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que su padre tardó en darle una respuesta le parecieron horas.

      —Estoy de acuerdo, necesitamos un cambio para prevenir otros incidentes como el de esta mañana —dijo su padre—. Puedes ir a hacer de voluntaria por las noches a la Casa para los Desamparados, pero solo si eso no conlleva más trabajo para tu madre.

      El juez golpeó la mesa con el tenedor como si fuera un mazo e hizo así efectiva la sentencia definitiva del día. Brystal no podía creer que lo hubiera logrado. ¡Trabajar en la biblioteca era una realidad! El nudo en su estómago empezó a aflojarse enseguida y Brystal supo que debía desaparecer de la vista de su familia antes de empezar a dar saltos.

      —Muchas gracias, papá —le dijo—. Ahora, si me disculpáis, os dejo solos, a ti y a Barrie, para que podáis hablar tranquilamente del tribunal. Volveré a recoger la mesa cuando hayáis terminado el postre.

      Brystal se levantó de la silla y subió a su habitación a toda prisa. En cuanto cerró la puerta, empezó a bailar con toda su energía sin emitir ningún sonido. Cuando pasó frente al espejo, vio algo que no veía desde que era pequeña: en lugar de una niña resignada y triste vestida con un uniforme escolar ridículo, se encontró ante una muchacha feliz y llena de energía con la mirada a rebosar de esperanza y las mejillas ruborizadas. Parecía una persona completamente distinta.

      —Eres una niña mala, Brystal Eve Bailey —le susurró a su reflejo—. Una niña muy mala.

apertura

      3

ornamento

      Solo jueces

      Durante las dos primeras semanas que estuvo limpiando la biblioteca, Brystal leyó más libros de los que había leído en toda su vida. Para cuando terminó el primer mes, había devorado todos los ejemplares de la planta baja y comenzaba con los de la siguiente.

      Su rápido ritmo de lectura se debía a una eficaz planificación que había diseñado hacía tiempo: cada noche, Brystal quitaba el polvo de los estantes, fregaba el suelo, pulía la esfera plateada y limpiaba las superficies de la institución tan rápido como podía. Cuando terminaba, elegía un libro (o varios si era fin de semana) y se los llevaba a casa a escondidas. Una vez que terminaba de lavar los cacharros de la cena, se encerraba en su habitación y se pasaba el resto de la noche leyendo. La noche siguiente, Brystal devolvía lo que había cogido prestado y su rutina secreta empezaba de nuevo.

      No podía creer lo rápido que había cambiado su vida. En solo un mes, había pasado de sufrir en público una crisis emocional a vi­vir las horas más apasionantes y estimulantes que jamás había experimentado. Gracias al trabajo en la biblioteca, tenía acceso a biografías, enciclopedias, diccionarios, antologías y manuales que expandían su comprensión de la realidad, y a obras de ficción, poesía y prosa que expandían su imaginación más allá de lo que había visto en sus sueños más increíbles. Pero quizá lo más gratificante de todo era que Brystal había encontrado un ejemplar de Las aventuras de Tidbit Twitch y, por fin, había podido leer el final.

      Tidbit sacudió las patas en todas direcciones mientras caía por el acantilado, pero no encontró nada a lo que sujetarse. Temía que su descenso le reservara una muerte brutal contra la tierra rocosa, pero, gracias a una especie de milagro, el ratón aterrizó en un río caudaloso. El dragón descendió por el desfiladero y voló sobre Tidbit mientras este flotaba por el río. El monstruo intentó alcanzarlo, pero el agua avanzaba tan rápido que no hacía más que complicarle la tarea.

      Tidbit fue sacudido de un lado a otro, hasta que la corriente lo hizo caer por una cascada inmensa. Y el dragón se precipitó tras él con la boca completamente abierta. El ratón estaba convencido de que esos serían sus últimos momentos de vida: el monstruo, que le iba al acecho, lo devoraría, o bien él se estrellaría contra las rocas de la base de la cascada. Sin embargo, estaba tardando en llegar a las rocas y le pareció notar al dragón cada vez más cerca. Este, de repente, cerró sus afilados colmillos en el aire.

