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porque si te dejas ver bajo tu natural semblante, ni el Erebo mismo tendría suficientes tinieblas para substraerte a la prevención.

      (Entran los conspiradores CASIO, CASCA, DECIO, CINA, METELO CÍMBER y TREBONIO)

      CASIO. — Temo que nuestro demasiado atrevimiento turbe vuestro reposo. Buenos días, Bruto. ¿Os importunamos?

      BRUTO. — Hasta ahora he estado en pie, despierto toda la noche. ¿Conozco a estos que os acompañan?

      CASIO. — Sí, a todos ellos, y no hay ninguno que no os honre, y cada cual quisiera que tuvierais de vos mismo la opinión que tiene todo noble romano. Éste es Trebonio.

      BRUTO. — Bien venido sea.

      CASIO. — Éste, Decio Bruto.

      BRUTO. — Bien venido también.

      CASIO. — Éste, Casca; éste, Cina, y éste, Metelo Címber.

      BRUTO. — ¡Bien venidos todos! ¿Qué vigilantes afanes se interponen entre vuestros ojos y la noche?

      CASIO. — ¿Permitiréis una palabra?

      (BRUTO y CASIO cuchichean.)

      DECIO. — ¡El Oriente cae de este lado! ¿No es aquí por donde despunta el día?

      CASCA. — No.

      CINA. — ¡Oh! Perdón, señor, pero sí es; y aquellas franjas grises que ribetean las nubes son mensajeras del día.

      CASCA. — Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. Aquí, donde apunto con mi espada, se alza el Sol, que avanza rápidamente hacia el Sur, llevando en pos de sí la estación temprana del año . Dentro de un par de meses presentará su fulgor más hacia el Norte. ¡El alto Oriente está allí, en dirección del Capitolio! .

      BRUTO. — ¡Dadme todos vuestras manos, uno por uno!

      CASIO. — ¡Y juremos cumplir nuestra resolución!

      BRUTO. — ¡No, nada de juramentos! ¡Si la mirada de los hombres, el sufrimiento de nuestras almas, los abusos del presente no son motivos bastante poderosos, separémonos aquí mismo y vuelva cada cual al ocioso descanso de su lecho! ¡De este modo dejaremos organizarse el despotismo previsor, hasta que sucumba por turno el último hombre! Pero si estos motivos, como estoy seguro de ello, poseen sobrado ardor para inflamar a los cobardes y dar una coraza de bravura al desmayado espíritu de las mujeres, entonces, compatriotas, ¿qué necesidad tenemos de más estímulo que nuestra propia causa para decidirnos a hacer justicia? ¿Qué otro lazo que el de romanos comprometidos por el secreto, que han empeñado su palabra y que no la burlarán? ¿Y qué mejor juramento que el pacto de la honradez con la honradez para llevar a cabo la empresa o sucumbir en la demanda? Que juren los sacerdotes, los cobardes y los hombres cautelosos, los decrépitos, los corrompidos y esas amias que sufren resignadas el ultraje, y que juren también en favor de malas causas los desdichados que inspiran dudas a los hombres. Pero no empañemos la serena virtud de nuestra empresa ni el indomable temple de nuestro ánimo suponiendo que nuestra causa o su ejecución necesitaban jurarse, cuando cada gota de sangre que todo romano lleva, y lleva noblemente, sería culpable de diversas bastardías, si quebrantara la más mínima parte de su promesa.

      CASIO. — ¿Qué hacemos de Cicerón? ,¿Le sondeamos? Creo que se pondrá decididamente al lado nuestro.

      CASCA. — No debemos excluirle. CINA. — ¡No, de ningún modo!

      METELO. — ¡Oh! Contemos con él, pues sus cabellos de plata granjearán una buena reputación, consiguiendo que se levanten voces para realzar nuestros hechos. Se dirá que sus juicios han dirigido nuestras manos. Nuestra mocedad y audacia, lejos de mostrarse, desaparecerán bajo su gravedad.

      BRUTO. — ¡Oh, no le nombréis! ¡No nos comuniquemos con él! ¡Jamás se adherirá a cosa alguna empezada por otro!

      CASIO. — Entonces, dejémosle.

      CASCA. — Verdaderamente, no nos conviene.

      DECIO. — No habrá de tocarse a ninguna otra persona, con la única excepción de César?

