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la catedral no afectaban a todos. Los monjes se habrían puesto furiosos de haberse enterado de que una joven de la campiña se las arreglaba para dormir a pesar de aquel estruendo odioso.

      Brystal Evergreen tenía catorce años y esa mañana se despertó como cada día: por los golpes que alguien daba en la puerta de su habitación.

      —Brystal, ¿estás despierta? ¿Brystal?

      Sus ojos azules se abrieron a la séptima u octava vez que su madre llamó a la puerta. No tenía el sueño muy pesado, pero las mañanas le resultaban todo un desafío, pues, por lo general, estaba exhausta tras haberse quedado despierta hasta muy tarde la noche anterior.

      —¿Brystal? ¡Respóndeme, niña!

      La joven se sentó en la cama mientras las campanas de la catedral repicaban a lo lejos por última vez. Sobre su barriga encontró un ejemplar abierto de Las aventuras de Tidbit Twitch, de Tomfree Taylor, y en la punta de su nariz, un par de gafas. De nuevo, Brystal se había quedado dormida leyendo, y ocultó las pruebas rápidamente, antes de que la descubrieran. Escondió el libro debajo de la almohada, se guardó las gafas de lectura en un bolsillo del camisón y apagó la vela que se había quedado encendida encima de la mesita.

      —¡Jovencita, pasan diez minutos de las seis! ¡Voy a entrar!

      La señora Evergreen empujó la puerta y entró con todas sus fuerzas en la habitación de su hija como un toro que acaba de ser liberado de su encierro. Era una mujer delgada con el rostro pálido y ojeras oscuras. Llevaba el pelo recogido en un moño alto y firme que, al igual que las riendas de un caballo, la mantenía alerta y motivada mientras hacía las tareas del hogar.

      —Entonces sí que estás despierta... —dijo, levantando una ceja—. ¿Es mucho pedir que me contestes?

      —Buenos días, mamá —saludó Brystal en tono alegre—. Espero que hayas dormido bien.

      —No tan bien como tú, por lo que parece... —volvió a lanzar la señora Evergreen—. Sinceramente, niña, no sé cómo lo haces para dormir con estas campanas horribles todas las mañanas... Suenan tan fuerte que podrían resucitar a los muertos.

      —Cuestión de suerte, supongo —dijo, bostezando con muchas ganas.

      La señora Evergreen colocó un vestido blanco a los pies de la cama y le lanzó a su hija una mirada desdeñosa.

      —Has vuelto a dejarte el uniforme en el tendedero —dijo—. ¿Cuántas veces debo recordarte que lo recojas tú misma? Apenas puedo encargarme de la ropa de tu padre y tus hermanos, no tengo tiempo para lavar lo tuyo.

      —Lo siento, mamá —se disculpó Brystal—. Iba a hacerlo anoche después de lavar los platos, pero ya veo que se me olvidó.

      —¡No puedes seguir siendo tan despistada!... Andar soñando despierta es la última cualidad que los hombres buscan en una esposa —le advirtió su madre—. Ahora, date prisa y cámbiate, así me ayudas a preparar el desayuno. Hoy es un gran día para tu hermano, y le haremos su comida favorita.

      La señora Evergreen avanzó hacia la puerta, pero se detuvo cuando percibió un olor extraño en el aire.

      —¿Eso es humo? —preguntó.

      —Acabo de apagar una vela —explicó Brystal.

      —¿Y por qué tenías una vela encendida tan temprano? —quiso saber la señora Evergreen.

      —La..., me la dejé encendida anoche sin querer —confesó.

      La señora Evergreen se cruzó de brazos y miró a su hija.

      —Brystal, será mejor que no estés haciendo lo que creo que estás haciendo —le advirtió—. Porque me preocupa la reacción de tu padre si descubre que vuelves a leer.

      —¡No, lo juro! —mintió Brystal—. Es que me gusta dormirme con la luz de la vela. A veces me asusta la oscuridad.

      Por desgracia, a Brystal se le daba terriblemente mal mentir. La señora Evergreen veía a través del engaño de su hija como a través una ventana que acabara de limpiar.

