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      Muerte en Coslada

      Título original: Muerte en Coslada

      © Daniel Carazo Sebastián

      © Edición electrónica: Petit Camagroc S.L.U., 2021

      © Diseño de la cubierta: Underthecoconut ([email protected])

      Toda forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo la excepción prevista por la ley. Diríjase al editor

      si necesita fotocopiar o digitalizar algún fragmento de esta obra.

      ISBN: 978-84-123545-4-6

       www.loslibrosdelola.es

      A Coslada y a los cosladeños.

      Por haberme acogido hace veinticinco años.

      Y por confiar en mí.

      Capítulo 1

      Leire vuelve agotada a su casa. Aunque ya se ha vuelto a poner en forma tras haber padecido la infección por el coronavirus —se contagió nada más llegar a Madrid—, su capacidad pulmonar ha quedado algo mermada y, si fuerza algo más de lo debido su carrera matinal, nota que se cansa antes; claro está que no tiene el mismo fondo de siempre. Además, debido al retraso en la reestructuración de los equipos en la comisaría realiza menos actividad física que de costumbre y dedica prácticamente toda su jornada laboral a tareas administrativas. A pesar de todo, consciente de que su situación en la comisaría es temporal y de que mantener un buen estado físico es imprescindible, cada mañana sale a correr por el Parque del Oeste, intentando esforzarse algo más cada día.

      Cuando vuelve al pequeño apartamento que tiene alquilado en la calle Conde de Lemos, en pleno centro de la capital, lo primero que hace es quitarse las zapatillas deportivas y despertar a Carmelo: el gato persa que, precisamente el primer día que salió a correr por la zona, recogió de un cubo de basura y que rara vez se digna a madrugar tanto como su adoptante. Después, prepara el cuarto de baño para darse una buena ducha y por fin tomar ese café que ansía desde que ha sonado el despertador, a las seis de la mañana. Deja la cafetera puesta y, justo cuando está entrando en la ducha para abrir el grifo del agua, la canción de los Rolling Stones que emite ruidosamente su teléfono móvil anuncia que tiene que abortar la consecución de tan grato objetivo. Leire protesta lo justo en silencio. Mantiene un recato innecesario al estar sola en casa y se pone el albornoz para no salir desnuda a responder la llamada:

      —¿Sí?

      —Inspectora… —al otro lado de la línea suena la inconfundible voz de su superior, el inspector jefe Roberto Puig—, no te habré despertado.

      Leire sonríe para sí misma. Seguramente, si en ese momento su jefe la viera, estaría más cohibido.

      —No se preocupe, jefe, me estaba preparando para salir hacia la comisaría.

      —Pues perfecto, porque esta mañana te necesitamos pronto por aquí. Entonces, no te entretengo con explicaciones. Avísame en cuanto llegues.

      El inspector Puig corta la llamada antes de que Leire pueda preguntar nada.

      La inspectora aún conoce poco a su superior, pero por lo que dicen de él ya sabe que es parco en palabras y que siempre va al grano, por eso no le extraña que le haya dejado con la duda sobre el motivo de su llamada. Además, sin haberse dado todavía esa ducha reconfortante, se alegra enormemente de lo que acaba de escuchar. ¡Por fin la necesitan! Desde que se incorporó a trabajar en su nuevo destino, la comisaría de la calle Leganitos, en el distrito Centro de Madrid —dicen que la que tiene más trabajo de toda España—, no le habían asignado ningún caso. El caos que provocó la maldita crisis sanitaria del coronavirus hizo que todos los planes de ajustes de personal y formación de nuevos equipos de investigación —los que la trajeron a ella desde su comisaría de origen, en Logroño— se quedaran paralizados. Cierto es que la situación ha cambiado mucho y que por fin se están recuperando rutinas perdidas por la pandemia; ahora, en el mes de octubre de 2021, la vacunación masiva de la población, unida a la famosa inmunidad de rebaño por fin alcanzada, está haciendo que la vida haya vuelto poco a poco a la normalidad: ya se puede estar en sitios cerrados sin la mascarilla puesta y trabajar en equipo, unos a lado de otros. Con esos recientes avances en la vida cotidiana, Leire esperaba impaciente su incorporación plena como inspectora de la Policía Nacional que es. Hasta el momento, su jefe nunca la había reclamado, y lo único que eso podía significar era que le iban a ofrecer una investigación.