      CASIO. —. ¡Bien pensado, Decio! No creo oportuno que Marco Antonio, tan querido de César, deba sobrevivir a César. Tendríamos en él un intrigante astuto, y no ignoráis que si pusiera en práctica sus recursos, puede ir tan lejos que nos diera a todos que sentir. En evitación de esto, ¡que Antonio y César caigan juntos!

      BRUTO. — Nuestra conducta parecería demasiado sangrienta, Cayo Casio, al cortar la cabeza y mutilar después los miembros, como si diéramos la muerte con ira y a ella siguiera el odio, pues Antonio no es esto, buenos días a todos.

      (Salen todos, menos BRUTO.)

      ¡Muchacho! ¡Lucio! ¿Dormido como un tronco? Pero no importa. Goza el dulce y pesado rocío del sueño. ¡Tú no tienes ni los cálculos ni las fantasías que el afanoso cuidado hace brotar del cerebro de los hombres! ¡Por eso es tu sueño tan profundo!

      (Entra PORCIA.)

      PORCIA. — ¡Bruto, mi señor!

      BRUTO. — ¿Qué os sucede, Porcia? ¿Por qué os levantáis ya? No es conveniente para vuestra salud exponer así vuestra delicada complexión al crudo frío de la madrugada.

      PORCIA. — Ni para la vuestra tampoco. Os habéis deslizado del lecho furtivamente, Bruto, y anoche, durante la cena, os levantasteis de pronto y, cruzando los brazos, os pusisteis a pasear, cavilando y suspirando, y al preguntaros qué os sucedía, me mirasteis severamente. Redoblé mis instancias, entonces despeinasteis vuestra cabeza y, muy impaciente, golpeasteis el suelo con el pie. Insistí de nuevo, y ni aun me respondisteis, sino que, con un gesto de mal humor, me hicisteis señas con la mano de que os dejara. Así lo verifiqué, temiendo acrecentar vuestra impaciencia, que ya creía irritada en exceso, y presumiendo que todo ello no sería sino un efecto de humor, al que están a veces sujetos los hombres. Pero eso no os impedirá comer, hablar, dormir, y si hubiera trastornado vuestro semblante como ha hecho cambiar vuestra condición, no os conocería, Bruto. Mi querido señor, permitidme que sepa la causa de vuestro pesar.

      BRUTO. — No estoy bien de salud, eso es todo.

      PORCIA. — Bruto es discreto, y si no gozase de buena salud buscaría los medios de recobrarla.

      BRUTO. — Pues eso hago, buena Porcia, volved al lecho.

      PORCIA. — ¿Bruto está enfermo? ¿Y es saludable ir descubierto y aspirar las emanaciones de la húmeda alborada? ¡Qué! ¿Bruto está enfermo y abandona su sano lecho para exponerse al pernicioso contagio de la noche y desafiar a la humedad y al aire viciado, que aumentarán su mal? ¡No, Bruto mío! , ¡Vos encerráis alguna amarga dolencia dentro de vuestra alma, la cual, por los derechos y prerrogativas da mi puesto, me corresponde conocer! Yo os conjuro, en nombre de la hermosura que en algún tiempo se me ponderaba, por vuestras protestas de amor y aquel solemne juramento que nos incorporó, haciendo de los dos uno solo, que me confiéis a mí, que soy vos mismo, vuestra mitad, por qué estáis tan triste y qué hombres fueron los que se dirigieron a vos esta noche, pues había seis o siete que ocultaban sus rostros aún a la misma obscuridad.

      BRUTO. — ¡No os arrodilléis, gentil Porcia!

      PORCIA. — ¡No lo necesitaría si fuerais vos el antes gentil Bruto! En el contrato de matrimonio, decidme, Bruto, ¿se estipuló que ignorase yo secretos que os concerniesen? ¿Soy yo vos mismo, pero con ciertas restricciones, como acompañaros a la mesa, compartir vuestro tálamo y hablaros tal cual vez? ¿No hay lugar para mí sino en los arrabales de vuestra buena condescendencia? Sí no soy más que eso, Porcia es la querida de Bruto, no su mujer.

      BRUTO. — ¡Tú eres mí leal, mi honrada esposa, tan amada por mí como las gotas de sangre que afluyen a mi afligido corazón!

      PORCIA. — ¡Si así fuera, conocería entonces ese secreto! Que no soy más que una mujer, lo admito, pero una mujer que Bruto eligió por esposa. Acepto que no soy más

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