      —El mundo es un lugar oscuro, Brystal —dijo—. Eres tonta si crees lo contrario. Venga, dámelo.

      —Pero ¡mamá, por favor! ¡Me faltan muy pocas páginas para terminarlo!

      —¡Brystal, no te lo estoy preguntando! —gritó la señora Evergreen—. ¡Estás rompiendo las reglas de esta casa y las leyes del reino! ¡Venga, dámelo ahora mismo o iré a buscar a tu padre!

      Brystal suspiró y le entregó el ejemplar de Las aventuras de Tidbit Twitch que había escondido debajo de la almohada.

      —¿Y el resto? —preguntó la señora Evergreen con la palma abierta.

      —Este es el único que tengo...

      —¡Jovencita, no voy a tolerar que sigas mintiéndome! Los libros en tu habitación son como los ratones en el jardín, siempre hay más de uno. Ahora, dame los otros o iré a buscar a tu padre.

      Los hombros de Brystal se hundieron al igual que sus esperanzas. Se levantó de la cama y guió a su madre hasta un rincón donde había una tabla suelta bajo la cual guardaba su colección de libros. La señora Evergreen casi se quedó sin respiración cuando su hija le descubrió todos los libros que tenía. Había títulos de historia, religión, leyes y economía, así como obras de ficción: aventura, misterio y romance. A juzgar por las gastadas cubiertas y páginas, Brystal los había leído muchas veces.

      —Ay, Brystal —dijo la señora Evergreen con pesadez en el corazón—, entre todo lo que podría interesar a una muchacha de tu edad, ¿por qué has tenido que elegir los libros?

      La señora Evergreen pronunció aquella última palabra como si estuviera hablando de una sustancia desagradable y peligrosa. Brystal sabía que estaba mal tener libros (las leyes del Reino del Sur dictaban con claridad que eran «solo para los ojos de los hombres»), pero como nada la hacía más feliz que leer, se arriesgaba continuamente a sufrir las consecuencias.

      Uno por uno, Brystal besó los lomos, como si estuviera despidiéndose de una pequeña mascota, antes de pasárselos a su madre. Los libros se apilaron hasta quedar por encima de la cabeza de la señora Evergreen, pero como ella ya estaba acostumbrada a andar por la casa cargada con cosas, no le resultó difícil encontrar el camino hasta la puerta.

      —No sé quién te los consigue, pero debes cortar toda relación con esa persona inmediatamente —le ordenó la señora Evergreen—. ¿Sabes cuál es el castigo para las niñas a las que descubren leyendo en público? ¡Tres meses en un hospicio! ¡Y se quedaría solo en eso gracias a los contactos que tiene tu padre!

      —Pero, mamá —se quejó Brystal—, ¿por qué a las mujeres no nos permiten leer? La ley dice que nuestras mentes son demasiado delicadas para estudiar, pero eso no es cierto. ¿Cuál es la verdadera razón de que nos mantengan alejadas de los libros?

      La señora Evergreen se detuvo en la puerta y se quedó en silencio. Brystal entendió que su madre estaba pensando, porque muy pocas veces se detenía por algo. La señora Evergreen miró de nuevo a su hija con seriedad y, por un momento, Brystal habría jurado que vio una leve chispa de empatía en sus ojos, como si llevara toda la vida haciéndose la misma pregunta y aún no hubiera encontrado una respuesta.

      —A mí me parece que las mujeres ya tenemos suficientes cosas que hacer hoy en día —dijo para zanjar el tema—. Ahora vístete. El desayuno no se prepara solo.

      La señora Evergreen giró sobre sus talones y salió de la habitación. De los ojos de Brystal brotaron lágrimas mientras observaba a su madre alejarse con sus libros. Para ella no eran un montón de hojas atadas con un trozo de cuero: sus libros eran amigos que le ofrecían la única salida de la opresión del Reino del Sur. Se secó los ojos con el dobladillo del camisón. Y las lágrimas no le duraron mucho. Brystal sabía que solo sería cuestión

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