      La inspectora se siente tan eufórica que la ansiada ducha y el desayuno duran bastante menos de lo previsto. Carmelo, ajeno a la vida fuera del pequeño apartamento, no celebra las evidentes prisas de Leire y reclama con insistencia su dosis diaria de mimos y comida. Leire, después de tanto tiempo delante del ordenador y volviendo todos los días sola a su domicilio, ha tomado la costumbre de hablar con su gato:

      —¡Carmelito, qué contenta estoy! Al fin parece que mi situación va a cambiar. ¡Voy a volver a salir a la calle! ¡Estoy harta de tanto papeleo!

      Ante la indiferencia del felino, quien viendo que ella se prepara para salir sin hacerle caso y sin la más mínima esperanza de caricias se ocupa afanosamente de dar buena cuenta de su comida, Leire termina de arreglarse. Se embute en sus ajustados vaqueros negros, se pone su camiseta de Desigual favorita, coge la cazadora de cuero también negra y se calza las sempiternas deportivas Asics, esta vez de color amarillo fosforito. Satisfecha de la imagen que le devuelve el espejo, sale disparada hacia la comisaría.

      Los escasos diez minutos andando que la separan de su lugar de trabajo se le hacen eternos. A pesar del cansancio por la actividad deportiva de la mañana, le habría gustado hacer el trayecto corriendo, pero no quiere llegar sudada y, además, prefiere no mostrase demasiado ansiosa ante su jefe. Se controla y mantiene el paso intentando disfrutar de la vista del Palacio Real, del Teatro de La Ópera y del resto de los edificios típicos del Madrid de los siglos xviii y xix.

      Cuando por fin llega a la comisaría, accede por una de las puertas laterales para evitar entretenerse y, sin pararse a saludar a nadie, va directa al despacho del inspector jefe Puig. En el ascensor se distrae pensando en el mejor modo de saludar a su superior; no sabe si hacerlo con respeto jerárquico o con familiaridad de colegas, y en esas está cuando, ya delante de la puerta del despacho y justo antes de animarse a entrar, le llama la atención otra policía que parece estar esperándole.

      —¿Inspectora Sáez de Olamendi? Es usted, ¿verdad?

      Leire observa un instante a la compañera que la reclama: acento andaluz, más o menos de su edad —no puede evitar pensar que más bajita y gordita—, pelo moreno, liso, corto y de estilo informal. La mujer la mira, esperando su respuesta, con sus grandes ojos marrones fijos en los suyos y muy abiertos.

      —Efectivamente, soy yo —responde la inspectora, y se queda a la espera de que le explique por qué ha interrumpido la entrada a su ansiado destino.

      —¿Qué tal? —continúa la policía con naturalidad—. Soy la subinspectora Rojas, y creo que vamos a trabajar juntas.

      «Una compañera», piensa Leire, «el día no puede ir mejor».

      —Pues encantada, subinspectora Rojas. ¿Entras entonces conmigo?

      —Martina —responde ella.

      —¿Perdón? —se extraña Leire, que no entiende la respuesta.

      —Mi nombre. Me llamo Martina. Si me llamas subinspectora Rojas, me temo que no me voy a dar por aludida ni la mitad de las veces que lo hagas, y no porque no me reconozca en mi categoría profesional, que demasiado me ha costado llegar a ella, sino porque a mí todo el mundo me llama así, Martina, y es como mejor respondo… Si no te importa eso, ni que te tutee, claro.

      La verborrea de la andaluza deja a Leire descolocada por un momento. Se supone que los subordinados deben

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