baño portátil, porque olía a una inusitado perfume extraordinariamente noble, porque jugaba magistralmente al whisht y siempre perdía y, finalmente , lo respetaban por su honradez sin tacha. Las damas lo tenían por melancólico encantador, pero él no quería saber nada de mujeres...

      —Ya ves, Evgueni, qué injustamente has juzgado a mi tío —añadió Arkadi—. Sin contar con que más de una vez sacó a mi padre de apuros, entregándole todo su dinero. Quizás tú no sepas que no se han repartido la hacienda, pero disfruta ayudando a cualquiera y, dicho sea de paso, siempre defiende a los campesinos, si bien es cierto que, al hablar con ello, frunce el ceño y huele un frasco de colonia...

      —Claro, serán los nervios —le interrumpió Basarov.

      —Tal vez, pero su corazón es de lo más bondadoso.

      Y no tiene nada de necio. Si supieras qué consejos tan útiles

      me dio siempre, sobre todo..., sobre todo, en lo concerniente al trato con las mujeres.

      —¡Claro está! Gato escaldado del agua fría huye. Conocemos esto.

      —En resumen, Evgueni, es profundamente desgraciado, créeme, y me parece un pecado despreciarlo.

      —¿Y quién lo desprecia? —replicó Basarov—. Sin embargo, yo creo que el hombre que juega toda su visa a la carta del amor de la mujer y cuando esa carta pierde, se anonada y de hunde hasta tal punto que ya no es capaz de nada, no es un hombre, no es un macho. Dices que es desdichado y eso tú lo sabrás mejor, pero yo creo que todavía no se la ha quitado la tontería. Estoy seguro de que se cree en serio un hombre capaz porque lee el Galignani y una vez al mes dispensa al mujik del castigo corporal.

      —Ten en cuenta su educación, la época en que vivió —repuso Arkadi.

      —¿La educación? —objetó Basarov—. Cada uno tiene que educarse a sí mismo. Como yo, por ejemplo... ¿Y en cuanto a la época, ¿por qué va uno a depender de ella? Es mejor que ésta dependa de nosotros. No, amigo, todo eso no es más que libertinaje, vaciedad. ¿Y qué son esas misteriosas relaciones entre hombre y mujer? Nosotros, los fisiólogos, conocemos esas relaciones. Estudia la anatomía del ojo: ¿de dónde procede esa mirada que tú calificas de enigmática? Todo eso es sólo romanticismo, disparates, podredumbre, literatura. Vamos mejor a ver al escarabajo.

      Y ambos amigos se encaminaron a la habitación de Basarov, que ya se había impregnado de olor a medicina y cirugía, mezclado con un tufo de tabaco.

      VIII

      Pavel Petrovich estuvo poco tiempo en la entrevista de su hermano con el intendente, hombre alto, muy delgado, con dulzona voz de tísico y ojos pícaros, que a todas las observaciones de Nikolai Petrovich respondía: “Por supuesto”, “claro está”, y trataba de demostrar que los campesinos eran, casi todos, unos borrachos y ladrones.

      La hacienda, que desde hacía poco se llevaba de un modo nuevo, rechinaba como una rueda sin engrasar y crujía como madera húmeda. Nikolai Petrovich no se desalentaba, pero suspiraba con frecuencia

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