      Pero, justo cuando el monstruo estaba a punto de atraparlo con los dientes, Tidbit se escurrió por una pequeña abertura entre dos peñascos en la base de la cascada y cayó a salvo al lago en el que desembocaba el río. Cuando el ratón apareció del agua, vio al dragón sobre las rocas detrás de él, sin vida y con el cuello roto.

      Tidbit nadó hacia la costa, donde respiró profundamente por prime­ra vez en años. Con el dragón vencido, el Reino de los Ratones por fin quedaba libre de un reinado de terror. El mundo le daría la bienvenida a una nueva era de paz, que tanto necesitaban, y todo gracias a un pequeño ratón que había demostrado ser más valiente que un gran monstruo.

      

      Sin duda, la nueva rutina de Brystal era agotadora. Y aunque solo conseguía dormir un par de horas por la noche, el entusiasmo de poder leer más libros al día siguiente le daba la energía necesaria para aguantar. Aun así, Brystal encontró maneras más inteligentes de descansar, por lo que no se puede decir que estuviera completamente privada de sueño.

      Durante las clases de la señorita Plume, se ataba una pluma a los dedos y bajaba la cabeza para fingir que estaba tomando notas, aunque en realidad aprovechaba parar echarse una más que necesaria siesta. En una ocasión, mientras sus compañeras aprendían a maquillarse, Brystal usó los materiales para dibujarse un par de pupilas en los párpados y nadie se dio cuenta de que estuvo durmiendo toda la demostración. A la hora del almuerzo, cuando el resto de las niñas iban a la panadería de la Plaza Mayor, Brystal visitaba la tienda de muebles y «probaba los productos» hasta que los dueños la descubrían.

      Los fines de semana, dormía los ratos libres que le dejaban las tareas de casa. En la iglesia, se pasaba la mayor parte de la misa con los ojos cerrados, fingiendo que rezaba. Por suerte, sus hermanos hacían lo mismo y sus padres no se daban cuenta.

      Dejando de lado el cansancio, Brystal creía que su plan estaba saliendo a la perfección, y que no parecía en absoluto sospechosa, como había temido en un primer momento. A su familia solo la veía unos minutos por la mañana, así que no quedaba mucho tiempo para que le preguntaran sobre sus tareas diarias. De todos modos, estaban tan concentrados en la primera semana de Barrie como juez adjunto que en ningún momento le preguntaron por su trabajo como voluntaria en la Casa para los Desamparados. Aun así, por si acaso, Brystal se había inventado algunas historias sobre dar de comer a los hambrientos y bañar a los enfermos.

      El único contratiempo se produjo a principios del segundo mes de trabajar en la biblioteca. Una noche, cuando Brystal entró, se encontró al señor Woolsore agachado buscando algo debajo de un mueble.

      —Señor Woolsore, ¿puedo ayudarlo? —le preguntó.

      —Estoy buscando el tercer volumen de Campeones de campeones —le contestó el anciano—. Un estudiante me lo ha pedido esta tarde y parece que se ha desvanecido de los estantes.

      Lo que el bibliotecario no sabía era que Brystal lo había cogido prestado la noche anterior. Se tiró del abrigo con más fuerza alrededor de los hombros para que el señor Woolsore no se diera cuenta de que lo llevaba debajo del brazo.

      —Estoy segura de que está aquí, en algún lugar —dijo—. ¿Quiere que lo ayude a buscarlo?

      —No, no, no —gruñó, y se puso de pie—. El ayudante debe de haberlo guardado mal, ¡el muy idiota! Pero déjalo en el mostrador si aparece mientras limpias.

      En cuanto el señor Woolsore se marchó, Brystal dejó el tercer volumen de Campeones de campeones sobre el mostrador. Fue una solución simple a una situación igual de simple, pero Brystal no quería vivir una situación más complicada y que la descubrieran. Así pues, a fin de evitar cualquier riesgo futuro, decidió que sería mejor que dejara de llevarse libros. En adelante, cuando terminara de limpiar, se quedaría a leer en la biblioteca. Por eso a veces no regresaba

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